martes, 31 de octubre de 2023

Os grandes, Balbino e Neira Vilas

Balbino é <<un rapaz da aldea. Coma quen dis, un ninguén. E ademáis pobre>>. Pero tamén e o neno labrego máis coñecido da literatura galega. Nacido da mente de Xosé Neira Vilas, autor natural de Gres, nas terras de Lalín (Pontevedra), Balbino escribe as súas memorias cunha lucidez sinxela, inxenua, chea de emocións e de atinadas reflexións sobre a vida, como o inicio do capítulo adicado aos grandes. O neno deixa escritas as impresións do seu mundo, que vai máis aló da aldea, pois Neira Vilas válese de Balbino para falar da súa infancia, de Galicia, dos seus homes e mulleres, da emigración, tan familiar para as familias galegas, da vida rural e da situación do labrego no agro. Aínda que Vigo e A Coruña empezaban a despuntar como centros industriais a principios do XX, sobre todo despuntaba o sector conserveiro, Galicia era terra de mariñeiros e labregos. A súas fontes de riqueza eran o mar e o agro. Na época co neno e narrador deixa constancia, todavía os señoritos son os amos. Non traballan a terra, pero a meirande parte perténcelles e os beneficios son para eles. O traballo de labrego so da para ser pobre; por iso o pequeno narrador preséntase como tal. Os responsables desta situación, a de moito para poucos e apenas nada para a maioría, eran os caciques, pero tamén o sistema político que os protexía, pois, sen unha reforma agraria real, o agro galego todavía vivía no Antigo Réxime, por non dicir nun sistema medieval, no albor e no mediodía do século XX. A falta de oportunidades, o soño de facer as Américas, empurrou a milleiros de  galegos e galegas a migrar. Durante as tres primeiras décadas do século o destino foi o continente americano. Máis adiante, durante a Guerra Civil (1936-1939) e na posguerra, a saída xa non sería pola fame, ni para fuxir da pobreza, senón para evitar as represalias do franquismo. Foron moitos os obrigados a a abandoar o país, rumbo a Francia, Inglaterra ou cara a Arxentina, México, Venezuela e otros países latinoamericanos. Alí, en terra americana poideron sobrevivir e vivir o seu exilio entre a esperanza e a morriña. Neira Vilas non cruzou o charco para fuxir das represalias. Aínda era un “neno labrego” cando a guerra. O fixo en 1948, con vinte años e fame dabondo para buscar en Buenos Aires o benestar co seu fogar negáballe. Na cidade porteña, en 1961, publicou Memorias dun neno labrego, a novela máis leída da literatura galega.


Os grandes (1)

<<Debe ser boa cousa chegar a grande. Os grandes son donos de sí e do mundo. Fan e desfán, gobernan, arman ó melro con guerras, negocios e canta trangallada hai. Pero, como di a madriña, “non sempre é ouro o que reloce”. Os grandes teñen as súas tristuras e desacougos. E ás veces inda nos gañan en rapazadas. De non ser así non se escabuxarían cando lles sinalamos algo que está mal.

Se pelexamos entre nós, métense eles. Non se decatan de que as nosas liortas son namáis ca enredos. Rabuñámonos agora e daquí a un chisco estamos amigos outra vez. Fan de xueces e soscan a quen cadra e coma cadra, sin averiguacións. As nósas maos son pequenas e non magóan; as deles pesan, fan doer. Se aprendesen de nós non irían a guerra. Na guerra mátanse uns ós outros sin saber as máis das veces polo qué. Disque guindan casas, pontes, e ¡qué sei eu! Semella un xogo. Pero un xogo con sangue e morte. E despois falan de “educar ós rapaces”…

Nós vimos o mundo cunha alforxa de preguntas. As cousas éntrannos polos ollos, pola boca, polas orellas, e queremos adeprender o seu nome e siñificado. Mais non sempre o logramos. Os maores cánsanse e fannos calar, ou arrédannos, con algunha estrucia, do que teimamos saber. Calamos. Porque é perigoso non calar a tempo. E calquera día, en calquera logar, facémoslle a pergunta a calquera. O que debían decirnos nosos pais dínolo un alleo. Un alleo que talvez nos guíe mal. E irá levedando a nosa vida con formento de fóra, emprestado.

Eu cavilo neso porque me aconteceu. E acontécelle todos os días a moitos rapaces por ahí adiante. Os grandes esquecéronse de cando eles eran pequenos. Se esculcasen os nosos ollos desandarían o tempo. Pero adícanse a outros problemas e non fan caso de nós.>>


(1) Xosé Neira Vilas: Memorias dun neno labrego. Ediciós do Castro, Sada (A Coruña), 1985. Primeira edición publicada en Buenos Aires, en 1961.

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Balbino es <<un muchacho de la aldea. Como quien dice, un don nadie. Y además pobre>>. Pero también es el niño campesino más conocido de la literatura gallega. Nacido de la mente de Xosé Neira Vilas, autor natural de Gres, en tierras de Lalín (Pontevedra), Balbino escribe sus memorias con sencilla lucidez, ingenua, llena de emociones y de acertadas reflexiones sobre la vida, como el inicio del capítulo dedicado a los grandes. El niño deja escritas las impresiones de su mundo, que va más allá de la aldea, pues Neira Vilas se vale de Balbino para hablar de su infancia, de Galicia, de sus hombres y mujeres, de la emigración, tan familiar para las familias gallegas, de la vida rural y de la situación del labriego en el campo. Aunque Vigo y A Coruña empezaban a despuntar como centros industriales a principios del XX, sobre todo despuntaba el sector conservero, Galicia era tierra de marineros y campesinos. Sus fuentes de riqueza eran el mar y el campo. En la época que el niño y narrador deja constancia, todavía los señoritos son los amos. No trabajan la tierra, pero la mayor parte les pertenece y los beneficios son para ellos. El trabajo de labrador solo da para ser pobre; por eso el pequeño narrador se presenta como tal. Los responsables de esta situación, la de mucho para pocos y apenas nada para la mayoría, eran los caciques, pero también el sistema político que los protegía, pues, sin una reforma agraria real, el campo gallego todavía vivía en el Antiguo Régimen, por no decir en un sistema medieval, en el amanecer y en el mediodía del siglo XX. La falta de oportunidades, el sueño de hacer las Américas, empujó a millares de gallegos y gallegas a migrar. Durante las tres primeras décadas del siglo, el destino fue el continente americano. Más adelante, durante la Guerra Civil (1936-1939) y en la posguerra, la salida ya no sería por el hambre, ni para huir de la pobreza, sino para evitar las represalias del franquismo. Fueron muchos los obligados a abandonar el país, rumbo a Francia, Inglaterra o hacia Argentina, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. Allí, en tierra americana pudieron sobrevivir y vivir su exilio entre la esperanza y la morriña. Neira Vilas no cruzó el charco para huir de las represalias. Aún era un “neno labrego” cuando la guerra. Lo hizo en 1948, con veinte años y hambre suficiente para buscar en Buenos Aires el bienestar que su hogar le negaba. En la ciudad porteña, en 1961, publicó Memorias dun neno labrego, el libro más leído de la literatura galega.

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Los grandes

<<Debe ser buena cosa llegar a grande. Los grandes son dueños de sí y del mundo. Hacen y deshacen, gobiernan, arman el mirlo con guerras, negocios y cuanta chapuza hay. Pero, como dice la madrina, “no siempre es oro lo que reluce”. Los grandes tienen sus tristezas y desasosiegos. Y a veces aún nos ganan en chiquilladas. De no ser así no se escabullirían cuando les señalamos algo que está mal.

