Producida e interpretada por Mary Pickford, Gorriones (Sparrows, William Beaudine, 1926) es una de las grandes películas de la estrella durante el último tramo del silente. Sin ser novedosa su propuesta, pues apenas aporta novedad desde una perspectiva técnica ni argumental, resulta una película entretenida, por momentos brillante, que funciona en todo su metraje. Gorriones es Pickford; ella la hace posible, ya sea como productora o en su rol de joven inocente que lucha por los niños a los que protege; también es un ejemplo de narración cinematográfica, del uso de los espacios narrativos, sobre todo del pantano, y un alarde en el uso de la iluminación, que se ajusta y distingue sus tres marcos espaciales, no en vano contó con tres grandes de la fotografía: Charles Rosher, Hal Mohr y Karl Struss. La ligereza con la que Beaudine expone el drama al servicio de la actriz, quizá junto a Lillian Gish y Gloria Swanson, la más popular del Hollywood mudo, es gratificante. Su ritmo solo se ve interrumpido para dar cabida a referencias bíblicas, las cuales tienen su sentido narrativo, pues funcionan como oraciones que introducen la resignación y la espera en la que inicialmente se encuentran las víctimas. Son seres desamparados, salvo por la protección de Pickford, que da vida a Molly, la muchacha que cuida y protege a los huérfanos y al bebé que malviven atrapados en la granja del malvado señor Grimes (Gustav von Seyffertitz). Este villano recibe dinero por retenerlos en su granja, situada en un lugar alejado de la civilización o de la “mano de Dios”, en medio de un pantano prácticamente inaccesible. Ese espacio es una prisión para las niñas y niños bajo el cuidado de la heroína, en cuya misión protectora antecede al “hada buena” que Lillian Gish interpretará en el magistral cuento cinematográfico La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955).
Mezquino y avaro como el Fagin de Oliver Twist, Grimes, carcelero sin más sentimiento que su amor por el dinero, está casado con una mujer (Charlotte Mineau) que calla y es padre de un hijo (Spec O’Donnell) que considera holgazán y que siempre acosa a los pequeños. En esto, la película no plantea más conflicto que el consabido duelo entre buenos y malos, un enfrentamiento del cual los primeros vencerán tras superar las adversidades —la muerte de un bebé en una escena en la que se mitiga el impacto que pueda causar en el público con la aparición de Jesucristo para llevarse a la criatura muerta por falta de comida o la espléndida fuga a través del pantano— y sacudirse el dominio de Grimes, quien les hace trabajar en sus terrenos pantanosos sin apenas darles de comer ni preocuparse por la salud de ese grupo que forma piña alrededor de Molly. Al villano poco le importan las vidas infantiles. No expresa sentimientos positivos hacia quienes ha ido acumulando en su reino pantanoso; probablemente, debido a Bailey (Lloyd Whitlock), el socio de Grimes, que se dedica a secuestrar bebés y pedir rescates a cambio de devolver a sus pequeñas víctimas a sus hogares. Pero el último golpe, dado en la mansión de Dennis Wayne (Roy Stewart), el único dado en la pantalla y en el tiempo narrativo, pone a la policía tras la pista de la banda. Grimes lo lee en un periódico y le entra el pánico; así que solo piensa en deshacerse de las pruebas que le señalen como cómplice; dichas pruebas son la bebé Wayne y la inocente y brava muchacha que, como buenamente puede, cuida de ella y del resto de los “gorriones” que en la parte final del film viven una apasionante y peligrosa fuga…
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