martes, 24 de octubre de 2023

Mares de China (1935)

Al contrario que la Warner de los primeros años del sonoro, que solía sacar el material para sus historias de las páginas de sucesos, o que la Universal, que se decantó por el ahorro, el terror y los monstruos, la MGM apostaba por las estrellas. El estudio, por entonces bicéfalo —Louis Mayer e Irving Thalberg al frente; y no en pocas ocasiones enfrentados—, presumía de ello y lo convirtió en su sello. Salvo excepciones, algunas tan magistrales y malditas como La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1931), sus películas vendían la presencia de hombres y de mujeres que la empresa había convertido en reclamo para el público. Más que actores y actrices, que también había, eran estrellas de la pantalla. El público acudía a verlas, a menudo sin importar la trama ni el género del film en cuestión. Lo que atraía a las salas eran esos nombres que brillaban con luces de neón en las marquesinas de los cines: Greta Garbo, Wallace Beery, John Gilbert, Norma Shearer, Joan Crawford, William Powell, Jean Harlow, Clark Gable o Robert Taylor. Un ejemplo, quizá el mayor desfile de estrellas de la Metro-Goldwyn-Mayer de la época, es Grand Hotel (Edmond Goulding, 1933), la cual tiene su máximo interés en los populares rostros que se dejan ver en pantalla. Las historias de este tipo de producciones Metro es lo de menos, aunque se basen en novelas y entre sus guionistas se encuentren escritores como Jules Furthman, colaborador asiduo del mejor Josef von Sternberg y de Howard Hawks, para quien, a finales de la década de 1930, escribiría la espléndida Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939), película con la que Mares de China (China Seas, 1935), cuyo guion también es de Furthman (y de James Kevin McGuinness), guarda no poca relación en el triángulo amoroso, en el espacio lejano y acotado, en la aparente dureza del héroe, postura que refleja su profesionalidad, y en la redención del “acusado” de cobardía, que se sacrifica demostrando su valentía más allá del deber o de lo que se pueda esperar por un salario. Pero la historia propuesta en Mares de China no funciona como tal, sino como excusa para introducir la prioridad del estudio: las estrellas y el glamour que se les supone; tanto en mares “exóticos” como en la selva africana de Tarzán, todo resulta inmaculado, programado, artificial. Había fantasía, había comedias elegantes, dramones, aventuras, héroes y villanos, promesa de diversión y momentos de exuberancia; había que alejar el mundo real de las pantallas donde rugía el “león”.

En la Metro, la elegancia decorativa está servida (la mayoría de las veces) por el decorador Cedric Gibbons y su equipo. El también forma parte de esa intención, marca de fábrica, de vender imagen. El barco de Mares de China no lo parece. Su salón y los camarotes podrían ser el salón y las habitaciones de un hotel de Nueva York, Londres o París. Eso no importa, lo que determina y marca las diferencias son las estrellas que los transiten. En Mares de China, Clark Gable, Jean Harlow y Wallace Beery, secundados por un reparto de lujo: Lewis Stone, Rosalind Russell, C. Audrey Smith, Robert Bentchey, Akim Tamiroff…, que no se aprovecha en una historia que no deja de ser una sucesión de clichés que no ocultan serlo. Se trata de un film supuestamente de aventuras en mares lejanos (para el público estadounidense), aunque se ruede en uno de los grandes platós del estudio, donde se crea romance, rivalidad y notas de humor a cargo del borrachín interpretado por Robert Bentchely. En definitiva, la MGM apostaba por alejarse de la realidad y alcanzar la ensoñación de lugares imposibles, en un lujoso ático en Manhattan, en los mares de China o a la vuelta de la esquina; en todo caso, era espacios de celuloide que permitían a su público aventurarse por la selva de Tarzán, por los pasillos de hoteles de lujo o sobre la cubierta de un barco amenazado por tifones y piratas. Pero la posibilidad de aventura se desvanece y Tay Garnett, en la dirección del film, se decanta por el doble triángulo amoroso: Gable-Harlow-Beery y Harlow-Gable-Russell.

La presencia en el navío de las dos mujeres apuntan el choque entre el pasado y el presente del capitán Gaskell (Gable); La una, Sybill (Russell), morena, de porte elegante y aire aristocrático, exhibe natural una clase que no se observa en la otra; China Doll (Harlow), platino de bote, más que rubia, e incapaz de ocultar su origen más que plebeyo, procedente del arrollo; convencida de que cuanto más grite, más razón tendrá. En su origen social se iguala al personaje de Beery, el embustero enamorado que pretende hacerse con las 250.000 libras que transporta el barco desde Hong Kong a Singapur. Russell y Harlow son imágenes opuestas, algo así como el sueño y la realidad, no obstante, ninguna es lo uno ni lo otro, ya que la película no aprovecha la presencia de las dos actrices; ni logra transmitir emoción al asunto. Toda la película es una sucesión de tópicos que se salva por el reparto, sobre todo por Clark Gable, más que por Wallace Beery, su rival en el amor de Jean Harlow…



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