domingo, 29 de octubre de 2023

Algunos tipos duros

Hace tres décadas vi una película que llevaba por título, en su estreno en España, “Dos duros sobre ruedas”. Por entonces, como aún teníamos pesetas, pensé que se trataba de un par de monedas de “duro” que algún director bromista había puesto sobre patines en línea, por aquello de alargar la cosa. <<Será una película sobre lo rápido que se va el dinero>>, pensaba mientras se sucedían los setenta anuncios previos al rugido del león y al estruendo de las motos, a las explosiones, las balas, las poses y el par de frases simples que completan mi recuerdo de aquel largometraje cuyo título me confundió; pues los duros que vi en la pantalla no eran de aleación bronce-aluminio, eran de gelatina. Reconocí mi error y mi culpa, pero saberlo no evitó que abandonase la sala con un cabreo de aquí a la eternidad y exigiese que me devolvieran el dinero de la entrada. <<¡Me habéis dado Silvestre por Bugs Bunny! ¿Y qué pasa con el coyote y el pato Lucas? ¡Devolvedme la pasta o volveré!>>, estallé, pregunté, exigí y amenacé en este orden al término del espectáculo Johnson & Rourke. Pero eso no fue todo. Tiempo después me disculpé públicamente por haber quebrado el radio izquierdo y el cúbito derecho de uno de los de la puerta y por decir <<a rañala raparigo>> al otro que guardaba la salida. El pobre no daba crédito, ni llevaba suelto.

Más adelante, cuando prestó declaración ante el tribunal, las piernas le temblaban imitando a sus palabras y sus ojos, incapaces de fijarse en un punto concreto, giraban y brillaban más que una bola discotequera y febril en sábado noche. Allí mismo, tras haber jurado en vano, estalló en sollozos. A duras penas pude entenderle cuando dijo que siempre le tocaba lidiar con energúmenos de mi talla. <<¡Alto ahí!>>, protesté ofendido, segundos antes de pedir permiso para explicar mi comportamiento a lo Steven Seagal y mis palabras de Terminator en doblaje a la “televisión gallega”. Expresé mi verdad, no por justificarme, sino porque quería mentir y acabar con aquella charada. Entonces, me dirigí al juez, cuyo parecido a Roy Bean era más cercano al de Walter Brennan que al de Paul Newman, y le dije: <<Señoría, no soy ningún Perry Mason ni Atticus Finch, pero juraría que lo que usted sostiene entre sus manos es la soga de la horca. Espero equivocarme y que el nudo corredizo sea una práctica marinera y no el de mi última corbata>>. Me encontraba todavía bajo los efectos del miedo escénico, terror quizá infantil, quizá nerviosismo similar al sentido por Margot Channing el día de su debut. <<No tengo muchas luces>>, logré continuar con mi defensa, <<así que acudí a oscuras a la proyección y, como no las esperaba, tanta explosión, metralla y fiesta me deslumbraron. Cuando me recuperé del primer impacto, supe que se trataba de tener o no tener paciencia; pero yo no la tuve. La había perdido el año pasado en Baños de María>>.


Tras estas palabras, siguieron otras y muchas más, hasta que el caso fue visto para sentencia. Doce hombres sin piedad me declararon culpable y el juez dictó sentencia: <<El acusado ha sido hallado culpable. Este tribunal lo condena a ver en sesión continua Grease, Dirty Dancing, Ghost y Pretty Woman>>. <<¡El castigo es desproporcionado! ¡Más aún, es inhumano!>> Mas ninguna de mis protestas, ni las de mi abogado, hicieron mella en aquel Bean que, donde antes tenía el lazo, ahora apretaba el mazo. Horas después, cumplida la pena, pálido y asustado, al borde del llanto y de la locura, salí de la sala de proyección. Pero antes de abandonar el local, me agaché y tomé del suelo algunas de las palomitas que nadie se había molestado en recoger, las apreté entre mis manos, alcé el puño y puse a dios por testigo de que jamás volvería a creer en fantasmas, ni a ver la tele, ni a bailar lambada ni a ir de compras ni a ir por la vida de Seagal, ni de Arnold, ni de Van Damme. Después, mandé a todos a hacer “puñetas” y así me convertí en un lobo solitario. Hasta hoy, he cumplido aquellas promesas que hice la noche en la que conocí al cazador, una noche en la que los duros todavía eran la suma de cinco pesetas. Pero es bien sabido que la peseta desapareció con la entrada del euro y que aquellos tipos montados en sus burras eran caricaturas, reflejo de un cine cuya única ambición era ganar un puñado de dólares más. Si aún fueran buenos, feos y malos. En fin, eran otros tiempos, otros días de vino y rosas, de radio, de videoclub y, en ocasiones, también más días sin huella…

