miércoles, 31 de agosto de 2022

Desarraigo (1965)


La Cuba de Fulgencio Batista era un país que apuntaba a colonia estadounidense; donde la clase privilegiada vivía a años luz del resto del pueblo, que sufría el subdesarrollo y sus consecuentes carestía y ausencia de libertades. Ante el malestar creciente, las protestas se dejaron oír, y también la respuesta del gobierno. Poco después, estalló la revolución y los rebeldes se hicieron con el control de la isla caribeña. Lo que siguió fue un periodo de incertidumbre, de promesas e ilusiones, que acabó siendo de exclusividad castrista; no de los cubanos. Aquellas promesas revolucionarias, similares a las que se estaban realizando en otros países de Latinoamérica, Asía y Africa, se quedaron por el camino. La explotación del pueblo cubano continuó, para beneficio de otra minoría, aunque el nuevo Estado oprimiese de forma distinta al gobierno derrocado. En algunas cuestiones, la administración “revolucionaria” acertó. Instauró la educación y la sanidad pública, pero, más pronto que tarde, la burocracia se impuso e impuso su ritmo kafkiano, tal como satiriza Tomás Gutiérrez Alea en La muerte de un burócrata (1966) o como asoma en algún momento de Desarraigo (1965). Tras la victoria, el nuevo gobierno cubano todavía no tenía decidido o no sabía hacia dónde dirigir su discurso: si hacia el vecino imperialista del norte, cuyas empresas acabó nacionalizando en 1960, o hacia el lejano imperialismo soviético, con el que Cuba retomó relaciones diplomáticas en mayo de 1960. Finalmente, las circunstancias y la política decidieron; y Cuba sufrió el bloqueo estadounidense y recibió ayuda interesada rusa.



Por entonces, con el triunfo de la revolución aún reciente y animando a otros pueblos, personas de otros lugares se interesaron por la situación cubana. Castro y su gobierno les abrieron las puertas; precisaban su llegada por dos motivos: afianzar su imagen política internacional y la colaboración de expertos llegados de otros lares. De este último caso, Fausto Canel habla en Desarraigo, otra de las grandes películas cubanas de la década de 1960 —su década de mayor esplendor hasta la fecha—, que permiten un acercamiento al presente posrevolucionario. El mundo humano es complejo y un tanto extraño, por decirlo de alguna modo, e incluso puede llegar a ser inhumano (por ejemplo, bajo dominio de la burocracia) y lo que hoy puede ser una lucha justa, mañana corre el riesgo de dejar de serlo y deparar nuevas y viejas injusticias. Al final, tras toda revolución, el orden regresa y ese nuevo estado de las cosas implica un nuevo poder y el poder gusta, y suele ser para unos pocos, para mal de muchos; indistintamente de la ideología. En cualquier dictadura, dicho poder no corresponde a más ideas que a las de quién a él se aferra y en Cuba esto no fue distinto. Pero Canel ni critica ni expone esto en su film, sino las dificultades para llevar a cabo la revolución en la que depositan la esperanza de llevar al país del subdesarrollo al desarrollo.



Con la creación del ICAIC se puede decir que se produjo el nacimiento del cine cubano, aunque anteriormente se hubiesen realizado films en Cuba. Sus primeros pasos fueron documentales y una vez afianzado el ritmo de producción asomaron las ficciones, aunque no se permitieron demasiados testimonios cinematográficos ajenos a la ortodoxia marcada por el nuevo poder establecido, aunque sí algunos films críticos que podrían dar prestigio al cine cubano a nivel internacional. Esto ha pasado y pasa en cualquier lugar donde la libertad de expresión no tenga vía libre, pero cineastas como Canel son los ojos de su época, los que, más allá de la propaganda, realizan films que exponen parte del sentir del momento: sea la ilusión de los primeros tiempos o de la desilusión que fue creciendo cuando algunos comprendieron que su revolución, aquella en la que habían creído, no marchaba por el camino prometido o era un espejismo que empezaba a desaparecer entre la realidad castrista. Supongo que algunos cineastas tuvieron sus más y sus menos con la censura, sobre todo cuando pretendían dar un testimonio cinematográfico diferente al oficial. En Desarraigo existe un posicionamiento que no considero propagandístico, puesto que a Fausto Canel le interesa la evolución de la revolución y las personas que se ven involucradas en su desarrollo, como Mario (Sergio Corrieri) y Marta (Yolanda Farr), que se aman en la imposibilidad, en la ausencia de raíces e ideales del primero y en la entrega revolucionaria de la segunda. Mientras el romance se gesta y se vive, el cineasta cubano nos lleva por el espacio humano, nos muestra la necesidad de industrialización y de progreso nacional o las ideas que llevaron a la revolución; ideas que en la práctica difieren de lo imaginado.



—No tengo raíces. Dicen que el desarraigado es el aristócrata de nuestro tiempo.


—¿Tú lo crees?


—No, que va. Los aristócratas son los únicos desarraigados de nuestro tiempo. Sin contarme a mí, claro está.


—¿Y es tan importante eso de tener raíces?


—Tú no lo sabes porque las tienes.


—Dime una cosa. ¿A ti te interesaba realmente venir a Cuba o fue simple curiosidad?


—En el fondo, todos vienen por curiosidad. El trópico, la revolución…


—¿Tú también?


—Y sí. Uno quiere saber realmente qué pasa con esta revolución.


—Ponerla a prueba.


—Ponerme a prueba.