Si peleamos entre nosotros, se meten ellos. No se dan cuenta de que nuestras peleas son nada más que enredos. Nos arañamos ahora y de aquí a un poco estamos amigos otra vez. Hacen de jueces y zoscan a quien cuadra y coma cuadra, sin averiguaciones. Nuestras manos son pequeñas y no lastiman; las de ellos pesan, hacen doler. Si aprendiesen de nosotros no irían a la guerra. En la guerra se matan unos a los otros sin saber las más de las veces por qué. Se dice que derrumban casas, puentes, y ¡qué sé yo! Semeja un juego. Pero un juego con sangre y muerte. Y después hablan de “educar a los chavales”…

Nosotros venimos al mundo con una alforja de preguntas. Las cosas nos entran por los ojos, por la boca, por las orejas, y queremos aprender su nombre y significado. Mas no siempre lo logramos. Los mayores se cansa y nos hacen callar, o nos apartan, con alguna astucia, de lo que insistimos saber. Callamos. Porque es peligroso no callar a tiempo. Y cualquier día, en cualquier lugar, le hacemos la pregunta a cualquiera. Lo que debían decirnos nuestros padres nos lo dice un ajeno. Un ajeno que tal vez nos guíe mal. E irá fermentando nuestra vida con fermento de fuera, prestado.

Yo pienso en eso porque me ocurrió. Y le sucede todos los días a muchos chiquillos por ahí adelante. Los grandes se olvidaron de cuando ellos eran pequeños. Si escudriñasen nuestros ojos desandarían el tiempo. Pero se dedican a otros problemas y no hacen caso de nosotros.>>

lunes, 30 de octubre de 2023

Infierno en el Pacífico (1968)


Durante la guerra, dos soldados de distintos bandos, un piloto estadounidense (Lee Marvin) y un oficial japonés (Toshiro Mifune), guerrean sin plantearse por qué combaten. Alguien, y no ellos, ha decidido que sean enemigos, decisión que les ha transformado en dos guerreros ahora solitarios y perdidos en una pequeña isla del Pacífico. Rodeado de mar, ese trozo de tierra se convierte en su cárcel, en su mundo amenazante, en su paraíso infernal, en su universo entero. Allí, al inicio de Infierno en el Pacífico (Hell in the Pacific, John Boorman, 1968) se descubren y continúan luchando, como habrían hecho antes de conocerse, sin saber nada del exterior, ni el uno del otro. Tampoco comprenden que no son tan distintos: títeres de quienes les han enviado a combatir, a matar y morir. En un primer momento, se estudian, se temen, se imaginan el uno matando al otro. Son dos presencias aisladas, asustadas, ya salvajes por necesidad, pero también resultan cinematográficamente poderosas, por momentos irónicas, cómicas, quizá grotescas en su intención de someter el uno al otro —por otra parte, intención que el ser humano lleva poniendo en práctica desde su primer día—. Son Marvin y Mifune. Ellos, el espacio que les atrapa y la capacidad de Boorman para hablar con las imágenes, son la película. El director británico pretendía hacer un film mudo, prácticamente lo consiguió, pues las pocas palabras que pronuncian los personajes no son significativas; al menos, nada significan para ellos ni para el público, aunque, en la realidad, el contacto entre los dos actores fue el inicio de una gran amistad. 


Los dos personajes viven el infierno donde no se preguntan si la condición humana es belicosa, ni por qué luchan, si porque se lo han ordenado o por una idea territorial; acaso, ¿por supervivencia? En ese instante, las respuestas pueden reducirse a una: “miedo”, emoción que genera las restantes que afloran en los dos soldados que, avanzado el metraje, evolucionan hacia otra realidad, cuando comprenden la necesidad de colaborar para sobrevivir al enemigo común: el entorno y la idea preconcebida de enemistad. El individuo en la naturaleza, enfrentado a ella, como parte de ella, obligado a adaptarse al medio natural que le amenaza, donde aflora el instinto de supervivencia y obliga a los dos personajes a unirse en la lucha por la vida, una lucha que, cuatro años después, lucirá en plenitud en Defensa (Deliverance, 1972), una de las mejores películas de Boorman. Ambas producciones son físicas, visuales, primarias y primitivas, salvajes, pero aquí apenas existe el diálogo verbal; es decir, las palabras que cada uno escucha del otro son incomprensibles para ellos. No importa el lenguaje oral para expresar y hablar, ni para construir y destruir. Las palabras no son necesarias para entenderse, para asociarse y formar una sociedad de dos, como resulta en Infierno en el Pacifico, una sociedad que se construye a partir de hombres “primitivos”, sin apenas más lenguaje que el corporal y gestual; pues el inglés del uno y el japonés del otro solo son sonidos sin más para el receptor. La comunicación se establece, cuando existe disposición a entenderse; sin ella, ¿qué queda? En su origen, cuando asoman en la pantalla, carecen de otras herramientas, aparte de la comunicación verbal. Carecen de cualquier comodidad del mundo “civilizado” e incluso ven reducidos al mínimo sus recursos básicos; por ejemplo, el agua dulce —el americano pretende robar al asiático la que este ha conseguido de la lluvia—. Mientras se pelean, la lucha deriva en competición por imponerse en el medio, pero no existe posibilidad de victoria alguna. No hay posibilidad de avanzar. Así, la colaboración se convierte en medio fundamental para sobrevivir y alcanzar metas mayores a las posibles para el individuo aislado, en lucha contra su igual; en ese aspecto, Boorman, que había entrado en el proyecto por petición de Marvin —que venía de trabajar con él en A quemarropa (Point Blank, 1967)—, apuesta por la asociación y la convivencia pacífica, como vía para la evolución humana, pero, al final, lo que llama la atención no es el acercamiento (a la fuerza) de los personajes, sino el escenario natural fotografiado por Conrad Hall…



domingo, 29 de octubre de 2023

Algunos tipos duros

Hace tres décadas vi una película que llevaba por título, en su estreno en España, “Dos duros sobre ruedas”. Por entonces, como aún teníamos pesetas, pensé que se trataba de un par de monedas de “duro” que algún director bromista había puesto sobre patines en línea, por aquello de alargar la cosa. <<Será una película sobre lo rápido que se va el dinero>>, pensaba mientras se sucedían los setenta anuncios previos al rugido del león y al estruendo de las motos, a las explosiones, las balas, las poses y el par de frases simples que completan mi recuerdo de aquel largometraje cuyo título me confundió; pues los duros que vi en la pantalla no eran de aleación bronce-aluminio, eran de gelatina. Reconocí mi error y mi culpa, pero saberlo no evitó que abandonase la sala con un cabreo de aquí a la eternidad y exigiese que me devolvieran el dinero de la entrada. <<¡Me habéis dado Silvestre por Bugs Bunny! ¿Y qué pasa con el coyote y el pato Lucas? ¡Devolvedme la pasta o volveré!>>, estallé, pregunté, exigí y amenacé en este orden al término del espectáculo Johnson & Rourke. Pero eso no fue todo. Tiempo después me disculpé públicamente por haber quebrado el radio izquierdo y el cúbito derecho de uno de los de la puerta y por decir <<a rañala raparigo>> al otro que guardaba la salida. El pobre no daba crédito, ni llevaba suelto.

