domingo, 30 de octubre de 2022

Jorge Semprún. Militancia, cine y literatura


Su abuelo materno, Antonio Maura (1853-1925), ocupó distintos ministerios y fue presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII. En el año 1931, sus tíos Gabriel (1879-1963) y Miguel (1887-1971) Maura asumieron respectivamente los Ministerios de Trabajo y Previsión y el de Gobernación. Su padre, José María Semprún Gurrea (1893-1966), que había sido gobernador civil en Toledo y en Santander, en 1931, y embajador de la República en La Haya durante la guerra civil, hubo de exiliarse en Francia para huir de las represalias de los golpistas militares que se alzaron contra el gobierno de la Segunda República en 1936. Si bien la política le venía de cuna, el exilio fue precipitado por la guerra, provocando que Jorge Semprún (1923-2011) viviese su adolescencia entre Holanda y Francia en un periodo bélico de luchas ideológicas, de ocupación alemana de la práctica totalidad del continente europeo, de destrucción y de muerte; también de supervivencia, de ambigüedad y de sombras en la clandestinidad. Primero se unió a la resistencia, pero durante una redada fue apresado por la Gestapo y, en enero de 1944, enviado al campo de concentración de Buchenwald donde, gracias a su fluido alemán —de niño, parte de su educación recayó en su institutriz suiza que le enseñó el idioma de Goethe y Rilke— a que el desconocido encargado del registro lo inscribió como estuquista (obrero especializado en trabajos con estuco) y no como estudiante —al igual que sucedía en el Gulag soviético, a los intelectuales los destinaban a las labores más duras—, fue destinado a un trabajo administrativo en el que se decidía sobre el futuro de los deportados, un trabajo más liviano físicamente que los forzados, pero de pesadez moral de las que encoge. Por entonces, tomó parte en el levantamiento armado en el campo y, ya concluida la guerra, pasó a formar parte de la lucha clandestina del PCE contra el régimen franquista.



Por aquellos años, Semprún todavía cree en el estalinismo, que rechazará cuando conozca la realidad estalinista que se desvela tras la muerte del dictador soviético, cuando el deshielo destape miles de crímenes ordenados por aquel a quien llamaban “padre”. Poco a poco, mientras viaja de Francia a España —donde vivía seis meses al año bajo la identidad de Federico Sánchez— y de esta a aquella, el pensamiento de Semprún va tomando conciencia de la realidad que se vive en su país natal, la cual le lleva a discrepar de las directivas del Comité del que forma parte. Su pensamiento y el de Santiago Carrillo, por entonces líder del Partido, difieren, lo que le lleva a disentir de la postura oficial, indicando que los dirigentes del PCE no miran la realidad, sino que la ilusionan y que deberían pensar en una transición pacífica (y no en una revolución ya imposible). En 1964, es expulsado por mantener una perspectiva que se aparta de la ortodoxia del Partido. <<La expulsión me produjo un sufrimiento moral insoportable para el que no había compensación posible. Mi problema es que, tras tantos años, tuve que reconstruir mi vida entera, a partir de otras ilusiones. Y ese desengaño, ese dejar de ser, ese no ser, provocó en mí un efecto mayor que la tortura física de la Gestapo.>> (1)



Ese mismo año se produjo su encuentro con Alain Resnais, que le propuso realizar un film sobre los militantes en su lucha clandestina. La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966) fue una especie de purga para él, como su militancia activa le había permitido exorcizar viejos fantasmas de la guerra. <<La literatura me facilitó la ruptura política y la ruptura política, la literaria. Cuando volví del campo de concentración la literatura no me sirvió porque la escritura de lo vivido, aún en caliente, me hubiese conducido al suicidio, mientras que la lucha política me permitió entonces dar un sentido a mi vida. La clandestinidad fue entonces la mejor terapia, aunque fuese con la idea del mañanamañana acabamos con Franco, mañana la revolución, pero me permitió reorganizar mi memoria, y escribir El largo viaje. Cuando me expulsaron del PCE, la política me condujo a la literatura. Sí, fui de una a otra como un hombre abierto, sin dolor.>> (2) Tanto en El largo viaje como en el film de Resnais, el narrador de la novela y el personaje cinematográfico son parte del propio Semprún: uno narra su viaje hacia el “campo”, recordando fragmentos de su pasado y de su futuro inmediatos, y el otro, escéptico y desencantado, deambula su desánimo viendo y pensando la realidad que los dirigentes del partido se niegan a ver, la misma que los jóvenes revolucionarios interpretan desde una perspectiva romántica que la desvirtúa.