Esta conversación entre Mario y Marta, mientras ella prepara un mojito, resume parte de lo expuesto por Fausto Canel en Desarraigo. Por una parte habla de las raíces y de su ausencia. Las de Marta son su tierra cubana y la revolución; las de Mario no existen hasta que la conoce a ella, pero no son raíces propiamente dichas. Las suyas son el amor que siente hacia la arquitecta. Por otro lado, hablan de la revolución, cuya presencia es constante en la película: en el temor a los contrarrevolucionarios, a los sabotajes, a la escasez de material y a la falta de formación, en las frases que la aluden —por ejemplo: <<en nuestra revolución hay que contar más con lo que falta, que con lo que se tiene>>— y en el intento de que su espíritu no muera.



Cuarenta y dos años después de realizar Desarraigo, Fausto Canel consideraba malo el guion, pero buena su realización, <<que mantiene una frescura inesperada después de tantos años>>.1 Influenciada por el cine de Antonioni —la trilogía de la incomunicación, sobre todo—, pero no para ser un cine tipo Antonioni, sino “anti”, como parece corroborar la inexistencia de una atmósfera que aísle a los personajes de su entorno y de sí mismos, la burla hacia los personajes del cineasta italiano durante el diálogo que la pareja protagonista mantiene en un club nocturno o la comunicación que establecen, desvelando mutuamente su interioridad, sincerándose, amándose en un tiempo revolucionario que, como todos, se descubre imperfecto. Aunque difiere de los films de Antonioni, en su película Canel también exige al público. No lo quiere acomodado en la butaca, lo quiere realizando un ejercicio intelectual, reflexivo y crítico con el proceso revolucionario que inevitablemente afecta a unos y a otros, no porque el cineasta esté a favor o en contra, sino para resaltar las deficiencias en el desarrollo pretendido.



1.Fausto Canel; recogido por Juan Antonio García Borrero en Cine cubano de los sesenta: mito y realidad. Ocho y medio, libros de cine/Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, Madrid, 2007.

martes, 30 de agosto de 2022

Aristóteles y amistades varias


Después de los grandes éxitos platónicos de la caverna, el carro alado y la media naranja, le tocó el turno a Aristóteles, que carecía de la chispa fantasiosa y mística de quien había sido su maestro. Mas el fundador del Liceo tenía su Ética, una impensable para nuestros días. Pero en su época y en su lugar, aquella Ética, en la que habla de la virtud es medio entre dos extremos, entraba dentro de lo aceptado y, seguramente, su autor creía que era justa y acertada. Fue entonces cuando “impregnó” a la filosofía de su sentido biológico, pero el éxito aristotélico tendría que aguardar. Su mayor reconocimiento, llegaría más adelante, allá por el Bajo Medievo, cuando, después de darse a conocer en la Europa occidental —gracias a las traducciones de sus textos, introducidos por los árabes en occidente a través de la península ibérica o de Sicilia—, Tomás de Aquino tomó de la filosofía de Aristóteles e hizo la propia, la cual no tardó en imponerse entre los teólogos católicos. Hasta entonces, los pensadores de la Iglesia habían encontrado en Platón, por vía neoplatonista, el modelo a seguir, pero con Aquino el tracio se puso de moda.

El sentido común de Aristóteles, se entiende que común para entonces, le llevó a ser el más “docente” y “científico” entre los grandes pensadores clásicos; también fue el último de la ilustre e irrepetible estirpe de filósofos anteriores al helenismo: ese grupo de elegidos formado por los dispares Pitágoras, Heráclito, Parménides, Empédocles, Anaxágoras, Demócrito, Protágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles. En ellos se encuentra una variada gama de ideas, muchas de las cuales podrían sonar, a oídos de hoy, irrisorias, aunque en su momento tales ideas fueron fundamentales para originar el pensamiento occidental. Por ejemplo, y sin exclusividad por su parte, Aristóteles no creía en la igualdad, sino en la “recta proporción”, y aceptaba la esclavitud (de otros). La consideraba necesaria para que el virtuoso pudiese descansar y pensar, a costa del trabajo esclavo. Asumía la superioridad del padre dentro de la familia; y decía algo así como que no se podía dar una relación de amistad entre amo y esclavo o al menos no una amistad verdadera —para el nacido en Estagira existían tres tipos de amistad: “por interés”, “por placer” y la “perfecta”. Pero si la relación se producía ya no como siervo y señor, sino como individuos magnánimos de igual valía, sí podría darse. Esa es para él la “amistad perfecta”, la que se produce entre dos iguales virtuosos, y en beneficio de ambos. Si pienso en esto, no me sorprendería ver en el Liceo al maestro concluyendo que pocos serían sus pares; y que si las relaciones de igualdad no podían darse entre padres e hijos ni entre esposos y esposas, sería impensable que él mantuviese amistad con quien no creyese su igual. Dudo que alguien así pudiese ganar el premio al amigo no clasista del año o al griego más simpático e irónico del periodo clásico. Puede que Aristófanes, que murió dos años antes de su nacimiento —se entiende que del filósofo, ya que sería el colmo del comediógrafo morir dos años antes de nacer— sea un candidato mas adecuado y satírico para el galardón al más bromista entre los prehelenistas.


Mientras esto escribo, pienso que hay quien conoce a Aristóteles de lectura; de vista ya es imposible y de oídas, son más numerosos que de lecturas, aunque dudo que ni unos ni otros piensen en él como defensor de la esclavitud y del patriarcado. Y no lo hacen, porque en una ciudad-estado como la vieja Atenas se aceptaba la esclavitud y el patriarcado, es decir la primacía del padre en la familia —sobre madre, hijos y siervos a la fuerza, que si bien no eran considerados hombres ni mujeres, sí eran vistos como propiedad o miembros sin derecho del núcleo familiar. Siglos después, esta situación no había variado excesivamente y en el mundo occidental continuaban dándose servidumbres no remuneradas y dominios de maridos y padres autoritarios; pero las ideas liberales y las humanistas empezaron a mirar con ojos distintos y el estado de las cosas empezó a variar, quizá no de repente, aunque sí en forma de ideas, algunas ya habían sido contempladas en parte por aquellos clásicos griegos, también por cínicos y estoicos, de quienes quizá otros posteriores recogiesen el ideal de la igualdad natural y de Derecho que los liberales del XVII y XVIII intentaron llevar de la idea a un primer intento de práctica moderna en Inglaterra, en las trece colonias que darían paso a Estados Unidos y en Francia.