Más adelante, cuando prestó declaración ante el tribunal, las piernas le temblaban imitando a sus palabras y sus ojos, incapaces de fijarse en un punto concreto, giraban y brillaban más que una bola discotequera y febril en sábado noche. Allí mismo, tras haber jurado en vano, estalló en sollozos. A duras penas pude entenderle cuando dijo que siempre le tocaba lidiar con energúmenos de mi talla. <<¡Alto ahí!>>, protesté ofendido, segundos antes de pedir permiso para explicar mi comportamiento a lo Steven Seagal y mis palabras de Terminator en doblaje a la “televisión gallega”. Expresé mi verdad, no por justificarme, sino porque quería mentir y acabar con aquella charada. Entonces, me dirigí al juez, cuyo parecido a Roy Bean era más cercano al de Walter Brennan que al de Paul Newman, y le dije: <<Señoría, no soy ningún Perry Mason ni Atticus Finch, pero juraría que lo que usted sostiene entre sus manos es la soga de la horca. Espero equivocarme y que el nudo corredizo sea una práctica marinera y no el de mi última corbata>>. Me encontraba todavía bajo los efectos del miedo escénico, terror quizá infantil, quizá nerviosismo similar al sentido por Margot Channing el día de su debut. <<No tengo muchas luces>>, logré continuar con mi defensa, <<así que acudí a oscuras a la proyección y, como no las esperaba, tanta explosión, metralla y fiesta me deslumbraron. Cuando me recuperé del primer impacto, supe que se trataba de tener o no tener paciencia; pero yo no la tuve. La había perdido el año pasado en Baños de María>>.


Tras estas palabras, siguieron otras y muchas más, hasta que el caso fue visto para sentencia. Doce hombres sin piedad me declararon culpable y el juez dictó sentencia: <<El acusado ha sido hallado culpable. Este tribunal lo condena a ver en sesión continua Grease, Dirty Dancing, Ghost y Pretty Woman>>. <<¡El castigo es desproporcionado! ¡Más aún, es inhumano!>> Mas ninguna de mis protestas, ni las de mi abogado, hicieron mella en aquel Bean que, donde antes tenía el lazo, ahora apretaba el mazo. Horas después, cumplida la pena, pálido y asustado, al borde del llanto y de la locura, salí de la sala de proyección. Pero antes de abandonar el local, me agaché y tomé del suelo algunas de las palomitas que nadie se había molestado en recoger, las apreté entre mis manos, alcé el puño y puse a dios por testigo de que jamás volvería a creer en fantasmas, ni a ver la tele, ni a bailar lambada ni a ir de compras ni a ir por la vida de Seagal, ni de Arnold, ni de Van Damme. Después, mandé a todos a hacer “puñetas” y así me convertí en un lobo solitario. Hasta hoy, he cumplido aquellas promesas que hice la noche en la que conocí al cazador, una noche en la que los duros todavía eran la suma de cinco pesetas. Pero es bien sabido que la peseta desapareció con la entrada del euro y que aquellos tipos montados en sus burras eran caricaturas, reflejo de un cine cuya única ambición era ganar un puñado de dólares más. Si aún fueran buenos, feos y malos. En fin, eran otros tiempos, otros días de vino y rosas, de radio, de videoclub y, en ocasiones, también más días sin huella…

De mi infancia, recuerdo a otros tipos duros, algunos son de celuloide y, al menos, dos son personajes de la realidad de la que fui testigo. El primero, era el cura del pueblo donde mi padre vio su primer día, también el segundo y los demás que siguieron hasta que se fue de allí. El clérigo era un profesional. Entregado a su oficio, estuvo echando broncas, dando misa y repartiendo hostias como panes hasta los noventa y tantos. Era su trabajo, su credo, su vida. Todavía lo recuerdo rodeado de sus cuatro monaguillos y admirado por sus fans. El religioso oraba y laboraba a diario. Lo hacía con entrega medieval, tanta entrega que ni el mismísimo John Wayne, en una misión de audaces o conduciendo un tanque, podría echarle de su iglesia, que había transformado en su Álamo particular. A veces, atraídos por su fama, llegaban forasteros dispuestos a retarle. Lo hacían con risas apagadas, pero insistentes, con conversaciones durante la lectura o vistiendo faldas y pantalones cortos, escotes y camisetas de tiras. Pero el buen pastor no dudaba ante aquellas imágenes veraniegas, controlaba la situación sin pestañear y, con su voz atronadora y entrenada en diez mil sermones, igual hacía callar al tipo de la sexto banco, a la izquierda del pasillo central, que obligaba a la chica del fondo, a mano derecha, a echarse por encima una rebeca. Las pieles descocadas que entraban en el recinto caían derrotadas cada domingo. Su trabajo le costaba, pero llevaba más de medio siglo entrenando. Dos de sus muchas prácticas eran el coscorrón y la negación. Firmaba con su anillo y con sus nudillos en las cocorotas de sus monaguillos. También negaba la comunión a quien no se arrodillase ante su altar. Era toda una experiencia observar en la distancia cómo manejaba sus dos manos para orar y dar reveses a los monaguillos más cercanos que, inocentes y tambaleantes, le sostenían la bandeja. <<Enchufados. Qué suerte, acariciados por la mano de un representante divino>> pensaba yo, confundido como Brian.

Aparte del señor cura, había una señora capaz de provocar flojera en el más duro del pueblo. No recuerdo su nombre, pero sí parte de su imagen: pelo corto ondulado y plateado, gafas redondas y del suelo a la cabeza, se elevaba cincuenta pies. Era una titán, más que una Afrodita, y estaba casada con un hombre bajito que abrazaba uno de sus tobillos y quedaba colgando. Formaban una extraña pareja y nadie que no los conociese diría que eran los dueños de aquella discoteca costera que cada fin de semana abría sus puertas. Ella se encargaba de la seguridad. Él se sentaba en una de las mesas colocadas alrededor de la pista de baile y allí, entre música, contoneos, saltos y caídas de Chuzas, Maneros, Astaires, Charises y Cansinos llevaba las cuentas y contaba los billetes, despreocupado ante la remota posibilidad de un atraco perfecto. Remota porque sabía que su mujer estaba allí para defender sus intereses y poner en fuga a cualquiera que intentase retarles. <<De profesión, dura>>, le había dicho ella cuando él le preguntó si estudiaba o trabajaba. Fue cuando se conocieron, tomando algo en la barra de la disco vecina. <<El destino les unió>>, me comentaron algunos testigos. Que recuerde, la vi en acción un par de veces, echando fuera del local a tres padrinos y del pueblo a “warriors” perdidos y a una pandilla de ángeles del infierno que llegaba a la villa luciendo sus “chupas” de cuero y buscando camorra. Siempre que la evoco, la veo sola ante el peligro y pienso: <<Los tenía bien puestos>>. Plantaba cara a cualquiera sin más arma que su manopla. Con un manotazo de los suyos era capaz de enviar a casa a diez bravos y ebrios marineros que gastaban bromas de dudoso gusto y las últimas pesetas de su paga. Ella y su marido, que a su lado parecía una chincheta trajeada y sin sombrero, quizá no fuesen felices, debido a la distancia que les separaba, pero siempre les recuerdo serenos y tranquilos, conscientes de que su local estaría abierto hasta el amanecer. ¡Qué tipa dura! Quizá la última roca auténtica que he visto en mi vida. Después, he conocido a algunos que creen ser piedras, pero, de un modo u otro, al final se erosionan. Nadie como el cura y la mujer de cincuenta pies.

