lunes, 30 de octubre de 2023

Infierno en el Pacífico (1968)


Durante la guerra, dos soldados de distintos bandos, un piloto estadounidense (Lee Marvin) y un oficial japonés (Toshiro Mifune), guerrean sin plantearse por qué combaten. Alguien, y no ellos, ha decidido que sean enemigos, decisión que les ha transformado en dos guerreros ahora solitarios y perdidos en una pequeña isla del Pacífico. Rodeado de mar, ese trozo de tierra se convierte en su cárcel, en su mundo amenazante, en su paraíso infernal, en su universo entero. Allí, al inicio de Infierno en el Pacífico (Hell in the Pacific, John Boorman, 1968) se descubren y continúan luchando, como habrían hecho antes de conocerse, sin saber nada del exterior, ni el uno del otro. Tampoco comprenden que no son tan distintos: títeres de quienes les han enviado a combatir, a matar y morir. En un primer momento, se estudian, se temen, se imaginan el uno matando al otro. Son dos presencias aisladas, asustadas, ya salvajes por necesidad, pero también resultan cinematográficamente poderosas, por momentos irónicas, cómicas, quizá grotescas en su intención de someter el uno al otro —por otra parte, intención que el ser humano lleva poniendo en práctica desde su primer día—. Son Marvin y Mifune. Ellos, el espacio que les atrapa y la capacidad de Boorman para hablar con las imágenes, son la película. El director británico pretendía hacer un film mudo, prácticamente lo consiguió, pues las pocas palabras que pronuncian los personajes no son significativas; al menos, nada significan para ellos ni para el público, aunque, en la realidad, el contacto entre los dos actores fue el inicio de una gran amistad. 


Los dos personajes viven el infierno donde no se preguntan si la condición humana es belicosa, ni por qué luchan, si porque se lo han ordenado o por una idea territorial; acaso, ¿por supervivencia? En ese instante, las respuestas pueden reducirse a una: “miedo”, emoción que genera las restantes que afloran en los dos soldados que, avanzado el metraje, evolucionan hacia otra realidad, cuando comprenden la necesidad de colaborar para sobrevivir al enemigo común: el entorno y la idea preconcebida de enemistad. El individuo en la naturaleza, enfrentado a ella, como parte de ella, obligado a adaptarse al medio natural que le amenaza, donde aflora el instinto de supervivencia y obliga a los dos personajes a unirse en la lucha por la vida, una lucha que, cuatro años después, lucirá en plenitud en Defensa (Deliverance, 1972), una de las mejores películas de Boorman. Ambas producciones son físicas, visuales, primarias y primitivas, salvajes, pero aquí apenas existe el diálogo verbal; es decir, las palabras que cada uno escucha del otro son incomprensibles para ellos. No importa el lenguaje oral para expresar y hablar, ni para construir y destruir. Las palabras no son necesarias para entenderse, para asociarse y formar una sociedad de dos, como resulta en Infierno en el Pacifico, una sociedad que se construye a partir de hombres “primitivos”, sin apenas más lenguaje que el corporal y gestual; pues el inglés del uno y el japonés del otro solo son sonidos sin más para el receptor. La comunicación se establece, cuando existe disposición a entenderse; sin ella, ¿qué queda? En su origen, cuando asoman en la pantalla, carecen de otras herramientas, aparte de la comunicación verbal. Carecen de cualquier comodidad del mundo “civilizado” e incluso ven reducidos al mínimo sus recursos básicos; por ejemplo, el agua dulce —el americano pretende robar al asiático la que este ha conseguido de la lluvia—. Mientras se pelean, la lucha deriva en competición por imponerse en el medio, pero no existe posibilidad de victoria alguna. No hay posibilidad de avanzar. Así, la colaboración se convierte en medio fundamental para sobrevivir y alcanzar metas mayores a las posibles para el individuo aislado, en lucha contra su igual; en ese aspecto, Boorman, que había entrado en el proyecto por petición de Marvin —que venía de trabajar con él en A quemarropa (Point Blank, 1967)—, apuesta por la asociación y la convivencia pacífica, como vía para la evolución humana, pero, al final, lo que llama la atención no es el acercamiento (a la fuerza) de los personajes, sino el escenario natural fotografiado por Conrad Hall…



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