La democracia e igualdad griegas de la Antigüedad no eran universales, tampoco lo fueron inicialmente las declaradas por los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) —de 159 años después sería la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)—, aunque la humanidad naciese con los mismos derechos en su estado natural —otro cantar fueron y son las realidades deparadas por su origen de clase, su sexo, su etnia o su estado socio-económico. A pesar de su no universalidad, aquel primer momento de la Modernidad ampliaba las fronteras y, en teoría no consumada en la práctica, ponía fin a la esclavitud y a la desigualdad. Menuda sorpresa se habría llevado Aristóteles al ver cuan equivocado estaba en ciertos aspectos de su pensamiento, base de la filosofía cristiana de la Baja Edad Media.


La filosofía aristotélica declina a partir del Renacimiento y deja de ser referente válido con los pensadores modernos. Es curioso como cambia el pensamiento humano, nunca lo hace de golpe, lo hace a lo largo del tiempo y de las diferentes influencias y rechazos de ideas previas. De modo que si este pensador del siglo IV a.C. viajase al Estados Unidos de finales del siglo XVIII, sería mayúscula su sorpresa. No por el viaje, sino por las ideas liberales de un país recién nacido, y nacido del y con el liberalismo inaugurado en Inglaterra por Locke. El griego quizá abriese la boca para expresar <<ohh>>, al escuchar hablar de Montesquieu o al toparse con Thomas Jefferson, John Adams, Benjamin Franklin y otros firmantes de la Declaración de Independencia (1776). Mas no se sorprendería si llegase al siglo XX y viese pasear la amistad de la señorita Daisy y su chofer o la de Don Shirley y su conductor. ¿Qué pensaría? Probablemente, que ambas son “amistades perfectas”. La sorpresa del griego sería algo natural al choque entre su pensamiento y el que descubre en una época de las revoluciones liberales, pero quizá viese su idea de amistad perfecta validada dos mil trescientos años después, aunque el espacio donde se desarrollan Paseando a Miss Daisy (Driving Miss Daisy, Bruce Beresford, 1989) o Green Book (Peter Farrelly, 2018) nada tiene que ver con aquella Grecia de ideas y descubrimientos que serían rechazados o que irían evolucionando a lo largo de los siglos para deparar nuestro hoy. Hace tiempo que Aristóteles dejó de ser válido para la ética y la política, pero eso no implica que no haya dejado su impronta en la Historia. Hoy, es una curiosidad histórica y un paso evolutivo en la Filosofía, pero cabe recordar que tuvieron que transcurrir más de mil quinientos años hasta que el mundo vio a otro filósofo de talla similar: Descartes, que, por cierto, es quien abre las puertas al individualismo que posteriormente sería fundamental en el liberalismo y más...



lunes, 29 de agosto de 2022

Arte, gusto y tortilla de Betanzos

Existe cierta tendencia a confundir el gusto de quien la juzga y la calidad de la obra juzgada. El público, individual o colectivamente, dice que un cuadro, un libro o una película es mala o buena, y está en su derecho; y en lo cierto, cuando se trata de una opinión subjetiva sobre la sensación que le causa. Pero a veces no se detiene ahí y concluye autoritario con un “tal o cual obra está minusvalorada o sobrevalorada”, “es una obra maestra” o “es infumable” para poner punto final a su opinión, en la que suele omitir el por qué de las copulativas expresadas sin ningún tipo de criterio artístico que las apoye; quizá sí por repetición de algo escuchado o en la creencia de que “minus- o sobrevalorada” “maestra” o “no fumable” concedan mayor contundencia y prestigio a su dictado. Lo asume sentenciando, sin posibilidad de opción, sencillamente porque le gusta o no. Pero el gusto nada tiene que ver con la calidad del objeto a valorar, ni el abuso de frases hechas determina más realidad que la de creer que el añadido confiere el grado de juicio objetivo a la opinión personal, que nace del subjetivo (no del objeto sobre el que se opina), la mayoría de las veces indiferente a la calidad intrínseca y artística de la obra que llena o no sus sentidos.

Hay a quien le horroriza la tortilla de Betanzos, Las señoritas de Avignon (1907) o El pensador (1904), pero eso no quiere decir que el segundo sea un mal cuadro ni el tercero una mala escultura; en cuanto al primero, es un plato que saboreo con sumo gusto pero que no considero Arte, aunque sí cultura y su elaboración tenga su arte. Al contrario, guste o no, indudablemente la pintura de Picasso y la figura de Rodin son dos obras de Arte y ninguna opinión individual o popular negativa podría cambiar la realidad artística del lienzo, clave en la pintura moderna, en el que el pintor rompe con la perspectiva espacial —quizá influenciado por Cezanne—, angula las líneas del desnudo y de los rostros femeninos —dos de los cuales remarcan la inspiración africana de este periodo artístico del genio malagueño— y crea la ilusión de primitivismo y del movimiento de los cuerpos ni la del bronce, que en manos del escultor cobra la forma humana y poética que escapa a explicaciones emocionales, aunque pueden ser explicadas desde una perspectiva artística-racional. Estos solo son dos ejemplos de tantos que demuestran que gusto y calidad no son sinónimos y, por tanto, un <<me gusta>> no implica saber de Arte o de aquello que, a veces inexplicable, hace de la obra, Arte.