El tiempo se encarga de ablandarnos a base de callos, cocido, fabada y postre, también por erosión. El tiempo puede con el diamante más pintado. Todo tipo duro esconde sensibilidad. Por ejemplo en los opuestos de “Horizontes de grandeza”: Heston y Peck. Ambos son sensibles aunque no lo dejen ver. El primero admira a su jefe, haría casi cualquier cosa por él; más si cabe por la hija de aquel, pero siempre calla sus emociones y sus sentimientos, por respeto y miedo al rechazo. Considera, quizá, su origen indigno de la mujer que ama. Mientras, el refinado Peck, más que duro, es un diez pesetas con amor propio, orgulloso de sí, consciente de que nada tiene que demostrar, porque nada de lo que exhiba demostraría quien es en realidad. Es un tío con clase, además ya sabe quien es. Si ese Peck solo fuese un duro dejaría de serlo cuando se ablandase o cuando la cabeza empezase a mirar más hacia el suelo que al horizonte, pero siendo orgulloso y consciente de ser, valorándose en su justa medida, caminará hasta el final con su brillo intacto. Y ya que estamos hablando de duros de cine, un ejemplo clásico de este tipo sería Buster Keaton, estoico silente que nunca deja traslucir emoción alguna en sus películas mudas. Lo aguanta todo, ya sea la guerra, los huracanes, el oeste, la prehistoria, la Antigua Roma, las casas modernas o las encantadas, siempre sin pestañear, siempre “tirando palante”. Keaton no habla, pero su resistencia parece expresar <<Nadie puede vencerme>>, negación-afirmación que Robert Ryan hará suya cuando suba al cuadrilátero. Otro de mis duros favoritos podría ser John Ford, cercado por la nieve durante el rodaje de “El caballo de hierro”. Lo imagino hablando por el megáfono, tranquilo, mirando desde arriba, sobre el techo de una camioneta: <<¿Frío, dices? ¡Qué frío ni que narices! ¡Trae whisky! ¡Un par de lingotazos y a filmar un largometraje!>>. O filmando el ataque aéreo japonés a Midway. Allí, al aire libre, sobre una tarima, sin que le tiemblen las piernas, retador, levanta el puño y exclama al cielo: <<¡Venid a por mí, hijos de…! ¡Aquí estoy! ¡No impediréis que ruede el maldito plano! ¡Aún no ha nacido quien asuste a este viejo irlandés!>> O Herzog, aventurándose más allá de lo “razonable” en busca del límite sin razón aparente, salvo la “adicción” a sentirse más libre y vivo. Pero lo suyo no es dureza, es sensibilidad y emoción, es la búsqueda de sus límites más como persona que como director. En esto nada tendría que ver el alemán con Bogart-Spade y Bogart-Marlowe, dos rostros de la ensoñación del duro de celuloide. Bogart y sus detectives, así como sus criminales o su Rick, son modelos que solo pueden existir en el cine de anteayer, pues en el de ayer, el de finales de los setenta en adelante, empezó a ser el reino de los Cobretti y de otros tipos que presumen de duros porque van armados hasta los dientes, entre los cuales solo les queda espacio para llevar una cerilla o un palillo plano. Hoy, no hay espacio para aquellos duros, han pasado a mejor vida, pero su imagen todavía resiste en un “saloon” del viejo oeste, en una comisaría neoyorquina, entre las sombras, envueltos por el humo de tabaco y notas de jazz o, mismamente, en el sueño de aquella discoteca de verano…



sábado, 28 de octubre de 2023

Homicidio (1991)


Las películas de David Mamet, sus incursiones en el thriller y el cine negro de finales de siglo XX no busca acción por acción, no pretende giros en el guion, aunque La trama (The Spanish Prisioner, 1997) y El último golpe (Heist, 2001) presenten sorpresas, sino hablar de los personajes, de su interioridad y del mundo que habitan, reflejo del nuestro. En ese espacio cinematográfico, el autor de American Buffalo habla de la justicia, de la ley, de la ética, de la moral. Mamet se sumerge en entornos como el policial de Homicidio (Homocide, 1991), donde descubrimos a Bobby Gold (Joe Mantegna), un detective judío que, una vez lo conozcamos, comprendemos que siente que vive en un mundo de “mierda”. No solo por la criminalidad, sino por el racismo, el engaño, los intereses en la sombra, su desarraigo, pues siempre se ha sentido intruso, la violencia, la locura que empuja un hombre a matar a su mujer e hijos, la traición, incluso por amor —la madre que traiciona al hijo para salvarle, aunque no logre su propósito—.



Bobby está ante un caso importante que puede proporcionarle el ascenso, pero la casualidad hace que sea el primer detective en presentarse en el local donde acaban de asesinar a una anciana judía, lo que implica que le asignen la investigación y deba apartarse del caso que le interesa. Bobby se niega, aunque acaba aceptando la investigación por presiones de arriba. Sin embargo, no se centra en la nueva investigación y continúa priorizando el asunto del que le han apartado, el cual considera más importante. Pero, en su contacto con la familia judía, se produce una serie de circunstancias que captan su atención y le llevan a replantearse su entorno y a sí mismo. Pone en duda cotidianidad policial cuando descubre al grupo sionista que le ofrece ser de los suyos —a cambio de que les entregue una lista que forma parte de las pruebas del homicidio—. Este contacto, le hace dudar de su pertenecía a alguna parte. Bobby se pregunta quién es. ¿Cuál es su identidad? ¿Judío? ¿Policía? ¿Por qué siempre ha tenido la sensación de no haber encontrado su lugar? ¿Dónde está su hogar? Bobby es policía. Lo afirma en diferentes ocasiones, pero su familia se reduce a su compañero Sullivan (William H. Macy), a quien le une incontables jornadas compartidas durante años ejerciendo una profesión peligrosa. Mas el nuevo caso, el que le han asignado, les distancia; les separa, pues, por un momento, Bobby cree haber encontrado su lugar en el grupo sionista, pero tampoco es así, pues solo se trata de un nuevo desengaño en un mundo sin más ética que la del poder…




viernes, 27 de octubre de 2023

El tormento y el éxtasis (1964)


Si no el más grande, Miguel Ángel sí es uno de los más grandes artistas de la Historia. Escultor, arquitecto, poeta y pintor ocasional y excepcional, su legado artístico continua brillando en Florencia, Roma y en cualquier lugar donde haya quien se adentre en la obra de este toscano que priorizó su libertad creativa e inspiró e inspira a tantos. ¿Cómo era Miguel Ángel, el hombre y el artista? ¿Tal dualidad se complementaba o vivía en conflicto? Es difícil saberlo, ya no por una cuestión de datos o de evidencias, sino porque es complicado saber cómo son los demás, una complejidad pareja a la de conocerse a uno mismo sin ocultarse ni justificarse. Es más fácil decir “conócete a ti mismo”, que lograrlo. Imagínense si se trata de conocer a alguien que vivió cinco siglos antes. Imposible. Ni los biógrafos pueden hacer un retrato perfecto del biografiado, pues, aparte de la interpretación de los datos, la subjetividad puede que inconsciente, y de las licencias “poéticas” que puedan tomarse los autores, siempre se escapa algo o mucho; de ahí que sea más acertado no obsesionarse con afirmaciones categóricas y dejar que, sobre todo en medios como el cine y la novela, la realidad no sea castradora de la historia a contar ni de la verdad que se busca plasmar. Por ejemplo, habrá quien no encuentre en Charlton Heston a Miguel Ángel Buonarroti, pero, debido a su rostro pétreo, sí vea en el actor a un modelo para una de las esculturas del artista, quizá para El Moisés. Cierto es que no descubro nada, si escribo que Heston no poseía la sensibilidad artística del escultor, aunque ¿quién podría presumirla, ya no digo poseerla? Lo que el protagonista de Ben-Hur (William Wyler, 1959) aporta a su personaje en el film de Carol Reed El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ecstasy, 1964) es la carnalidad tras la que se esconde la sensibilidad del artista, el espíritu libre, conflictivo y controvertido, constructivo y destructivo, que no se debe ni a sus mecenas ni a la crítica ni a los estudiosos de su arte. Su obra obedece a fuerzas mayores: conocimientos, emociones y sentimientos, a la belleza, al sufrimiento, a lo humano y lo divino en comunión, a las ideas neoplatonistas que adopta en su evolución, a la búsqueda de una libertad en las formas nunca vistas con anterioridad.