Su formación intelectual y su amplia cultura, unidas a su compromiso con la Historia del siglo XX y a su pensamiento político y social, lo llevan hacia ese tipo de cine comprometido que deparará su encuentro con Costa Gavras, para quien ejercerá de guionista en tres películas de denuncia, de las cuales Z (1969) es la más famosa y una de las cimas del cine político realizado en la década de 1970. Su contacto con el cine no solo se redujo al guion, en 1974 dirigió el documental Les deux mémoires, en el que contó con la presencia de Costa-Gavras y de su amigo, el actor y cantante, Yves Montand, a quien había conoció en 1963, poco antes de que ambos participasen en La guerra ha terminado. Desde entonces, volverían a coincidir en títulos como Z, La confesión (L’aveu, Costa-Gavras, 1970), Les deux memoires (1974), el único film realizado por el escritor madrileño, o Las rutas del sur (Les routes du sud, Joseph Losey, 1978). Del resto de su producción, destacan su guion para el film El atentado (L’attentat, Yves Boisset, 1974), Stavisky (1974), su segunda y última colaboración con Resnais, Sección especial (Section spéciale, 1975), de nuevo junto Costa-Gavras, y su contribución en el guion de la serie de televisión Los desastres de la guerra (Mario Camus, 1983), la única producción española en la que participó. Pero Semprún dejó una importante obra literaria que recorre hechos historias y su memoria en libros como El largo viaje, premio Formentor en 1964, La escritura o la vida o Autobiografía de Federico Sánchez —nombre con el que había vivido en la clandestinidad—, premio Planeta 1977, que van completando un panorama íntimo e histórico. Su obra nace de sus experiencias personales y de los hechos históricos que las condicionaron: la guerra civil española, la ocupación alemana de Francia, la resistencia francesa, los campos de concentración nazis, la militancia comunista, el exilio, la clandestinidad, la lucha antifascista, en particular contra el franquismo... De todo ello fue testigo y protagonista; de todo ello hizo memoria. Y ya hacia finales de la década de 1980, con el gobierno socialista en el poder, se produjo algo que no era novedoso, pero sí curioso: que un “enemigo” de su país acabase siendo ministro de ese mismo país donde había sido proscrito; en su caso, de Cultura, entre 1988 y 1991.



(1) (2) Entrevista publicada en El Cultural, el 12 de noviembre de 2010.


sábado, 29 de octubre de 2022

El día que el payaso lloró (1972)


En la que iba a ser su primera película “seria”, Jerry Lewis no abandonaba su papel de “payaso”, sino que se servía de él para enfatizar la sinrazón que rodea y en la que cae su personaje, un clown que había vivido tiempos mejores y que en el presente del film es una vieja gloria olvidada. Ese personaje, Helmut Dorrs, que mal vive de sus recuerdos de esplendor, es encerrado en un campo de concentración nazi donde su indiferencia inicial, ante el sufrimiento de los prisioneros y víctimas, da paso a su contacto con los niños de campo, en quienes encuentra su público y a quienes conduce entretenidos hacia las cámaras de gas. Tanto los carceleros como los presos ven en ello la solución que evite el llanto y el miedo infantil, obviamente por cuestiones diferentes: los primeros por mantener el orden y los segundos por amor. En este aspecto, la situación de mantener la inocencia infantil alejada de la realidad, Lewis se adelantaba en más de dos décadas al Roberto Benigni de La vida es bella (La vita è bella, 1997), solo que el estadounidense no pudo ver su film estrenado por un problema de producción (el productor no ponía el dinero prometido y el actor tuvo que hacerse cargo de los gastos) y el posterior litigio sobre los derechos legales que enfrentó al cómico con la productora.


En sus memorias, el cineasta estadounidense habla de ese instante y deja la puerta abierta a un posible estreno del film. Se muestra decepcionado, pero también algo optimista. No obstante, Lewis no pudo ver hecho realidad el “sueño” de estrenar El día que el payaso lloró (The Day the Clown Cried, 1972), quizá una película que reivindicaría su innegable valía en su país natal, donde era menos reconocido que en Europa. <<La idea de hacer el papel de Helmut me llenaba de pánico. Me percataba de la soledad que había en él, del miedo, de la desesperación que yacía en los más profundo de su alma. Me daba cuenta de que esa interpretación no sería un asunto banal, sino el gran reto artístico de mi carrera profesional.>> Años después, expresaría que no deseaba que fuese estrenada, pero en 2015, dos años antes de su fallecimiento, donó a la Biblioteca del Congreso una copia del film, con la condición de que no fuese estrenado hasta 2025. Lo que podrá verse entonces es todavía una incógnita para la gran mayoría. Aunque haya tenido algún pase íntimo y haya circulado un montaje de una media hora, se trata de un film fantasma del que se conoce el argumento, cuyo guion original se debe a Joan O’Brien y Charles Denton —al parecer, ambos estaban decepcionados con lo que pudieron ver del film, incluso negándose a su estreno. Como apunté arriba, la historia de Helmut Doors y de El día que el payaso lloró se desarrollan en la Alemania nazi, en un campo de exterminio donde los judíos son despojados de su identidad y de su vida. Para sus carceleros, apenas son animales que conducir al matadero, pero utilizan al payaso —que ha sido encerrado por burlarse de Hitler, en un local público— para que acompañe a los niños y los mantenga entretenidos, confiados, sin sospechar que nunca regresarán a la luz.