Lo cierto, y quizá lo cómico o lo triste, según quien mire, es que muchos caemos en el error y en el empeño de que nuestro juicio determina algo más que nuestro gusto, cuando, en la mayoría de los casos, carecemos de educación artística y de conocimiento sobre lo que sentenciamos sin el menor esfuerzo y en la ausencia de reflexión crítica y estética, aunque sea una breve, sobre lo que nuestros sentidos captan y nos trasmiten al contemplar Arte. Es algo así como una necesidad de opinar y sentenciar, sin más; de decir o de dejar un <<ahí queda eso>>, sin que nada de lo que puedan decirnos sirva para hacernos comprender que <<mi gusto>> no influye en la obra que simplifico con un es <<mi opinión y basta>>. Pues no basta, al menos en cuestión de Arte. Es como si un experto en arquitectura explica a alguien la grandeza románica-barroca que da forma a la catedral de Compostela y ese alguien que la contempla sentencie la evolución y riqueza artística de las cuatro fachadas con un simple “no me gustan esas piedras”. En realidad, nada ha dicho, salvo su opinión —desde la perspectiva del gusto, totalmente válida y también rebatible—, pero parece satisfecho con su negación, como si esas cinco palabras pudiesen juzgar el valor artístico de cuatro caras arquitectónicas que son Arte, nacido de la creatividad y de las posibilidades barajadas por los maestros que dieron forma arquitectónica a los bloques de granito gallego que lucen en el corazón de la ciudad. Y ahora que pienso en gustos, que buena estaba la tortilla “betanceira”…




domingo, 28 de agosto de 2022

Tizoc: Amor indio (1956)



En Tizoc: amor indio (1956), Ismael Rodríguez asume una postura pro india, pero solo en apariencia, puesto que no tarda en convertir (voluntaria o involuntariamente) su discurso en una caricatura melodramática donde Tizoc (Pedro Infante), el nativo que da título al film, sufre la intolerancia racial mientras sublima su amor imposible hacia la heroína interpretada por María Félix, quien a su vez es víctima del patriarcado que la guía: su padre (Miguel Arenas), su prometido (Eduardo Fajardo) y el padrecito Frai Bernardo(Andrés Soler). Los dos personajes protagonistas, María y Tizoc, son el centro sobre el que gira la propuesta de Rodríguez, más centrada en dramatizar que en realizar un acercamiento etnográfico y antropológico a la figura indígena y a la zona rural donde el protagonista asoma cual espíritu libre, poético, iletrado, que vive en estado semisalvaje, apenas contaminado por la civilización que aventura su tragedia. Con ese espacio “desarrollado”, Tizoc mantiene un mínimo contacto comercial —vende pieles de animales para sobrevivir— y religioso, al encomendarse a la virgencita a la que poco después cree ver en María.


Desde el inicio del film, Tizoc sufre el rechazo de otras etnias nativas del lugar, excepto del padrecito y de su padrino. Pero lo que llama mi atención, en este caso negativa, no es ese rechazo entre indios, es la exageración en la que cae Ismael Rodríguez a la hora de mostrar la personalidad de su protagonista masculino, incluso la de María, que funciona mejor, aunque se desaprovecha la presencia de una actriz de la talla y la fuerza de la Félix en un papel que considero más un cliché que un personaje que quiere dejar atrás el entorno patriarcal y tradicional en el que vive atrapada.

 


Según apunta una escena previa a la que sella el destino de la pareja protagónica, en la tradición nativa, la entrega de un pañuelo significa el compromiso de matrimonio. Sin embargo, cuando María se lo entrega a Tizoc, desconoce esta costumbre y el indio interpreta el presente como una señal de amor y una promesa de matrimonio. Esto da pie a un tono que bordea lo irrisorio, puesto el romance, más que en el drama o en la tragedia, se desarrolla en el filo de lo ridículo, pero sin llegar a caer en la ridiculez. Esto se debe a su exceso, a la exageración que hace que Tizoc, la película, no resulte convincente; y el personaje no resulte mínimamente atractivo, ni siquiera en su intento de ser modelo de pureza, ajena al desarrollo y a la intolerancia de la que es víctima. Como tragedia romántica, tampoco funciona. Cierto que se trata de un amor imposible, que en determinados momentos puede recordar a Romeo y Julieta, pero dista de la propuesta emocional de Shakespeare. Aquí, no son dos familias enfrentadas las que matan el amor, es la imposibilidad racial y de clases; pero hay algo más, y es que María no está enamorara de Tizoc, ni siquiera el indio está enamorado de María, sino de la imagen que se ha hecho de ella, la que idolatra y la que le lleva a secuestrarla después de enterarse que su “niña” idealizada va a casarse con otro.


viernes, 26 de agosto de 2022

El último magnate (1976)


Hubo productores indispensables en el desarrollo de Hollywood. De hecho, sin los Irving Thalberg, Samuel Goldwyn, Jesse Lasky, Louis B. Mayer, Carl LeammeJack Warner, Harry Cohn, David O. Selznick, Darryl F. Zanuck y otros magnates de la industria del cine, no habría existido aquella fábrica de fantasías de celuloide que sobrevive en las grandes películas de entonces; las que todavía brillan y emocionan. Pero hoy, es impensable realizar aquel tipo de cine. Por un lado, el desarrollo tecnológico, mediático y social abrió nuevos caminos, nuevas ofertas y demandas; por otro, la industria actual ha perdido personalidad, ya no existen aquellas personalidades como el productor que Elia Kazan despide melancólico y elegíaco en El último magnate (The Last Tycoon, 1976) o las grandes estrellas que Billy Wilder entierra definitivamente en Fedora (1976). Ambas películas ponen fin cinematográfico a un periodo cuya muerte podría datarse en la década de 1960, cuando Hollywood empezó a perder a los cineastas que lo engrandecieron —este decenio vivió el adiós cinematográfico de Ford, Chaplin, Capra, Lang, Curtiz, Dwan y Walsh. Y no sorprende que fuesen dos de aquellos grandes directores que conocieron el viejo Hollywood quienes lo despidiesen: Kazan en su última película, y Wilder en su penúltimo film.