El dejar inconclusas algunas de sus obras o la supuesta lentitud con la que llevaba a cabo sus trabajos son nada cuando se contemplan sus frescos sixtinos o sus esculturas de mármol, de humanidad viva, cuyas líneas corpóreas son la piel marmórea que reviste las emociones. Su pintura y su escultura parecen cobrar conciencia de ser. Despiertan a su plenitud humana, más allá de los sentidos, tanto al sufrimiento como a la victoria, el ideal: el tormento y el éxtasis al que alude la novela de Irving Stone y la película que Reed realizó a partir de la misma (con guion de Philip Dunne). El acierto del director británico y de su guionista fue concentrar la historia del genio florentino —y en Miguel Ángel, “genio” adquiere sentido pleno— en los cuatro años durante los cuales pinta la Capilla Sixtina (1508-1512). Reed aprovecha ese periodo para introducir y dar prioridad a la conflictiva relación entre Miguel Ángel y el Papa Julio II (Rex Harrison), hombre de armas tomar, más político y guerrero que religioso. Su elección permite unir en la pantalla el arte (el proceso de creación del fresco sixtino), el espíritu del artista y el choque de personalidades en constante erupción y lucha como son las de Buonarroti y Julio II, dos “colosos” que se enfrentarán y se admirarán durante los cuatro años que Miguel Ángel dedica a su obra Sixtina. Reed muestra la dificultad del artista para llevar a cabo el encargo que inicialmente rechaza y que luego hace suyo. En una situación similar estaría el director; una cineasta nada pedante, sin ínfulas de genialidad, pero con genialidad suficiente para lograr que algunas de sus películas fuesen piezas geniales. Aquí realiza un film de brillo intermitente y con varías lecturas. La primera es la evidente. Una segunda asoma en la relación entre el arte y el poder que lo controla; es decir, entre el artista y quien pone el dinero. El mecenas resulta determinante: puede dar o impedir la libertad creativa del artista, siempre necesitado de protección económica, de alguien que le pague por su trabajo, a menudo plegándose a exigencias y demandas que nada tienen que ver con el Arte.


Hollywood, donde la creatividad, el arte y el artista deben someterse al dinero, no es como el Julio II a quien da vida Rex Harrison, belicoso, pero justo admirador del escultor, a quien da vía libre para que pinte el techo de la capilla. Aunque se impaciente ante la tardanza del pintor —<<¡¿Cuándo terminarás?!>>, exclama en varias ocasiones; y tantas más recibe la misma respuesta: <<cuando termine>>—, pero nunca duda de que la obra será magistral, pues valora en su justa medida el arte del florentino. En Hollywood, muy pocos cineastas tendrían la libertad que el pontífice ofrece a Miguel Ángel para desarrollar su creatividad y plasmarla en su famoso fresco. La relación entre los cineastas y la industria cinematográfica se decanta por esta última. Y Reed no fue una excepción en Hollywood. Allí no encontró una relación profesional amistosa como la que había mantenido en Inglaterra con el productor Alexander Korda, con quien pudo hacer y deshacer con mayor libertad. En California se trabajaba distinto. Allí, el director no era más que un empleado al servicio de las empresas y de las estrellas. No obstante, el director de El ídolo caído (The Fallen Idol, 1949) intenta hacer suyo el proyecto sobre el toscano y hacer una biografía que se aparte de la común sucesión de hechos que se amontonan sin que ninguno llegue a desarrollarse. No es el caso de El tormento y el éxtasis. Podría decirse que Reed y Dunne prescinden de los datos biográficos y se centran en ese instante de agonía y creación, con telón de fondo el instante histórico en el que Julio II lucha contra la influencia francesa en la península itálica. Así, el británico dota a su película de plasticidad —el momento mas evidente, cuando Miguel Ángel huye de las tropas del Papa y haya la inspiración en el horizonte, contemplando el cielo, las nubes y el sol en una comunión de belleza serena, divina— y busca equilibrar el proceso artístico y el duelo interpretativo; en el que Heston, más limitado como actor, no desmerece ante Harrison, ni este ante aquel.



jueves, 26 de octubre de 2023

Moby Dick (1956)


¿Cómo adaptar una novela de varias capas, de complejidad a priori inadaptable? Quizá un modelo a seguir sería lo hecho por John Huston y Ray Bradbury en Moby Dick (1956). No saber qué hacer y esperar a saberlo, ocupando el tiempo en burlas y en distanciarse. Dicho así, suena estúpido o a idiotez. Suena como si quien esto escribe no supiera qué decir, puede, o como si la cosa fuera sencilla, pero no hay nada sencillo en las relaciones humanas; tampoco en las profesionales. Al menos, no en la que mantuvieron escritor y guionista, en la que el segundo era víctima de las bromas del primero, que tachaba de debilidad algunos miedos del autor de Fahrenheit 451. Desorientado por el comportamiento de Huston, que iba de tipo duro y posiblemente lo fuese tanto como juerguista, pendenciero y brillante en lo suyo, Bradbury se preguntaría más de una vez ¿qué tomar de la novela de Herman Melville y ponerlo al servicio del director al que tanto admiraba? El cineasta quería contar en imágenes la historia de Melville prácticamente desde el mismo momento que empezó a dirigir. La había leído por primera vez a los dieciséis años, edad quizá prematura para enfrentarse a la magnitud de Moby Dick. No me refiero al tamaño del cachalote ni a una adaptación juvenil de la obra, sino a la novela completa tal como fue concebida por el escritor de Bartleby, el escribiente. La historia del gigante blanco y el capitán Ahab, contada por Ismael/Melville, la conocen en ambos hemisferios, pero también existe su parte menos aventurera, aquella que reflexiona sobre el propio ser humano, ser poliédrico, racional, irracional, mortal, en lucha consigo mismo y con las fuerzas que le rodean, las mismas a las que se somete obligado y a las que no quiere someterse. En sus páginas, Melville también habla de la compresión, de conocimiento como vía, de tolerancia, de igualdad, de superar la ignorancia para lograr comprender que, tras lo diferente y lo desconocido, se oculta lo similar, tal como Ismael descubre en su trato con Queequeg, tras cuya apariencia bárbara descubre a un individuo sensible, racional e irracional como cualquiera, que se convertirá en su amigo inseparable.


La de veces que se habrá escuchado al calor de los lares, leído en páginas y visto en pantallas, la lucha entre lo mortal y lo divino, entre la razón y el corazón, y las fuerzas que los superan; historias de una obsesión que rige el destino o que conduce hacia el único inevitable. La de Melville se publicó en 1851 y fue llevada por primera vez a la pantalla en el cine silente, La fiera del mar (The Sea Best, Millard Webb, 1926), con John Barrymore dando vida a Ahab, personaje que volvería a interpretar cuatro años después en La fiera del mar (Moby Dick, Lloyd Bacon, 1930). Pero qué duda cabe, la más popular es la adaptación dirigida por Huston, que llevaba años pensando en hacer su película sobre el maniaco Ahab y la ballena asesina. Ya de adulto, volvería a leer el libro y empezaría a soñar con trasladarlo a la gran pantalla. Lo hablaría con su padre, el gran actor Walter Huston, a quien su hijo dio el papel de su vida en El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), pero que aquel fuese Ahab se volvió imposible cuando el proyecto pudo llevarse a cabo en 1954 —cuatro años después de la muerte de Walter—. ¿Quién podría serlo? ¿Orson Welles, que acabaría participando en el film, en un papel secundario? Tanto Walter Huston como Orson Welles —que intentaría su propia adaptación de la obra, aunque sin la suerte de cara, pues fue otro de sus proyectos inconclusos— hubiesen sido dos Ahab para la posteridad. Mas quien pasó a la historia del cine, encarnando al obsesivo capitán, fue Gregory Peck, a priori un actor al que no le iba el papel, pero a quien Huston aceptó sin dudar porque, con la presencia de la estrella impuesta por Warner Bros, el proyecto avanzaba y, una vez en marcha, no iba a detenerse por una minucia ni por muchas trabas y obstáculos que le saliesen al paso. Podría decirse que Huston se convirtió en una especie de Ahab, pero ya sería mucho decir aunque existiese obsesión por hacer de la ballena blanca literaria una cinematográfica. Lo que estaba claro es que el responsable de Fat City (1972) no era hombre que se diese por vencido y quizá la imagen que tenía de sí mismo (la de alguien que vence al miedo y se enfrenta a cualquiera que se le ponga delante) le llevó a ver la contraria en Bradbury. El escritor admiraba al director y quiso trabajar con él. Escribió a Huston y este le propuso que viajase a Irlanda para colaborar en la adaptación de la novela. Fue entonces cuando el autor de Crónicas marcianas leyó Moby Dick por primera vez; durante el proceso de adaptación la leería otras siente veces.


