lunes, 15 de agosto de 2022

Fiebre de venganza (1953)


Los cineastas que triunfaron en el periodo silente y en el sonoro (
Raoul Walsh, King Vidor, Frank Capra, por citar tres de los que he leído sus memorias) se mostraron unánimes a la hora de hablar de la decadencia de Hollywood, señalando la misma época y motivos similares —culpa de la propia industria cinematográfica. Cierto que siempre habrá alguna sorpresa agradable, incluso magistral, pero desde aquel entonces la cosa no ha mejorado y, aunque el ayer y el hoy son distintos, el cine hollywoodiense actual (y de otras cinematografías que lo imitan y pierden su identidad) debería tomarse unos segundos para volver la vista atrás y reflexionar sobre las palabras de aquellos grandes directores, porque, como demostraron una y otra vez, el beneficio económico y las buenas películas no son incompatibles. Pero es más fácil y rentable apostar por la octava o novena parte de un mal film que arriesgarse e intentar dar rienda suelta a esa imaginación a la que se refería un grande como Walsh en sus memorias: <<es necesario contar con la imaginación>>. Lo dicho hasta ahora no niega la realidad de que ningún cineasta tiene una filmografía perfecta. Es decir, que todas sus películas mantengan un nivel elevado y similar. Incluso las trayectorias de los más grandes sufren altibajos, pero la de estos directores los presentan menos pronunciados que los de la mayoría de sus colegas de profesión. Como he dicho, son los grandes; y Walsh fue de los más grandes de aquel Hollywood que empezó su agonía en la segunda mitad del siglo XX. La prueba de la grandeza de “tipos” como Walsh son sus películas. Incluso las menos logradas desarrollan algo que las aparta de la vulgaridad, sea el ritmo narrativo, en el caso de este cineasta digno del aplauso de cualquier amante del cine. En Fiebre de venganza (Gun Fury, 1953), uno de sus peores westerns, un film rodado y estrenado en 3-D y de apariencia de serie B, no es una excepción. Aunque sea un western irregular, encuentra atractivo en la figura de Frank Slayton (Philip Carey), un villano que salva parte de la función en su obsesión con Jennifer (Donna Reed), a quien rapta después de asaltar la diligencia en la que viajan y de dar por muerto a Ben Warren (Rock Hudson). La trama es bastante simple: Ben, el prometido de Jennifer, es el supuesto héroe de la película y, una vez recuperado, inicia su persecución con la ayuda de Jess (Leo Gordon), la mano derecha de Slayton, a quien este había abandonado a su suerte. La simpleza argumental no es sinónimo de aburrimiento, al menos en este caso que, como ya se ha dicho, presenta el aliciente de Slayton, a quien a primera vista Walsh define como un bandido sin escrúpulos. Y lo es, pero también lo muestra como un solitario, aunque rodeado de sus secuaces, que anhela aquello que descubre en la chica, refinada y elegante, parecida a las damas sureñas que él habría conocido y frecuentado antes de que estallase la guerra y se convirtiese en uno de los forajidos más temidos del oeste. Ese temor, el que genera el bandido, juega en contra de Warren, cuando intenta reclutar hombres que le ayuden en su búsqueda. Solo aquellos pocos que se mueven por el deseo de venganza se unen a él. Así pues, primero recluta a Jess, a quien le guía el afán de vengarse; de igual modo, el indio pretende matar al forajido para saldar cuentas, y por último está la joven enamorada que ha sido despreciada por Sleyton al no encontrar en ella la imagen que sí observa en su cautiva, a quien desea más que el oro robado, y que genera el malestar entre sus hombres cuando se enteran que ni Warren ni Jess han muerto; se encuentran muy vivos y les persiguen para darles caza.



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