El protagonista de The Last Tycoon, la novela inacabada de Francis Scott Fitzgerald, se inspira en Irving Thalberg, a quien el escritor conocería durante su periodo de guionista. Este mítico productor, imponiéndose a la figura del director —por ejemplo, no dudó en poner fin al reinado de Stroheim en el plató—, cambió la industria cinematográfica hollywoodiense logrando construir un sistema de estudios que le sobrevivió. Elia Kazan parte de esa novela y de ese personaje interpretado por Robert De Niro, en el mejor momento de su carrera artística y el actor que, junto a Al Pacino, estaba llamado a ser la imagen icónica del nuevo Hollywood, a quien arropa con un reparto de lujo —Robert Mitchum, Tony Curtis, Jeanne Moreau, Ray Milland o Jack Nicholson, entre otros—, para introducirse en el mundo del cine, el que existe detrás de la pantalla, en los despachos y en los platós de rodaje, y lograr uno de los mejores retratos sobre aquel Hollywood que Kazan sublima en la figura de Monroe Starh, cerebro del estudio cinematográfico y magnate de la industria que nace con su irrupción y le sobrevive. Esa industria, donde los productores eran reyes y los guionistas y directores sus súbditos, moriría tiempo después. En la realidad, el director de La ley del silencio (On the Water Front, 1954) vivió el final de esa época y, en su adiós cinematográfico, se encarga de enterrarla, realizando este espléndido requiem cinematográfico producido por Sam Spiegel, probablemente uno de los últimos grandes productores, y escrito por Harold Pinter.



Hollywood, década de 1930, Monroe vive entre las películas y el amor perdido, el de la mujer fallecida que no puede olvidar —su retrato, en la oficina, lo confirma sin necesidad de expresar la morriña del ser querido—, la única en la que piensa, y a quien cree reencontrar en Kathleen, la joven con quien inicia una relación que le invita a soñar su propia película. Mientras Monroe se enamora, Kazan nos va descubriendo el país de cine donde el joven productor es el príncipe, rodeado de viejos monarcas que aguardan su caída, o de actores y actrices que pretenden imponer sus caprichos. Entre la admiración y la envidia, observamos al productor y sus conocimientos del sistema, el que crea y cree dominar, pero la creciente demanda de los guionistas, que desean un trozo del pastel del que forman parte imprescindible, pero del cual no comen, le pone en jaque. El personaje principal, a quien De Niro dio vida, es complejo: sufre, pero lo silencia, se entrega a su profesión y asume que solo está haciendo una película, la que desvíe su atención del dolor y de la nostalgia del pasado y de un futuro imposible, mientras vive su presente por y para el cine.



jueves, 25 de agosto de 2022

Bukowski y Hollywood

<<Miré la película. Estaban en los barrios bajos. Era de noche y habían encendido un pequeño fuego. Hombres y mujeres parecían demasiado bien vestidos para ser de los barrios de mala vida. En realidad no tenían aspecto de vagabundos. Tenían aspecto de actores de televisión. Y cada uno de ellos llevaba un carrito de supermercado donde almacenaba todas sus posesiones terrenales. Pero los carritos eran totalmente nuevos. Relucían a la luz del fuego. Yo nunca había visto carritos así de nuevos en ningún supermercado. Era evidente que habían sido comprados para hacer esa película.>>

El cine fabricado en Hollywood —y desde hace décadas copiado en otros puntos del globo, pues es el que mayores beneficios genera— no pretende realismo, ni ve prioritario hablar de la realidad, salvo excepciones. Con frecuencia, solo busca escapar de ella y minimizar la psicología de sus personajes, priorizando su aspecto externo y el efecto que produce en el consumidor un acabado atractivo, aunque probablemente hueco. Hollywood, más si cabe desde la segunda mitad de la década de 1970, no busca complicarse la vida con reflexiones y cuestiones transcendentales. En la industria del cine, lo segundo es divertir. El dinero es lo primero, y el arte, como explica Monroe Stahr en El último magnate (The Last TycoonElia Kazan, 1976), puede permitirse de vez en cuando, rodando una película de prestigio que el productor sabe que dará o puede dar pérdidas. Es un riesgo asumible para lograr ese prestigio que Hollywood obtuvo cuando produjo un cine diferente al salido de la producción en cadena. Por ejemplo, dos títulos clave en la evolución formal del periodo mudo, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) e Intolerancia (Intolerance, 1916), ambas de Griffith, la inventiva cómico-visual de Buster Keaton o los films también silentes (y de mayor complejidad psicológica que los recién citados) de King VidorChaplin o Stroheim, por citar algunos de los creadores de obras maestras que llamaron la atención e influenciaron a cineastas dentro y lejos de Hollywood.