Queda claro que Bradbury y Huston conocían la obra, quizá se obsesionasen con ella, como Ahab se obsesiona con la ballena de la que quiere vengarse, pero se trataba de obsesiones distintas; igual de diferentes eran sus personalidades. Eran como el día y la noche, pero, de algún modo —y a pesar del carácter del director, o precisamente debido a su carácter—, escritor y director llevaron su proyecto a buen puerto, aunque no su relación. La historia final prescinde de las reflexiones de Ismael, del didactismo de ciertos pasajes y de las descripciones relacionadas con el oficio de ballenero y con las ballenas, y de otras cuestiones que van asomando por una obra que se abre a varios frentes e interpretaciones. Uno de ellos fue el que más interesaba a Huston: el mortal enfrentado con la deidad asesina. Así, el guion fue quedándose con lo que le interesaba al realizador, aquello que podría ser cinematográfico (o expresarse cinematográficamente), descartado el resto y añadiendo lo que creyesen conveniente, como el final ideado por Bradbury; un final que Huston no dudó en decir que era el que quería, aunque otras partes no eran de su gusto y, por ello, contrató a otros dos guionistas (Roald Dalh y John Godley), que tampoco le convencieron. El cineasta era consciente de que un film no es un libro y que el tiempo del cine, aquel que el público dedica a visionar la película, difiere al de lectura. Comprendía que un espectador no es un lector, aunque aquel, alejado de la pantalla, pueda serlo. También sabía que <<trasladar una obra de esta magnitud a un guion era una empresa abrumadora>>, (1) quizá imposible. Pero alguien como él, no se amilanaba ante el reto. En su osadía y consciente de su ego artístico, Huston produjo, adaptó, dirigió, eligió la textura del color de la fotografía, y creó una aventura oscura o, como él mismo señala, <<una blasfemia>>; en todo caso, narró la historia espectral de una obsesión, de pesadilla, condena de la lucha a muerte de imposible victoria, la del individuo, Ahab, contra su destino mortal y la sumisión ante fuerzas que, como la deidad que el cachalote blanco representa para él, superan la razón. No fue un rodaje sencillo, al contrario. Huston apunta que <<fue la película más difícil que he hecho en mi vida>>. La filmación se prolongó desde julio de 1954 a marzo de 1955, filmando en estudio (Inglaterra) y en exteriores galeses, irlandeses, portugueses (en la isla de Madeira) y canarios, superando <<terribles vientos y aquellas espantosas olas>>… Huston se pregunta <<si es posible hacerle justicia a Moby Dick en el cine>>, pero no creo que sea posible responder a esa pregunta salvo desde la opinión. Lo cierto es que el director de El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941) sí hizo justicia a su cine, en el que se repite la persecución de una obsesión por parte de personajes que perecen junto al sueño perseguido…


(1) Entrecomillado extraído de John Huston: A libro abierto.

miércoles, 25 de octubre de 2023

El año de las lluvias torrenciales (1989)

El poeta Aleksandr Pushkin, considerado el padre de la literatura moderna rusa, murió a los 37 años en un duelo por herida de arma de fuego. Romántico y evitable final para el gran literato que abría con su obra el camino para los Dostoievski, Gogol, Lermontov, Turgenev, Tolstoi… En El año de las lluvias torrenciales (Torrents of Spring, 1989), basada en un relato del penúltimo de los nombrados, hay un duelo de honor a pistola similar al de Pushkin, pero el protagonista, Dimitri Sanin (Timothy Hutton), no es poeta ni muere en el enfrentamiento, pues los disparos de su oponente no le alcanzan y ambos se dan por satisfechos. Como Turgenev, el duelista es ruso y reside en Alemania, y como Pushkin, supuestamente, se bate por el honor de la mujer a la que ama: Gemma Rosselli (Valeria Golino), prometida con un hombre anodino, pero de posición económica que la madre (Francesca De Sapio) de la joven mira con ojos ambiciosos; igual que no verá mal la propuesta matrimonial de Sanin, cuyo origen aristócrata y sus tierras en Rusia son aval suficiente para que la madre cambie de parecer y dé la aprobación para el matrimonio de su hija con el protagonista, también narrador de esta evocación cinematográfica de la felicidad y del ímpetu existencial que rememora.

Las imágenes no son hechos, sino la memoria que, desde su madurez cercana a la ancianidad, el personaje de Hutton evoca en la distancia que le separa y le acerca el tiempo de felicidad y pasión ya perdido. Aquel año que el título de Turgenev simboliza en “las lluvias de primavera”, un fenómeno torrencial e imprevisible como el pasional encuentro de Sanin y las dos hermosas mujeres de las que se enamoró por aquellos días de su ya lejana juventud. El resultado de este doble romance cinematográfico es una de las producciones más lujosas de Jerzy Skolimowski, que contó con una espléndida fotografía de Dante Spinotti y Witold Sobocibski, con el diseño de Francesco Bronzi y la partitura de Stanley Mayers, y un film pasional, pero que no logra transmitir en plenitud las emociones ni la desbordante pasión que se supone a los enamorados, sobre todo a Maria (Nastassja Kinski), caprichosa, casada y rica heredera, y al narrador, que inicia su idilio con esta, cuando ya se ha prometido con Gemma. Quizá la película se desapasione porque Skolimowski no busque la explosión emocional que se supone a los enamorados, sino debido a que su protagonista no vive en la historia, la evoca a las puertas de la muerte, pues, al inicio del film, Sanin navega hacia el olvido; es decir, los hechos quedan atrás, ya solo le resta evocar aquel momento vivido. Los recuerda y reconstruye en la memoria de un instante de melancolía y tristeza en la que solo, imposibilitado, sin opción de recuperar la felicidad y juventud perdidas, emprende su último viaje.

martes, 24 de octubre de 2023

Mares de China (1935)

Al contrario que la Warner de los primeros años del sonoro, que solía sacar el material para sus historias de las páginas de sucesos, o que la Universal, que se decantó por el ahorro, el terror y los monstruos, la MGM apostaba por las estrellas. El estudio, por entonces bicéfalo —Louis Mayer e Irving Thalberg al frente; y no en pocas ocasiones enfrentados—, presumía de ello y lo convirtió en su sello. Salvo excepciones, algunas tan magistrales y malditas como La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1931), sus películas vendían la presencia de hombres y de mujeres que la empresa había convertido en reclamo para el público. Más que actores y actrices, que también había, eran estrellas de la pantalla. El público acudía a verlas, a menudo sin importar la trama ni el género del film en cuestión. Lo que atraía a las salas eran esos nombres que brillaban con luces de neón en las marquesinas de los cines: Greta Garbo, Wallace Beery, John Gilbert, Norma Shearer, Joan Crawford, William Powell, Jean Harlow, Clark Gable o Robert Taylor. Un ejemplo, quizá el mayor desfile de estrellas de la Metro-Goldwyn-Mayer de la época, es Grand Hotel (Edmond Goulding, 1933), la cual tiene su máximo interés en los populares rostros que se dejan ver en pantalla. Las historias de este tipo de producciones Metro es lo de menos, aunque se basen en novelas y entre sus guionistas se encuentren escritores como Jules Furthman, colaborador asiduo del mejor Josef von Sternberg y de Howard Hawks, para quien, a finales de la década de 1930, escribiría la espléndida Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939), película con la que Mares de China (China Seas, 1935), cuyo guion también es de Furthman (y de James Kevin McGuinness), guarda no poca relación en el triángulo amoroso, en el espacio lejano y acotado, en la aparente dureza del héroe, postura que refleja su profesionalidad, y en la redención del “acusado” de cobardía, que se sacrifica demostrando su valentía más allá del deber o de lo que se pueda esperar por un salario. Pero la historia propuesta en Mares de China no funciona como tal, sino como excusa para introducir la prioridad del estudio: las estrellas y el glamour que se les supone; tanto en mares “exóticos” como en la selva africana de Tarzán, todo resulta inmaculado, programado, artificial. Había fantasía, había comedias elegantes, dramones, aventuras, héroes y villanos, promesa de diversión y momentos de exuberancia; había que alejar el mundo real de las pantallas donde rugía el “león”.

