viernes, 26 de agosto de 2022

El último magnate (1976)


Hubo productores indispensables en el desarrollo de Hollywood. De hecho, sin los Irving Thalberg, Samuel Goldwyn, Jesse Lasky, Louis B. Mayer, Carl LeammeJack Warner, Harry Cohn, David O. Selznick, Darryl F. Zanuck y otros magnates de la industria del cine, no habría existido aquella fábrica de fantasías de celuloide que sobrevive en las grandes películas de entonces; las que todavía brillan y emocionan. Pero hoy, es impensable realizar aquel tipo de cine. Por un lado, el desarrollo tecnológico, mediático y social abrió nuevos caminos, nuevas ofertas y demandas; por otro, la industria actual ha perdido personalidad, ya no existen aquellas personalidades como el productor que Elia Kazan despide melancólico y elegíaco en El último magnate (The Last Tycoon, 1976) o las grandes estrellas que Billy Wilder entierra definitivamente en Fedora (1976). Ambas películas ponen fin cinematográfico a un periodo cuya muerte podría datarse en la década de 1960, cuando Hollywood empezó a perder a los cineastas que lo engrandecieron —este decenio vivió el adiós cinematográfico de Ford, Chaplin, Capra, Lang, Curtiz, Dwan y Walsh. Y no sorprende que fuesen dos de aquellos grandes directores que conocieron el viejo Hollywood quienes lo despidiesen: Kazan en su última película, y Wilder en su penúltimo film.



El protagonista de The Last Tycoon, la novela inacabada de Francis Scott Fitzgerald, se inspira en Irving Thalberg, a quien el escritor conocería durante su periodo de guionista. Este mítico productor, imponiéndose a la figura del director —por ejemplo, no dudó en poner fin al reinado de Stroheim en el plató—, cambió la industria cinematográfica hollywoodiense logrando construir un sistema de estudios que le sobrevivió. Elia Kazan parte de esa novela y de ese personaje interpretado por Robert De Niro, en el mejor momento de su carrera artística y el actor que, junto a Al Pacino, estaba llamado a ser la imagen icónica del nuevo Hollywood, a quien arropa con un reparto de lujo —Robert Mitchum, Tony Curtis, Jeanne Moreau, Ray Milland o Jack Nicholson, entre otros—, para introducirse en el mundo del cine, el que existe detrás de la pantalla, en los despachos y en los platós de rodaje, y lograr uno de los mejores retratos sobre aquel Hollywood que Kazan sublima en la figura de Monroe Starh, cerebro del estudio cinematográfico y magnate de la industria que nace con su irrupción y le sobrevive. Esa industria, donde los productores eran reyes y los guionistas y directores sus súbditos, moriría tiempo después. En la realidad, el director de La ley del silencio (On the Water Front, 1954) vivió el final de esa época y, en su adiós cinematográfico, se encarga de enterrarla, realizando este espléndido requiem cinematográfico producido por Sam Spiegel, probablemente uno de los últimos grandes productores, y escrito por Harold Pinter.



Hollywood, década de 1930, Monroe vive entre las películas y el amor perdido, el de la mujer fallecida que no puede olvidar —su retrato, en la oficina, lo confirma sin necesidad de expresar la morriña del ser querido—, la única en la que piensa, y a quien cree reencontrar en Kathleen, la joven con quien inicia una relación que le invita a soñar su propia película. Mientras Monroe se enamora, Kazan nos va descubriendo el país de cine donde el joven productor es el príncipe, rodeado de viejos monarcas que aguardan su caída, o de actores y actrices que pretenden imponer sus caprichos. Entre la admiración y la envidia, observamos al productor y sus conocimientos del sistema, el que crea y cree dominar, pero la creciente demanda de los guionistas, que desean un trozo del pastel del que forman parte imprescindible, pero del cual no comen, le pone en jaque. El personaje principal, a quien De Niro dio vida, es complejo: sufre, pero lo silencia, se entrega a su profesión y asume que solo está haciendo una película, la que desvíe su atención del dolor y de la nostalgia del pasado y de un futuro imposible, mientras vive su presente por y para el cine.



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