En la mayoría de los casos, ya desde el cine mudo, los productores de Hollywood se decantaron sin disimulo por el estereotipo para llenar sus películas de héroes, heroínas, vampiresas y villanos, repitiendo patrones que funcionan en la taquilla y gusta entre el público —hoy, un ejemplo claro podría ser el cine de superhéroes— que busca y encuentra la comodidad de un producto fabricado para ser disfrutado sin que le exija el mínimo esfuerzo intelectual y emocional, para el cual, quizá, no esté preparado ni capacitado o no quiera estarlo. En nuestro presente, más que en ningún periodo anterior, hay más medios para prepararse y enriquecerse, pero también menos inquietudes; esta suma y resta compensa la balanza y nos deja donde estábamos, sin apenas opción a un progreso cultural y social real. Lo dicho hasta ahora explicaría en parte porque el cine más que arte siempre ha sido espectáculo de masas, y el medio de entretenimiento favorito de la adolescencia y de la clase media estadounidense (y de otros lugares) hasta que nuevas tecnologías llegaron para llamar la atención y vaciar los bolsillos del consumidor estándar a quien van dirigidos la mayoría de los productos de consumo que en la actualidad llenan los hogares de medio mundo.

<<De todos modos, el guion pasó por muchas manos y nadie apostó por él. Algunos dijeron que era interesante pero el inconveniente principal era que no había audiencia para este tipo de película. No había ningún problema en mostrar como una persona que fue fantástica y excepcional acababa siendo destruida por la bebida. Pero centrarse solo en un vagabundo que bebe o en un grupo de vagabundos que beben, no tenia ningún sentido. ¿A quién le importaba? ¿A quién le importaba cómo vivían o morían?>>

<<Todo vale en la guerra y en Hollywood>>, pero los cambios no siempre son bienvenidos y aquellos films que se apartan de sendas mil veces transitadas, pienso en Una Mujer de París (A Woman of ParisCharles Chaplin, 1922), Avaricia (Greed, Erich von Stroheim, 1924), La fiera de mi niña (Bringing Up, BabyHoward Hawks, 1938), ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful LifeFrank Capra, 1946), Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), El gran carnaval (The Ace in the HoleBilly Wilder, 1951), La noche del cazador (The Night of the HunterCharles Laughton, 1955) o la mutilada La puerta del cielo (Heaven DoorMichael Cimino, 1980), por citar varios ejemplos que rompen con las figuras lineales y se adentran en la psicología de sus personajes o de la sociedad a la que pertenecen, son rechazados porque, en su momento, se salen de lo común y exigen el pequeño esfuerzo de ver e ir más allá de lo esperado, de lo mil veces visto con anterioridad, o del modelo plano que tanto gusta contemplar en la pantalla. A lo largo de los años y de las décadas, con sus diferencias modales y con ligeros cambios en sus comportamientos, debido a la censura del políticamente correcto del momento, los estereotipos y la estética decorativa asoman diferentes pero iguales en melodramas, comedias o suspenses. En cualquiera de los géneros se repiten situaciones, diálogos y hechos para que el espectador llore, ría o viva un instante melodramático, cómico o tenso preparado al detalle para favorecer el afloramiento de tales efectos, más que emociones. Hay muchos más ejemplos de rechazo, que hoy son obras de referencia que en su momento también la crítica repudió, pero nadie es perfecto y, en ocasiones, la crítica y el público han demostrado estar poco dispuestos a replantearse lo que creen saber y al constante aprendizaje; es decir, estar menos interesados en sentenciar, adjetivando la película con un “buena” o “mala”  —desde hace años, hay castellano hablantes que lo simplifican con un simple “truño” o un “peliculón”, incluso quien expresa el anglicismo “masterpiece” porque tiene el mismo número de letras que “obra maestra”, pero apretadas en una sola palabra compuesta, en lugar de separarse en dos simples; puede que en los países anglosajones sea a la inversa y empleen “obra maestra” para expandir su “masterpiece”, que en reflexionar sobre las imágenes que, sin intención de reconocerlo, pueden escapar a la comprensión y a los conocimientos de unos y de otros, lo que suele deparar los extremos de ensalzar o rechazar tal o cual film sin dedicar más de medio minuto a reflexionar sobre tal o cual film.

La relación de Charles Bukowski y el cine se inicia cuando Marco Ferreri realiza Ordinaria locura (Storie di ordinaria follia, 1981) a partir de uno de sus primeros libros de relatos —Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones—, pero la experiencia que inspiró al escritor para escribir Hollywood fue la vivida en la localidad californiana cuando estaba trabajando en el guion de Barfly (Barbet Schroeder, 1987), una ciudad de luz, sombras y negocios donde el cine es el universo de las estrellas y de las supernovas. También de agujeros negros, de espejismos y del Sunset Boulevard de Norma Desmond. En fin,<<seguí a Jon a través de Hollywood, la luz y las sombras de Alfred Hitchcock, Laurel y Hardy, Clark Gable, Gloria Swanson, Mickey Mouse y Humphrey Bogart nos envolvían>>.

Entrecomillado de Charles Bukowski: Hollywood (traducción de Cecilia Ceriani). Colección Compactos. Editorial Anagrama, Barcelona, 1994

miércoles, 24 de agosto de 2022

Pájaros extraños (Droles d’oiseaux, 2017)


La sensación que me generó
Pájaros extraños (Droles d’oiseaux, 2017) fue la de estar ante una película ya vista, pero en una repetición agradable, como si estuviese ante una película que, amablemente, se sostiene sobre la humanidad de su pareja protagonista —a la que dan vida Lolita ChammahJean Sorel—, sobre sus diálogos y silencios, en su compañía y en su ausencia. Pero, sobre todo, lo que me atrajo finalmente de este film de Elise Girard es que me deja con la duda de si lo visto también ha sido vivido. Me explico, dudo de si todo cuanto asoma en la pantalla forma parte de la imaginación e inventiva de Mavie (Lolita Chammah), de su capacidad literaria, o lo ha vivido realmente y, tiempo después, lo evoca y lo describe en su libreta. De cualquier forma, asumo que es indiferente saber si se trata de la primera o de la segunda opción, puesto que el atractivo de Pájaros extraños reside en la suma de pequeñas cosas, gestos y momentos, de su ritmo pausado y de ese tono entre onírico y otoñal que le confiere un carácter ligeramente nostálgico.