En la Metro, la elegancia decorativa está servida (la mayoría de las veces) por el decorador Cedric Gibbons y su equipo. El también forma parte de esa intención, marca de fábrica, de vender imagen. El barco de Mares de China no lo parece. Su salón y los camarotes podrían ser el salón y las habitaciones de un hotel de Nueva York, Londres o París. Eso no importa, lo que determina y marca las diferencias son las estrellas que los transiten. En Mares de China, Clark Gable, Jean Harlow y Wallace Beery, secundados por un reparto de lujo: Lewis Stone, Rosalind Russell, C. Audrey Smith, Robert Bentchey, Akim Tamiroff…, que no se aprovecha en una historia que no deja de ser una sucesión de clichés que no ocultan serlo. Se trata de un film supuestamente de aventuras en mares lejanos (para el público estadounidense), aunque se ruede en uno de los grandes platós del estudio, donde se crea romance, rivalidad y notas de humor a cargo del borrachín interpretado por Robert Bentchely. En definitiva, la MGM apostaba por alejarse de la realidad y alcanzar la ensoñación de lugares imposibles, en un lujoso ático en Manhattan, en los mares de China o a la vuelta de la esquina; en todo caso, era espacios de celuloide que permitían a su público aventurarse por la selva de Tarzán, por los pasillos de hoteles de lujo o sobre la cubierta de un barco amenazado por tifones y piratas. Pero la posibilidad de aventura se desvanece y Tay Garnett, en la dirección del film, se decanta por el doble triángulo amoroso: Gable-Harlow-Beery y Harlow-Gable-Russell.

La presencia en el navío de las dos mujeres apuntan el choque entre el pasado y el presente del capitán Gaskell (Gable); La una, Sybill (Russell), morena, de porte elegante y aire aristocrático, exhibe natural una clase que no se observa en la otra; China Doll (Harlow), platino de bote, más que rubia, e incapaz de ocultar su origen más que plebeyo, procedente del arrollo; convencida de que cuanto más grite, más razón tendrá. En su origen social se iguala al personaje de Beery, el embustero enamorado que pretende hacerse con las 250.000 libras que transporta el barco desde Hong Kong a Singapur. Russell y Harlow son imágenes opuestas, algo así como el sueño y la realidad, no obstante, ninguna es lo uno ni lo otro, ya que la película no aprovecha la presencia de las dos actrices; ni logra transmitir emoción al asunto. Toda la película es una sucesión de tópicos que se salva por el reparto, sobre todo por Clark Gable, más que por Wallace Beery, su rival en el amor de Jean Harlow…



lunes, 23 de octubre de 2023

Indiana Jones y el dial del destino (2023)


A estas alturas, por lo general, el cine me aburre más que aquel monótono día que paseé el ascensor de lado a lado y de arriba abajo. Pero, sobre todo, el que más me aburre es el de centro comercial; tan bien empaquetado y presentado, con su lacito de gran estreno y su tambor de palomitas. La promesa de pantalla grande que me rodea, de sonido envolvente que me ensordece, de asientos que ya son camas, ¿a qué me invita todo eso? Duermo, mas no sueño ante la pantalla. El estruendo, las películas uniformes, tanto como el sonido de mil bocas masticando maíces. Al cine no se va a pensar ni a soñar, me dirán millones de mentes, se va a entretenerse y a empacharse. Ya. Pero ¿y si me entretengo pensando en ayunas o después de saborear un buen plato de comida casera, no pasmando frente a la misma no historia que se repite, una y otra vez, con rostros y espacios quizá distintos? Ya no es peligroso que el cine recorra el mismo abismo, es costumbre; y nos hemos acostumbrado a consumirlo sin tiempo para digerirlo ni exigirle más madera. ¿Cuál es su sabor? ¿Cual su sustancia? Acaso ¿toda película de estreno sabe a pollo? Continúo viendo películas por masoquismo, adicción, apatía, inercia, quizá porque aún me quede un atisbo de esperanza para soñar imágenes en movimiento, qué se yo; ni idea, pero alguno de esos motivos será para que siga buscando o esperando algo en un medio de expresión que ha perdido su toque o yo no se lo encuentro; que también es posible. Lo único que sé es que lo divertido, lo emotivo, lo accidental y lo reflexivo, la aventura y un poco de locura, no se encuentra en una pantalla, sino fuera de ella. En la vida. Son los momentos que salen de la rutina, aunque se produzcan en la cotidianidad, los que deparan algo distinto a lo usual y dan sustancia al día a día. La vida puede sorprender, doler y enamorar en plan montaña rusa, el cine ya carece de sorpresa, está programado y mayormente ni siquiera pretende más que el efecto y el beneficio económico. Eso encuentro en Indiana Jones y el dial del destino (Indiana Jones and The Dial of Destiny, James Mangold, 2023), la última entrega de la saga Indiana Jones y la primera sin Steven Spielberg en la dirección, en la que Harrison Ford rejuvenece décadas para regresar a su mejores enemigos: los nazis, aunque sin la sal, alegría y simpatía, que puso sabor a En busca del arca perdida (Rider of The Lost Ark, Steven Spielberg, 1981) e Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and The Last Cruiser, Steven Spielberg, 1989)…



El último Indiana carece de la vivacidad y el vitalismo de aquel arqueólogo aventurero que marcó la infancia de una generación. No por entrar en la edad de la jubilación, sino porque sus autores apelan a la nostalgia superficial —al público que hoy vive sus cuatro y sus cinco décadas y que quiere convencer a sus hijos para que asuman su gusto por esta u otras sagas de su infancia y adolescencia— y la dotan de un ritmo actual que no cree en la aventura, solo en la repetición de tópicos y momentos que rellenan los minutos con persecuciones sin emoción, con conformismo y otros alimentos de consumo instantáneo que engordan la estupidez que domina el espectáculo cinematográfico actual… Pero la historia del dial del destino se traslada en el tiempo, de la Segunda Guerra Mundial a 1969, cuando la NASA llega a la Luna e Indy, en su presente, ya es una reliquia del pasado; también del nuestro. No hay lugar para él en el presente; lo jubilan en un mundo que mira hacia el futuro o hacia ninguna parte; mientras que el profesor Jones sigue admirando el pasado, intentando recuperarlo para el presente. En este episodio, película, capítulo o quinta entrega, el objeto que excusa la acción es el dial de Arquímedes, la “anticitera”, una maquina del tiempo, mejor dicho, un aparato que puede predecir grietas temporales que conectan presente y pasado. Pero nadie, ni Jones ni Harrison Ford, ni el cine ni un reloj de cuco pueden volver atrás en el tiempo o hacer que este retroceda; solo crear la ilusión, sin embargo, la película no lo logra. Nace, se desarrolla y concluye en la desilusión de no tener nada nuevo que contar. No hay brillo en el crepúsculo de Jones. Ya hubo otros crepúsculos, otros finales, pero la aventura como la conocimos, ya no es la que conocemos. La nostalgia, aquella que de auténtica duele, ilusiona, emociona, no busca devolver lo añorado, solo lo sueña consciente de que lo idealizado es un paraíso perdido que solo puede añorarse o revivir en la imaginación. Y de esto carece la quinta aventura cinematográfica del señor Jones…




domingo, 22 de octubre de 2023

Capitán de Castilla (1947)