De mi infancia, recuerdo a otros tipos duros, algunos son de celuloide y, al menos, dos son personajes de la realidad de la que fui testigo. El primero, era el cura del pueblo donde mi padre vio su primer día, también el segundo y los demás que siguieron hasta que se fue de allí. El clérigo era un profesional. Entregado a su oficio, estuvo echando broncas, dando misa y repartiendo hostias como panes hasta los noventa y tantos. Era su trabajo, su credo, su vida. Todavía lo recuerdo rodeado de sus cuatro monaguillos y admirado por sus fans. El religioso oraba y laboraba a diario. Lo hacía con entrega medieval, tanta entrega que ni el mismísimo John Wayne, en una misión de audaces o conduciendo un tanque, podría echarle de su iglesia, que había transformado en su Álamo particular. A veces, atraídos por su fama, llegaban forasteros dispuestos a retarle. Lo hacían con risas apagadas, pero insistentes, con conversaciones durante la lectura o vistiendo faldas y pantalones cortos, escotes y camisetas de tiras. Pero el buen pastor no dudaba ante aquellas imágenes veraniegas, controlaba la situación sin pestañear y, con su voz atronadora y entrenada en diez mil sermones, igual hacía callar al tipo de la sexto banco, a la izquierda del pasillo central, que obligaba a la chica del fondo, a mano derecha, a echarse por encima una rebeca. Las pieles descocadas que entraban en el recinto caían derrotadas cada domingo. Su trabajo le costaba, pero llevaba más de medio siglo entrenando. Dos de sus muchas prácticas eran el coscorrón y la negación. Firmaba con su anillo y con sus nudillos en las cocorotas de sus monaguillos. También negaba la comunión a quien no se arrodillase ante su altar. Era toda una experiencia observar en la distancia cómo manejaba sus dos manos para orar y dar reveses a los monaguillos más cercanos que, inocentes y tambaleantes, le sostenían la bandeja. <<Enchufados. Qué suerte, acariciados por la mano de un representante divino>> pensaba yo, confundido como Brian.

Aparte del señor cura, había una señora capaz de provocar flojera en el más duro del pueblo. No recuerdo su nombre, pero sí parte de su imagen: pelo corto ondulado y plateado, gafas redondas y del suelo a la cabeza, se elevaba cincuenta pies. Era una titán, más que una Afrodita, y estaba casada con un hombre bajito que abrazaba uno de sus tobillos y quedaba colgando. Formaban una extraña pareja y nadie que no los conociese diría que eran los dueños de aquella discoteca costera que cada fin de semana abría sus puertas. Ella se encargaba de la seguridad. Él se sentaba en una de las mesas colocadas alrededor de la pista de baile y allí, entre música, contoneos, saltos y caídas de Chuzas, Maneros, Astaires, Charises y Cansinos llevaba las cuentas y contaba los billetes, despreocupado ante la remota posibilidad de un atraco perfecto. Remota porque sabía que su mujer estaba allí para defender sus intereses y poner en fuga a cualquiera que intentase retarles. <<De profesión, dura>>, le había dicho ella cuando él le preguntó si estudiaba o trabajaba. Fue cuando se conocieron, tomando algo en la barra de la disco vecina. <<El destino les unió>>, me comentaron algunos testigos. Que recuerde, la vi en acción un par de veces, echando fuera del local a tres padrinos y del pueblo a “warriors” perdidos y a una pandilla de ángeles del infierno que llegaba a la villa luciendo sus “chupas” de cuero y buscando camorra. Siempre que la evoco, la veo sola ante el peligro y pienso: <<Los tenía bien puestos>>. Plantaba cara a cualquiera sin más arma que su manopla. Con un manotazo de los suyos era capaz de enviar a casa a diez bravos y ebrios marineros que gastaban bromas de dudoso gusto y las últimas pesetas de su paga. Ella y su marido, que a su lado parecía una chincheta trajeada y sin sombrero, quizá no fuesen felices, debido a la distancia que les separaba, pero siempre les recuerdo serenos y tranquilos, conscientes de que su local estaría abierto hasta el amanecer. ¡Qué tipa dura! Quizá la última roca auténtica que he visto en mi vida. Después, he conocido a algunos que creen ser piedras, pero, de un modo u otro, al final se erosionan. Nadie como el cura y la mujer de cincuenta pies.

