miércoles, 10 de enero de 2024

La sociedad de la nieve (2023)

Veo algo común a las películas de “prestigio” producidas por Netflix, por ejemplo Roma (Alfonso Cuarón, 2018), Sin novedad en el frente (Im westen nichts neues, Edward Berger, 2022) o La sociedad de la nieve (J. A. Bayona, 2023), que son efectistas, “quedabien”, tramposas y manipuladoras en el sentido de que no dejan espacio emocional para que el espectador sienta más allá de la apariencia que los responsables quieren y pueden pasar por emoción verdadera. Tampoco hay espacio para la reflexión que no sea la pretendida y guiada por las imágenes, las voces y los sonidos escogidos por quienes deciden y condicionan conscientes de estar haciéndolo; y con ello, de restarle al individuo, la persona que está frente a la pantalla, libertad a la hora de sentir e interpretar, de crear su espacio emotivo y reflexivo. Este tipo de película reduce las posibilidades, en lugar de ampliarlas, al introducir un pensamiento único que en todo momento pretende imponerse. Imponen su criterio, su verdad, así que me empujan a la salida donde me encuentro en el lugar de siempre, en aquel que me posiciona en la opción de elegir si plegarme al juego, acatando lo que me dicen, o buscar alternativas que me permitan otras vías para aburrirme a mi manera. Y como suele suceder, me decantó por la segunda posibilidad y por ella me pierdo...

Mientras me aburría, pensaba que el ser humano ha comido literal y figuradamente a otros semejantes para sobrevivir, vivir, evolucionar, imponerse. Me dije que esto es algo que solo discutiría un polemista sin argumentos que exponer durante su polémica o alguien incapaz de comprender que los límites se ensanchan y se rompen en las situaciones a vida o muerte, las que sitúan a los individuos fuera del orden, en el caos, en la desesperación y en el absurdo en el que cualquier posibilidad de control escapa de sus manos y la imposibilidad se presenta, hace trizas cualquier marco legal y elimina conceptos morales como el bien o mal. Ahí, en ese espacio entre vivir y morir, cuando nada parece depender de uno y un alud se viene encima para poner fin a la existencia, seguro que todo es distinto y de nada vale la teoría ni la palabrería. Pero tampoco quiero continuar con el tema y pecar de trágico ni caer en lo melodramático. Me gusta dejarme llevar por ideas y divagar sin saber a qué puerto llegaré, si llego. Pero sigo. Los pueblos caníbales que la Historia ha conocido no dejan de ser un atisbo de lo que pudo ser el pasado remoto de otros que acabaron desarrollando una moral que se ajustase a los intereses del poder, una moral que, como tal, nacía para dirigir los comportamientos y pensamientos, también para prohibir unas cosas y aprobar otras. Con el desarrollo de las distintas morales, se crearon los tabúes, o ¿sería a la inversa?, pero la existencia de estos no impide la existencia de aquello que censura, silencia y relega al cuarto oscuro. La necesidad empuja. Como observó el darwinismo, sobrevive el más apto, aquel que logra adaptarse a una situación inusual que le afecta y que amenaza su vida. ¿Y quién en la plenitud de su amor por la vida no quiere vivir? El cine presenta el tema de la vida en numerosas producciones, diría que en todas, de supervivencia hay menos y de mostrar en pantalla temas tabú, lo hace a cuenta gotas.

Existen algunas películas que sacan a la luz situaciones extremas en las que un grupo se ve obligado (si quiere vivir) a comer a sus muertos. Ejemplos de la “necesidad obliga” podrían ser el vagabundo chaplinesco en La quimera de oro (The Golden Rush, Charles Chaplin, 1925), cuando su estómago le hace soñar en el cuerpo de su compañero un pollo que devorar y así evitar morirse de hambre, los soldados que comen la carne de los muertos en Fuego en la llanura (Nobi, Kon Ichikawa, 1959), los náufragos de En el corazón del mar (In the Heart of the Sea, Ron Howard, 2015) hacen lo propio, lo mismo que los supervivientes andinos en ¡Viven! (Alive!, Frank Marshall, 1993) y en La sociedad de la nieve (Juan Antonio Bayona, 2023). Aunque las intenciones de los responsables de las películas citadas son dispares, en todo caso, tienen en común la supervivencia, pasando por la antropofagia a la fuerza. En realidad, Chaplin no come a nadie, apenas da un mordisco durante su alucinación y solo puede comerse sus zapatos de piel, y los personajes de los otros films se ven obligados a comer cadáveres para sobrevivir en el infierno de la guerra (los de Ichikawa), del mar (los de Howard) y en la montaña nevada (los de Marshall y Bayona). Estas acciones no debería conllevar ningún dilema, pues en todos los casos obedece a una necesidad vital, pero lo acarrea debido a la moral, a la religión o a las ideas en la que todos han sido educados. Pero su elección no es inmoral, obedece a la vida. Inmoral sería quien justifica matar vidas con un “para salvar otras”, como sucede en las guerras.

Dejando aparte el tema anterior, que carece de importancia, más si cabe para quien comprende que el hecho importante de la supervivencia es seguir con vida, las películas de Marshall y Bayona, basadas en el mismo accidente aéreo, sucedido el 13 de octubre de 1972, pero en libros distintos —de Piers Paul Reed y Pablo Vierci, respectivamente—, muestra a sus supervivientes aunando esfuerzos y pareceres con la esperanza de poder salir indemnes de la desesperación y el hambre que les sitúa al borde de la muerte por inanición. Ambas son efectistas, más la de Bayona, cuando la situación no lo precisa. En este aspecto, el cineasta español, como había hecho con otra catástrofe en Lo imposible (2012), riza el rizo del efectismo y minimiza contradicciones, instintos y conflictos interiores (solo parece existir o insiste en el externo, apenas surgen conflictos entre los personajes, como si en todos esos días no hubiese disensión), quizá para ganarse al gran público, sobre todo en la segunda mitad del film: el uso del espacio y de la cámara, breves flashes de la despedida en el aeropuerto, la voz interior (innecesaria, como si con ella prestase atención y diese testimonio a los muertos) de Numa (Enzo Vogrincic), uno de los jóvenes supervivientes del impacto, cuyas creencias chocan con su hambre hasta que esta vence (en la superficialidad del conflicto en las que ambas se enfrentan y son expuestas), el redundar lo evidente de una situación extrema, son algunos aspectos que (me) provocan cierta sensación de estar frente a un plato preparado para gustar, más que para expresar los distintos conflictos, las disensiones internas y externas o las contradicciones que surgen en situaciones que alejan de lo conocido y sitúan al límite. Nadie quiere morir y sí regresar a la vida (cotidiana); tal como sucede en El vuelo del Fénix (The Flight of the Phoenix, Robert Aldrich, 1965), que no se basa en una historia real pero que muestra una realidad incontestable: el miedo a morir y la necesidad de unirse para salir de una situación extrema y así volver a vivir en el mundo donde todo parece poder controlarse y en el que lo moral funciona como guía, pero que en la nada nevada de los Andes no sirve ni salva vidas…



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