De Andalucía a México, en un viaje por la historia y la épica, por la mezcla de la realidad histórica y la aventura cinematográfica, Henry King maneja la aventura y la épica con sobrada capacidad y experiencia, la que le concede ser uno de los pioneros del cine estadounidense y del género, en el que se inició allá por el periodo mudo. King abre su epopeya Capitán de Castilla (Captain from Castile, 1947) impresionando un mapa de la península ibérica con los nombres de Portugal y España, dos imperios nacidos de una misma raíz y con un destino similar al otro lado del océano Atlántico. El plano peninsular también muestra las ciudades de Santiago, ciudad apostólica, supuesta tumba del apóstol peregrino de los gallegos y del soldado de los castellanos, pueblo de mayor belicosidad, quizá el más belicoso y conquistador peninsular, fruto de su juventud y de la ambición de sus monarcas y gobernantes —es un reino que nace, crece y se impone al resto a medida que avanza la reconquista cristiana—; Lisboa, capital de Portugal y ciudad adonde años después de la ubicación temporal del film (1518), Felipe II, hijo de Carlos I, pensó trasladar la capital de su Imperio; Cadiz-San Lúcar, puerto de donde parten las naves hacia el continente recién descubierto (para los europeos); Toledo, capital del reino de Castilla y Primada de la Iglesia de Roma; y Jaén, donde King inicia la acción de una aventura que mezcla personajes reales, tal Hernán Cortés (Cesar Romero), y ficticios, como el héroe don Pedro de Vargas (Tyrone Power), protagonista de esta película cuya segunda mitad divide su interés entre Vargas, sus conflictos personales, y Cortés y su conquista de México.

La odisea de Don Pedro comienza cuando salva al nativo americano que huye de Diego De Silva (John Sutton), el antagonista, representante de la Inquisición y, como tal, King le confiere el rol de villano. El director también aprovecha el periplo andaluz de Capitán de Castilla para presentar al resto de personajes de relevancia e su historia (salvo, Cortés): Juan García (Lee J. Cobb), veterano que alimenta la imaginación y aviva el deseo de aventura del joven héroe, a quien ayuda a escapar de las garras de De Silva, a doña Luisa de Carvajal (Barbara Lawrence), el amor aristocrático y peninsular de Pedro, y Catana Pérez (Jean Peters), la heroína, de origen plebeyo, moza de la posada, que sueña el amor que le lleva a sacrificarse —promete enterarse a un hombre a cambio de que este ponga a salvo a Vargas— y a cruzar el Atlántico. Solamente en ese nuevo mundo, a Catana le sería dado el alcanzar su sueño, uno distinto al perseguido por Cortes, el conquistador, o por don Pedro, el hombre que huye de la península para salvar su vida, pero también para alcanzar su destino en la segunda parte, ya transcurridos cincuenta minutos de Capitán de Castilla, que se abre con otro mapa, en esta ocasión, del Golfo de México, con Cuba/La Habana y la costa mexicana como puntos que llaman la atención, pues de una sale y a la otra llega la expedición de Hernán Cortés, que quemará sus naves en la tercera parte, cuando alcanza tierras aztecas, para hacer historia y cinematográficamente ofrecer colorido, acción, amistad, romance, mezcla de western y aventuras, intriga; todo y más, para crear épica, espectáculo y entretenimiento…



viernes, 20 de octubre de 2023

El muelle (La jetée, 1962)

La memoria es un espacio para construir más que para buscar la realidad. Ahí, en esa parte de la mente, se da nueva forma a lo que fue. La memoria trae el ayer al presente, pero es una imagen que recuerda un ayer inexistente. Lo que recordamos se hace en el ahora y se ve condicionado por él. Y en el hoy, durante el cual se evoca, lo que que fue se sustituye por la nueva realidad del momento perdido. El hecho evocado escapa al hecho en sí. Aquello que sucedió se pierde para siempre, pero sobrevive su fantasma: el recuerdo, el espejismo del momento que alguien rememora: dibuja en su mente la vivencia pasada viviéndola en el presente. Lo único que queda es reconstruirla, nos reconstruimos a diario, por eso estamos siempre en constante cambio y búsqueda, a menudo sin saber que tal reconstrucción se está produciendo en el inconsciente, en su mezcla con el consciente para, juntos, llevarla a cabo. La memoria bebe de la realidad, de sus imágenes, de su reinvención, de reflejos que pasan por hechos. En eso, es como el cine o la literatura de ficción. Recrea, quizá sueñe y la vida haga honor a un título de Calderón, y accede a una realidad verosímil, emotiva, de autenticidad propia… La memoria en el cine encuentra en Alain Resnais y Chris Marker a dos de sus grandes viajeros, el primero en documentales y films de ficción; el segundo en una obra inclasificable en la que únicamente hay una película de ficción, la cual no presenta una sola imagen en movimiento, pues son fotografías que el autor montó a modo de “fotonovela”. El muelle (La jetée, 1962) está construida a partir de fotografías tomadas por Marker en veintiséis países, lo cual desvela no solo la historia que cuenta sobre un viajero temporal ficticio, sino que también expresa que el propio cineasta era un trotamundos. Toda su obra es un viaje por el mundo y por las influencias que recibe de otros artistas, y una búsqueda artística en constante evolución y disposición al reto. El protagonista de La Jetée viaja por la memoria, por sus distancias, por su espacio-tiempo, pues eso es en parte la memoria: un lugar sin cuerpo donde las distancias se acercan y se alejan, un lugar donde quizá el personaje busque paraísos perdidos o aún por encontrar.

En la mente, pasado y futuro pueden plegarse y ser un mismo sueño sin tiempo real. De ser cierto lo dicho, el futuro, nunca real para el presente y siempre en fuga, también se construye constantemente. Y desde uno de esos posibles imposibles, la voz de Jean Negroni, la única que suena en el film, inicia su recorrido por las imágenes que acompaña de principio a fin. Nos las explica, nos guía por su historia, pero ¿qué diría otra voz que las explicase desde su perspectiva, desde su propia reconstrucción de los momentos fotografiados? ¿Lo mismo? Las palabras dicen que <<esta es la historia de un hombre marcado por la imagen de su niñez…>> y nos sitúa en un mundo pos apocalíptico, tras la Tercera Guerra Mundial, que condena a la humanidad a una superficie terrestre radiactiva, viviendo bajo la capa externa, atrapados en las entrañas de un planeta moribundo, sin esperanza, destruida por sí misma. Cabe recordar que, cuando Marker realiza La jetée, la posibilidad de una guerra nuclear a escala planetaria era una amenaza casi cotidiana. Los más alarmistas la veían a la vuelta de la esquina, futuro inmediato que, por fortuna, no llegó. Esta reflexiva y original fotonovela inspiraría más de tres décadas después a Terry Gilliam, que la llevaría a su terreno, a su imaginario, en Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), en la que crearía una obra personal entre la locura y la cordura, al borde de la anarquía y el caos que implica enfrentar lo que se da por real a sus distintas imágenes e interpretaciones. En ambas producciones, quizá los únicos conocimientos absolutos a los que se tiene acceso sean la imposibilidad de escapar del tiempo y de la muerte, dos realidades que descubren y viven (igual que sienten amor hacia dos mujeres del ayer, imágenes de su niñez que se hacen reales en su presente de viajeros temporales) tanto el protagonista de La jetée como el de Doce monos.