martes, 23 de agosto de 2022

Tata mía (1985)


La suma de las carreras artísticas del trío protagonista de Tata mía (1985) —Imperio Argentina, Alfredo Landa y Carmen Maura— prácticamente abarcan gran parte de la historia del cine español, enlazando distintos periodos del siglo XX hasta la actualidad: Dictadura de Primo de Ribera (1923-1930), Segunda República (1931-1936), Guerra Civil (1936-1939), Franquismo (1939-1975), Transición (1975-primera mitad de la década de 1980) y Monarquía Constitucional (1978-?). Imperio Argentina había debutado en La hermana san Sulpicio (Florián Rey, 1927), siendo su periodo de mayor éxito la década de 1930, mientras que Alfredo Landa lo hizo como extra en la segunda mitad de los años cincuenta y, en la siguiente, ganó presencia hasta convertirse en uno de los actores más populares de la comedia del tardofranquismo —y del cine del último cuarto de siglo y primeros años del siguiente. Por su parte, Carmen Maura debutaba en la Transición y se afianzaba en la década de los ochenta. Cuando José Luis Boreau reúne a estos tres grandes de la pantalla, a los que habría que sumar la presencia de otros rostros tan destacados como Miguel Rellán, Marisa Paredes, Julieta Serrano y Emma Suárez, habían transcurrido veinte años desde Con el viento solano (Mario Camus, 1965), la última película en la que había participado Imperio Argentina. Además, había pasado una década desde la muerte de Franco, siete años desde la Constitución democrática y cuatro del intento de golpe de estado, el del 23 de febrero de 1981. Consciente de esto, Borau ironiza en Tata mía (1985) y obtiene una comedia sobre la liberación femenina, con la que pone fin a su estudio de la Transición iniciado en Furtivos (1975), un periodo durante el cual pasado y presente se juntan para dirimir sus diferencias, antes de caminar hacia un posible futuro.



Durante la celebración del cumpleaños de Teo (
Alfredo Landa), Borau deja claro que los tres adultos —Teo, Elvira y Alberto— son como niños, quizá para indicar que la democracia española también lo era y que todavía debía madurar; y un paso hacia dicha maduración es la reconciliación entre Elvira (Carmen Maura) y Alberto (Miguel Rellán), los dos hermanos que se pelean, pero también lo es liberarse del patriarcado y de la represiva moral nacionalcatolica, lo que implica la liberación de esa mujer que acaba de abandonar el convento donde ha pasado los últimos diecisiete años de su vida. De ahí, que necesite la ayuda de su Tata (Imperio Argentina), la precisa para sentirse arropada en su proceso de maduración, liberación y ruptura con el pasado patriarcal y monjil que ha conocido hasta que abandona los hábitos —que ya no lucen las dos monjas que la visitan para negociar con ella su salida de la orden. El inicio de Tata mía apunta la luz al final del túnel (de la dictadura a la democracia) y su desarrollo confirma la liberación de Elvira y Teo, los personajes que vivirían sufriendo la represión del “antiguo régimen”. A través de ellos, Borau no discute el pasado, sino que realiza una alegre e irónica alegoría sobre el presente, con notas de absurdo, y del paso de la infancia a la madurez de la sociedad española, que se quitaba los hábitos para ser laica con la democracia. Así, estableciendo un paralelismo entre los adultos-niños —Elvira, Teo y Alberto—, y la transición del ayer al hoy Borau festeja la reconciliación, la liberación y la libertad a la que  aspiran los personajes y un país inmaduro, pues todavía no han tenido la oportunidad de madurar, de ahí la necesidad de la Tata que les cuida y les guía hacia ese paso a la edad adulta que les libere del pasado —la presencia del historiador interpretado por Xavier Elorriaga apunta, entre otras cuestiones, a cerrar viejas heridas— y les permita mirar y encarar el presente sin miedos.



lunes, 22 de agosto de 2022

La princesa Mononoke (1997)


El mismo año que empezaba a rodar La princesa Mononoke (Mononoke hime, 1997), su socio en Studio Ghibli Isao Takahara estrenaba Pompoko (Hensei Tanuki Gassen Ponpoko1994), una divertida y fantasiosa aventura animada que se posiciona en defensa de la naturaleza. Sus imágenes no disimulan dicha postura, pero la exponen de un modo distinto al escogido por Miyazaki para desarrollar este belicoso film de fantasía y aventuras, en el que apenas hay espacio para el humor que sí se observa en Takahara y sus simpáticos mapaches protagonistas. Miyazaki opta por mayores dosis de violencia y por una fantasía diferente, menos festiva, más adulta, quizá más detallista, pero igual de ecologista y de gran belleza visual en la que enfrenta progreso (industrialización) y naturaleza (el bosque y las montañas que sufren la ambición desmedida de los humanos).



