Después de los grandes éxitos platónicos de la caverna, el carro alado y la media naranja, le tocó el turno a Aristóteles, que carecía de la chispa fantasiosa y mística de quien había sido su maestro. Mas el fundador del Liceo tenía su Ética, una impensable para nuestros días. Pero en su época y en su lugar, aquella Ética, en la que habla de la virtud es medio entre dos extremos, entraba dentro de lo aceptado y, seguramente, su autor creía que era justa y acertada. Fue entonces cuando “impregnó” a la filosofía de su sentido biológico, pero el éxito aristotélico tendría que aguardar. Su mayor reconocimiento, llegaría más adelante, allá por el Bajo Medievo, cuando, después de darse a conocer en la Europa occidental —gracias a las traducciones de sus textos, introducidos por los árabes en occidente a través de la península ibérica o de Sicilia—, Tomás de Aquino tomó de la filosofía de Aristóteles e hizo la propia, la cual no tardó en imponerse entre los teólogos católicos. Hasta entonces, los pensadores de la Iglesia habían encontrado en Platón, por vía neoplatonista, el modelo a seguir, pero con Aquino el tracio se puso de moda.
El sentido común de Aristóteles, se entiende que común para entonces, le llevó a ser el más “docente” y “científico” entre los grandes pensadores clásicos; también fue el último de la ilustre e irrepetible estirpe de filósofos anteriores al helenismo: ese grupo de elegidos formado por los dispares Pitágoras, Heráclito, Parménides, Empédocles, Anaxágoras, Demócrito, Protágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles. En ellos se encuentra una variada gama de ideas, muchas de las cuales podrían sonar, a oídos de hoy, irrisorias, aunque en su momento tales ideas fueron fundamentales para originar el pensamiento occidental. Por ejemplo, y sin exclusividad por su parte, Aristóteles no creía en la igualdad, sino en la “recta proporción”, y aceptaba la esclavitud (de otros). La consideraba necesaria para que el virtuoso pudiese descansar y pensar, a costa del trabajo esclavo. Asumía la superioridad del padre dentro de la familia; y decía algo así como que no se podía dar una relación de amistad entre amo y esclavo o al menos no una amistad verdadera —para el nacido en Estagira existían tres tipos de amistad: “por interés”, “por placer” y la “perfecta”. Pero si la relación se producía ya no como siervo y señor, sino como individuos magnánimos de igual valía, sí podría darse. Esa es para él la “amistad perfecta”, la que se produce entre dos iguales virtuosos, y en beneficio de ambos. Si pienso en esto, no me sorprendería ver en el Liceo al maestro concluyendo que pocos serían sus pares; y que si las relaciones de igualdad no podían darse entre padres e hijos ni entre esposos y esposas, sería impensable que él mantuviese amistad con quien no creyese su igual. Dudo que alguien así pudiese ganar el premio al amigo no clasista del año o al griego más simpático e irónico del periodo clásico. Puede que Aristófanes, que murió dos años antes de su nacimiento —se entiende que del filósofo, ya que sería el colmo del comediógrafo morir dos años antes de nacer— sea un candidato mas adecuado y satírico para el galardón al más bromista entre los prehelenistas.
Mientras esto escribo, pienso que hay quien conoce a Aristóteles de lectura; de vista ya es imposible y de oídas, son más numerosos que de lecturas, aunque dudo que ni unos ni otros piensen en él como defensor de la esclavitud y del patriarcado. Y no lo hacen, porque en una ciudad-estado como la vieja Atenas se aceptaba la esclavitud y el patriarcado, es decir la primacía del padre en la familia —sobre madre, hijos y siervos a la fuerza, que si bien no eran considerados hombres ni mujeres, sí eran vistos como propiedad o miembros sin derecho del núcleo familiar. Siglos después, esta situación no había variado excesivamente y en el mundo occidental continuaban dándose servidumbres no remuneradas y dominios de maridos y padres autoritarios; pero las ideas liberales y las humanistas empezaron a mirar con ojos distintos y el estado de las cosas empezó a variar, quizá no de repente, aunque sí en forma de ideas, algunas ya habían sido contempladas en parte por aquellos clásicos griegos, también por cínicos y estoicos, de quienes quizá otros posteriores recogiesen el ideal de la igualdad natural y de Derecho que los liberales del XVII y XVIII intentaron llevar de la idea a un primer intento de práctica moderna en Inglaterra, en las trece colonias que darían paso a Estados Unidos y en Francia.
La democracia e igualdad griegas de la Antigüedad no eran universales, tampoco lo fueron inicialmente las declaradas por los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) —de 159 años después sería la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)—, aunque la humanidad naciese con los mismos derechos en su estado natural —otro cantar fueron y son las realidades deparadas por su origen de clase, su sexo, su etnia o su estado socio-económico. A pesar de su no universalidad, aquel primer momento de la Modernidad ampliaba las fronteras y, en teoría no consumada en la práctica, ponía fin a la esclavitud y a la desigualdad. Menuda sorpresa se habría llevado Aristóteles al ver cuan equivocado estaba en ciertos aspectos de su pensamiento, base de la filosofía cristiana de la Baja Edad Media.
La filosofía aristotélica declina a partir del Renacimiento y deja de ser referente válido con los pensadores modernos. Es curioso como cambia el pensamiento humano, nunca lo hace de golpe, lo hace a lo largo del tiempo y de las diferentes influencias y rechazos de ideas previas. De modo que si este pensador del siglo IV a.C. viajase al Estados Unidos de finales del siglo XVIII, sería mayúscula su sorpresa. No por el viaje, sino por las ideas liberales de un país recién nacido, y nacido del y con el liberalismo inaugurado en Inglaterra por Locke. El griego quizá abriese la boca para expresar <<ohh>>, al escuchar hablar de Montesquieu o al toparse con Thomas Jefferson, John Adams, Benjamin Franklin y otros firmantes de la Declaración de Independencia (1776). Mas no se sorprendería si llegase al siglo XX y viese pasear la amistad de la señorita Daisy y su chofer o la de Don Shirley y su conductor. ¿Qué pensaría? Probablemente, que ambas son “amistades perfectas”. La sorpresa del griego sería algo natural al choque entre su pensamiento y el que descubre en una época de las revoluciones liberales, pero quizá viese su idea de amistad perfecta validada dos mil trescientos años después, aunque el espacio donde se desarrollan Paseando a Miss Daisy (Driving Miss Daisy, Bruce Beresford, 1989) o Green Book (Peter Farrelly, 2018) nada tiene que ver con aquella Grecia de ideas y descubrimientos que serían rechazados o que irían evolucionando a lo largo de los siglos para deparar nuestro hoy. Hace tiempo que Aristóteles dejó de ser válido para la ética y la política, pero eso no implica que no haya dejado su impronta en la Historia. Hoy, es una curiosidad histórica y un paso evolutivo en la Filosofía, pero cabe recordar que tuvieron que transcurrir más de mil quinientos años hasta que el mundo vio a otro filósofo de talla similar: Descartes, que, por cierto, es quien abre las puertas al individualismo que posteriormente sería fundamental en el liberalismo y más...
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