viernes, 26 de enero de 2024

Hoosiers (1986)

Cuando la vi de niño, me apasionaba el baloncesto, jugarlo y verlo, también soñarlo. Era mi deporte. El que practicaba y en el que me divertía, en el que pensaba despierto y con el que a veces me quedaba dormido. En aquel momento, a las puertas de entrar en el instituto, vi Hoosiers (David Anspaugh, 1986) y, en poco tiempo, volví a verla varias veces más. Sabía que se inspiraba en una historia real, pero ¿qué cuento no tiene algo de real y mucho de inventado? Además, ¿qué me importaba si había sucedido o no algo similar? Lo que me interesaba era lo que veía en la pantalla. Su historia, bastante simple, me conquistaba una y otra vez. Años después la bajé del pedestal y, aunque todavía me guste su ausencia de conflicto y su victoria de los pequeños, ahora la siento de un modo diferente. Ya no juego ni veo baloncesto. Los sueños son de otro estilo; entre los que supongo se cuelan pesadillas que no recuerdo al despertar. El baloncesto de aquellos años de mi infancia eran los de “Magic” y Bird reinando en la NBA, a las puertas de la era Jordan, la que confirmó definitivamente la transformación del deporte de la canasta (y más) de competición a producto comercial. Había dejado de ser juego y divertimento mucho antes de que el 23 de los Bulls luciese sus llamativas zapatillas; dejó de serlo en el mismo instante en el que se priorizó la victoria sobre la diversión y se profesionalizó a los jugadores; pero el espectáculo de la publicidad empezó a radicalizarse con el triunfo mediático del escolta, ya no por ser considerado el más grande de la canasta, aunque su estatura no alcanzase los dos metros, sino porque fue el protagonista de otro cuento que se contaba fuera de la cancha y que deparó mayores ventas. No es que antes no hubiese publicidad y apuestas deportivas, sino que todavía se podía respirar sin un 4 a 1 y sin anuncios directos o indirectos en el aire, quizá se carecía de los medios que posibilitasen su incremento exponencial. No fue culpa suya, que fue icono mediático, rey del basket y factor que multiplicó las ventas, sino de la voracidad de la publicidad y del consumo que se dispararon primero con la televisión y posteriormente cuando internet llegó a la vida cotidiana. Por aquel entonces, los estadounidenses eran quienes mejor sabían hacer de todo negocio y el baloncesto lo era desde su base; es decir, desde el instituto hasta los profesionales, pasando por el universitario.

Hoy ya apenas distingo el deporte profesional de un anuncio o de una apuesta, quizá todo forme parte de un juego diferente. También ver Hoosiers ahora es otra historia, la que me hace pensar en que Louis B. Mayer estaría orgulloso de que la empresa que dirigió durante tres décadas distribuyese esta película dirigida por David Anspaugh y escrita por Angelo Pizzo. Mayer reinó en Hollywood desde la década de 1920 hasta entrados los cincuenta, que es la época durante la cual se desarrolla esta historia de superación y gloria inspirada en la gesta del equipo del instituto Milan High. Ambientada en Indiana, el hogar de los Hoosiers que dan título a film, la historia que narra no solo se ubica en el pasado, en el año 1952, sino que parece ser la de una película de ese propio pasado, en las postrimerías de aquel Hollywood dorado. No por su apariencia, sino porque se aleja del cine de su época, los años ochenta del siglo pasado, una en la que el cine hollywoodiense priorizaba la estupidez, la comercialidad, el ruido y la parafernalia. Salvo excepciones, tras sus imágenes y su infantilismo, la industria cinematográfica escondía su vacío y no es que el film de Anspaugh esté lleno de algo más que de imagen y culto a la victoria, pero su viaje al pasado y al medio rural le dan un toque nostálgico que combina a la perfección con la victoria de David sobre Goliat. No. Es un film sin mensaje, tal como le gustaba a Mayer, aunque parezca incluir uno emotivo y de buenos sentimientos, de valores que las películas hollywoodienses del pasado tomaban y quisieron como valores estadounidenses. La película habla a favor del espíritu de equipo, pero la pelota siempre acaba en las manos de quien consideran el mejor. Habla de superación sin importar la victoria; pero todos vitorean al vencedor. Los conflictos que esboza se quedan en eso, porque solo son una excusa para la victoria, la cual, al fin y al cabo, es lo que interesa en una sociedad competitiva donde reinan los primeros, aunque su reinado sea efímero; es decir, hasta que un nuevo vencedor asome y se quede con una corona que no tardará en volver a cambiar de cabeza. La derrota no es hazaña, o eso cree el cine comercial, que suele escoger sus historias para atraer al público, no para educarlo. Igual que otra popular distribución de MGM, Rocky (John G. Avildsen, 1976), el film funciona porque hay héroes y buenos chicos, no como los de Martín Scorsese, sino buenos como boyscouts dispuestos a ayudarte a cruzar la calle o a llevarte la compra a casa sin cobrarte un dólar. Lo cierto es que, como director de este juego fílmico llamado Hoosiers, Anspaugh maneja la pelota a la perfección. Sabe pasarla a la música de Jerry Goldsmith, cuando conviene añadir emotividad o épica, o al montaje cuando precisa acelerar la jugada. Además, tiene un jugador franquicia en la figura del entrenador Norman Dale (Gene Hackman). Por sus manos pasa todo el juego; es quien marca jugada y quien establece las normas que condicionarán a los muchachos y les guiará hacia el sueño y la gloria. También es centro de las distintas relaciones que se establecen en el film: paterno-filial con el equipo, sentimental con Myra (Bárbara Hersey), amistosa con Cletus (Sheb Wooley) y Shooter (Dennis Hopper) y de adaptación con un entorno que lleva mal los cambios; aunque todas ellas pierden fuelle porque lo que importa es la gesta del equipo de baloncesto de Hickory, de su entrenador y del resto del pueblo, que vive por y para el baloncesto, pasión y vía de escape...



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