En las películas de Hayao Miyazaki siempre hay algún viaje, cuando no lo es la película en sí. Esta es una de las constantes de su cine; otras podrían ser: el aprendizaje, la fuerza espiritual y también física de sus protagonistas, su gusto por los aparatos voladores, el vuelo como símbolo de libertad, un posicionamiento ecologista —aboga por el equilibrio naturaleza-progreso— y la igualdad de sexos en sus protagonistas masculinos y femeninos, los cuales se necesitan mutuamente para avanzar. En definitiva, Miyazaki es uno de los cineastas que reconocemos y que se reconocen al instante en las imágenes de sus films. Sin ir más lejos, revisando su filmografía, redescubro en sus héroes y heroínas un código no escrito: amistad, respeto, amor y una idea de honor que bebe tanto del ideal samurái como de la inocencia infantil. En sus protagonistas, estas cuestiones se encuentran por encima de cualquier beneficio material perseguido por el progreso; en La princesa Mononoke representado por la ciudad del hierro y la mujer que la gobierna. Se trata de una figura ambigua, atractiva como tal, puesto que es al tiempo heroína y villana. Es lo primero, porque ha dado un hogar a los leprosos y liberado a las prostitutas de sus servidumbre humana; y es lo segundo, porque no tiene piedad de la naturaleza, ni de los animales ni espíritus que pueblan el bosque y las montañas vecinas.



A partir de Porco Rosso (Kurenai no Buta, 1992), el cine de Miyazaki se dirige al público adulto más que al infantil —para el que iban dirigidas Mi vecino Totoro (Tonari no totoro, 1988) y Nicky la aprendiz de bruja (Majo no takkyûbin, 1989). Su cine se oscurece, aunque en el caso de Porco Rosso no pierde un humor de resonancias fordianas, mientras que en La princesa Mononoke apenas queda un rastro de comicidad —los hechos que desarrolla el film no dan pie a ello—; siendo quizá su film más negro. Habría que remontarse en el tiempo para encontrar un film en su filmografía que presentase un tema similar, aunque desarrollado de un modo más luminoso e infantil. Me refiero a Nausicaä del Valle del Viento (Kane no Tani no Naushika, 1984), con la que Mononoke guarda una estrecha relación en su postura ecológica: su defensa de la naturaleza frente a la agresión del “progreso” humano que amenaza destruirla. En ambos casos, una heroína será fundamental para detener dicha agresión y también en los dos films contará con ayuda: la de alguien merecedor de su amistad y de su amor.




jueves, 18 de agosto de 2022

Tiempo de amor (1964)


A la pregunta desde qué ángulo insertaría sus películas dentro del llamado Nuevo Cine Español, Julio Diamante responde que <<Por tres caminos que intenté trabajar desde mis inicios profesionales: el realismo, el expresionismo cercano a lo esperpéntico y el humor, aunque esta última vía quedó en cierta medida clausurada después de mis agitadas relaciones con la censura en Los que no fuimos a la guerra. De hecho, a partir de este largometraje me planteé iniciar una trilogía, finalmente truncada, basada en esos vértices y compuesta por Tiempo de amor (1964), El arte de vivir (1965) y Purificación, un proyecto que la censura se encargó de echar por tierra>>.1 Finalmente, la censura privó a Julio Diamante de completar su tríptico, del cual realizó las dos primeras películas, que, vistas hoy, también son espléndidos documentos sobre las intenciones cinematográficas de este excelente cineasta y sobre la sociedad española de la década de 1960, una sociedad que, marcando la senda a seguir, afecta al individuo y sus relaciones íntimas y sociales. En el caso de Tiempo de amor (1964), Diamante aborda las amorosas en <<una historia en varias historias, para ser más coral, más plural>>.2 Realizado poco después de su encontronazo con la censura en Los que no fuimos a la guerra (1963), su segundo largometraje podrían ser tres cortometrajes que se unen mediante su eje común: el amor, que Diamante expone desde tres perspectivas diferentes, concediendo mayor protagonismo a los personajes femeninos y como les afecta ya no el sentimiento, sino la dificultad para desarrollarlo, expresarlo y vivirlo en libertad.



Las tres historias responden a tres partes del día y a tres casos concretos que podrían ser los de tantos otros individuos corrientes. La tarde, la noche y la mañana: Elvira (Julia Gutiérrez Caba), la eterna prometida, María (Enriqueta Carballeira), la joven inocente, soñadora y la presa a cobrar por don Juanes que solo quieren de ella un momento de diversión y goce, y Pilar (Lina Canalejas), la mujer casada, ama de casa y madre de familia que ve como su economía familiar apenas alcanza para mantener el mínimo bienestar cotidiano al que aspiraba al casarse. La primera aborda la imposibilidad de Elvira y Alfonso (Agustín Gonzalez), novios que guardan relación con la pareja de El pisito (Marco Ferreri, 1957), pero sin el humor negro de aquella, sí con un problema similar: el dinero, su falta, el que le permita un hogar digno. La segunda, se centra en María, cuyo viaje en metro expone el acoso masculino al que se ve sometida, por ser joven y de “buen ver”, y ya, al día siguiente, en como se encuentra condicionada por la moral dominante, que le obliga a mantener su “virtud” en una sociedad que, al tiempo que se la exige a riesgo de excluirla, pretende arrebatársela por medio de lobos con piel de cordero como Servando (Julián Mateos). Y el tercer episodio, corresponde a un matrimonio con hijos, Pilar y José (Carlos Estrada), cuyo problema vendría a ser también el dinero. No obstante, este resulta el más esperanzador de los tres, al dejar un final abierto en el que el amor en la pareja se impone, ¿por cuánto tiempo? ¿Quién podría decirlo? Lo importante es el redescubrimiento por parte de Pilar de varias cuestiones, entre ellas, que siempre existe alguien en peor situación, y en mayor necesidad, y que su marido no es médico por ambición, sino por devoción.



1.Julio Diamante a Luis Fernández Colorado, en
Los “Nuevos Cines” en España. Filmoteca Española/Instituto Valencià de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay/Festival de Cine de Gijón/Centro Galego de Arte da Imaxe/Filmoteca de Andalucia, Valencia, 2003.


2.Julio Diamante: De la idea al film. Cátedra, Madrid, 2010.