El tiempo se encarga de ablandarnos a base de callos, cocido, fabada y postre, también por erosión. El tiempo puede con el diamante más pintado. Todo tipo duro esconde sensibilidad. Por ejemplo en los opuestos de “Horizontes de grandeza”: Heston y Peck. Ambos son sensibles aunque no lo dejen ver. El primero admira a su jefe, haría casi cualquier cosa por él; más si cabe por la hija de aquel, pero siempre calla sus emociones y sus sentimientos, por respeto y miedo al rechazo. Considera, quizá, su origen indigno de la mujer que ama. Mientras, el refinado Peck, más que duro, es un diez pesetas con amor propio, orgulloso de sí, consciente de que nada tiene que demostrar, porque nada de lo que exhiba demostraría quien es en realidad. Es un tío con clase, además ya sabe quien es. Si ese Peck solo fuese un duro dejaría de serlo cuando se ablandase o cuando la cabeza empezase a mirar más hacia el suelo que al horizonte, pero siendo orgulloso y consciente de ser, valorándose en su justa medida, caminará hasta el final con su brillo intacto. Y ya que estamos hablando de duros de cine, un ejemplo clásico de este tipo sería Buster Keaton, estoico silente que nunca deja traslucir emoción alguna en sus películas mudas. Lo aguanta todo, ya sea la guerra, los huracanes, el oeste, la prehistoria, la Antigua Roma, las casas modernas o las encantadas, siempre sin pestañear, siempre “tirando palante”. Keaton no habla, pero su resistencia parece expresar <<Nadie puede vencerme>>, negación-afirmación que Robert Ryan hará suya cuando suba al cuadrilátero. Otro de mis duros favoritos podría ser John Ford, cercado por la nieve durante el rodaje de “El caballo de hierro”. Lo imagino hablando por el megáfono, tranquilo, mirando desde arriba, sobre el techo de una camioneta: <<¿Frío, dices? ¡Qué frío ni que narices! ¡Trae whisky! ¡Un par de lingotazos y a filmar un largometraje!>>. O filmando el ataque aéreo japonés a Midway. Allí, al aire libre, sobre una tarima, sin que le tiemblen las piernas, retador, levanta el puño y exclama al cielo: <<¡Venid a por mí, hijos de…! ¡Aquí estoy! ¡No impediréis que ruede el maldito plano! ¡Aún no ha nacido quien asuste a este viejo irlandés!>> O Herzog, aventurándose más allá de lo “razonable” en busca del límite sin razón aparente, salvo la “adicción” a sentirse más libre y vivo. Pero lo suyo no es dureza, es sensibilidad y emoción, es la búsqueda de sus límites más como persona que como director. En esto nada tendría que ver el alemán con Bogart-Spade y Bogart-Marlowe, dos rostros de la ensoñación del duro de celuloide. Bogart y sus detectives, así como sus criminales o su Rick, son modelos que solo pueden existir en el cine de anteayer, pues en el de ayer, el de finales de los setenta en adelante, empezó a ser el reino de los Cobretti y de otros tipos que presumen de duros porque van armados hasta los dientes, entre los cuales solo les queda espacio para llevar una cerilla o un palillo plano. Hoy, no hay espacio para aquellos duros, han pasado a mejor vida, pero su imagen todavía resiste en un “saloon” del viejo oeste, en una comisaría neoyorquina, entre las sombras, envueltos por el humo de tabaco y notas de jazz o, mismamente, en el sueño de aquella discoteca de verano…



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