lunes, 16 de octubre de 2023

A Electra le sienta bien el luto (1947)

De los más grandes guionistas que ha pisado Hollywood, Dudley Nichols también hizo sus pinitos como director y productor. Juntando las tres facetas, fue el responsable de A Electra le sienta bien el luto (Mourning Becomes Electra, 1947), el último de los tres largometrajes que dirigió —los dos anteriores habían sido: La chica del gobierno (Government Girl, 1943) y Amor sublime (Sister Kenny, 1946)—. Pero Nichols no es John Ford, ni Howard Hawks, ni Jean Renoir o Fritz Lang, tampoco le hacía falta serlo, ni probablemente querría serlo. Era su propia historia, la que le llevó a escribir para la pantalla y para los cineastas arriba nombrados y otros cuyo natural cinematográfico era igualmente inimitable. Respecto a su faceta de guionista, <<Dudley Nichols dijo —y creo que es una de las cosas básicas que hay que decir en el cine—: “Un guion es solo un esquema, el director es quien hace la película”.>> (1). Y en A Electra le sienta bien el luto, Nichols toma su propio esquema y hace la película, apuntando su hacer y sus buenas intenciones tras las cámaras —no habría sido un mal director, pero aquí carece del ritmo y de la narrativa visual que sí se observa en otros guionistas que dieron el salto a la dirección—, aunque no logre desprenderse del origen escénico ni de la tiranía del diálogo teatral. Quizá no quisiera hacerlo, pues la palabra es la savia de la escena y lo que él hizo fue una puesta en escena a medio camino entre el cine y el teatro. Traducido literalmente como “El duelo se convierte en Electra”, el film es una recreación de la Orestiada —compuesta por las tragedias Agamenón, Las coéforas y Las eumérides—, pero tiene su fuente de inspiración en la obra homónima que Eugene O’Neill escribió en 1931 y no en la obra clásica de Esquilo, la cual sí inspiró al dramaturgo estadounidense para llevar a cabo su propia creación dramática. Ese cambio de fuente explica que la acción no se desarrolle en la Grecia “homérica” y que se ambiente en Nueva Inglaterra, en la inmediata posguerra. Con el fin de la Guerra de la Secesión, los héroes regresan a casa, en concreto a la mansión donde Nichols desarrolla cinematográficamente la tragedia familiar de los Mannon, eco estadounidense de la familia Atrida de Agamenón, cuya imagen norteamericana, el general Ezra Mannon (Raymond Massey), ha luchado en la guerra civil.

Los héroes aqueos que regresan de la guerra de Troya se encuentran con una realidad hogareña inesperada, lo mismo les sucede a Ezra y a Orin Mannon (Michael Redgrave) a su retorno a casa. Antes de que el patriarca regrese al hogar se muestra en la pantalla como Lavinia (Rosalind Russell), la Electra de O’Neill y de Nichols —que ya había trabajado sobre otro texto del dramaturgo en Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, John Ford, 1940)—, descubre que Christine (Katina Paxinou), su madre e imagen de Clitemnestra, tiene un amante y no se llama Egisto. Se trata del capitán Brant (Leo Gent), un primo de Lavinia, hijo del hermano de su padre y de una sirviente, de quien ella se creía enamorada hasta que descubrió en brazos de su madre. Brant le confiesa el odio y el deseo de venganza que siente hacia Ezra; odio similar al que Christine siente hacia ese mismo hombre, con quien se casó. Tal sentimiento se contrapone con el amor de Lavinia hacia Ezra, aunque es un amor que apunta la idealización que ella ha hecho de la figura paterna —en todo hombre busca al padre—. El rencor de Brant se debe al trato que el general dio a su madre y el de Christine al sufrido por ella misma en un matrimonio que fue arrebatándole la vida. El patriarca Mannon es un déspota, un tirano de la Antigua Grecia trasladado al siglo XIX estadounidense, pero también se trata un hombre dominado por el miedo. Dice haber cambiado, expresa querer amor, sin saber amar, y quiere protección en su inminente vejez, la que reduce distancias con la muerte que antes veía lejana y que ahora llama a la puerta de su casa. La obsesión y la sombra del incesto —padre-hija y madre-hijo— parece apuntar el origen de la rivalidad del hijo hacia el padre y de la hija hacia la madre. Electra/Lavinia calla la pregunta ¿por qué la madre puede tener el amor de los tres hombres que ella ama? Parece repetirla en su mente y añadir ¿por qué no ser ella su madre? En cualquier caso, el incesto y el “matar al padre y a la madre”, para convertirse en lo odiado y lo amado —la historia parece condenada a repetirse sin posibilidad de liberación—, planean por A Electra le sienta bien el luto. Y como en la tragedia griega o en la novela de Cunqueiro Un hombre que se parecía a Orestes, el Orestes de la película, Orin, que aparte de sufrir mamitis, celos, desengaño, culpabilidad y la condena de ser héroe y ser electraizado por su hermana, buscará venganza, sumiendo a la familia en una espiral emocional que conduce a la destrucción y a la violencia ya desatada antes de su regreso a casa, incluso antes de nacer…


(1) Fritz Lang, en Peter Bogdanovich: Fritz Lang en América  (traducción de Miguel Marías). Editorial Fundamento, Barcelona, 1984.

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