viernes, 28 de octubre de 2022

Voltaire, creencias, gustos y opiniones


“La sainte cène du patriarche”

autor: Jean Huber


<<Si un hombre quiere persuadir de su religión a unos extranjeros o a sus compatriotas, ¿no tiene que emprender la tarea con la más insinuante dulzura y la moderación más atractiva? Si empieza diciendo que lo que anuncia ya está demostrado, encontrará una multitud de incrédulos; si se atreve a decirles que no rechacen su doctrina más que si esta condena sus pasiones, que su corazón ha corrompido a sus espíritus, que solo tienen una falsa y orgullosa razón, les indigna, les anima en su contra. Él mismo arruina lo que quiere establecer.


Si la religión que anuncia es verdadera, ¿el arrebato y la insolencia la harán más verdadera? ¿Os encolerizáis cuando decís que hay que ser delicado, paciente, bienhechor, justo y cumplidor de los deberes sociales? No, ya que todo el mundo opina como vos. ¿Por qué le decís, pues, injurias a vuestro hermano cuando le predicáis una misteriosa metafísica? Es que su buen sentido irrita vuestro amor propio. Tenéis el orgullo de exigir que vuestro hermano someta su inteligencia a la vuestra. El orgullo humillado engendra cólera, no proviene de otra fuente. Un hombre herido por veinte balas de fusil en una batalla no se encoleriza. Pero un doctor herido porque se rechaza su opinión, se vuelve furioso e implacable>>


Entrecomillado de Voltaire: Diccionario filosófico. La religión. Séptima cuestión.


La tolerancia de Voltaire me lleva a suponer que sabría disculparme por añadir, al lado de “religión” y “doctrina”, ideología, opinión, gustos, creencias, preferencias,… El añadido no restaría validez al texto del ilustrado, puesto que continuaría ilustrando sobre la intolerancia y el respeto, la exposición e imposición, sobre la coacción disfrazada de razón. El irónico y racional autor de “Cándido” era consciente de que cuando se impone la razón, ya no es la razón, pues esta no necesita imponerse, su naturaleza no se lo permite. Sencillamente sucede que, a menudo, llamamos “razón” a nuestras ideas y opiniones, sobre todo cuando perseguimos o tratamos de imponerlas a las ideas y opiniones ajenas.


Sucede que también se intenta imponer tal o cual idea/creencia disfrazada de tolerancia e incluso disfrazada de víctima de otras ideas/creencias. Por ejemplo, sin que exista motivo alguno que justifique su empleo, a veces se da el caso de que alguien se queda sin argumentos y expresa “es cuestión de gustos y sería bueno respetarlo” cuando otro alguien ofrece una opinión que contradice la que el primer alguien defiende. Cierto: “es cuestión de gustos y sería bueno respetarlo”, cuando se trata de gustos, pero estos no son opinión ni opinables. La opinión sí puede ser rebatida; de hecho, en el momento que sale a la luz invita a que otras hagan lo propio. Se supone que nace de contemplar lo opinado desde el conocimiento objetivo y la reflexión del sujeto; al contrario que el gusto, cuyo origen es exclusividad del subjetivo —no interviene la razón, sino lo emocional e irracional, pues, aunque el gusto se encuentre condicionado por factores externos que lo orientan y condicionan las elecciones, dudo que pueda explicarse. En casos así, la frase hecha habla por lo que oculta, no por lo que expresa a viva voz. Desvela infantilismo y la intención de predisponer contra quien no está de acuerdo y disiente. Por esto, más que manipulador, su uso es infantil y, en su tono conciliador, sustituye el cabreo del médico que Voltaire emplea de ejemplo para expresar que nos cuesta encajar que nos rebatan las opiniones, que no obedecen a los gustos (o no deberían). Otra cuestión son los gustos. Ahí, nadie se equivoca, ni nadie puede rebatirlos...

“Voltaire im Lesezimmer des Café Procope”

Autor: Claudius Jacquand

jueves, 27 de octubre de 2022

La guerra ha terminado (1966)


La intención original era empezar este texto preguntando si alguien recuerda un siglo de la Historia en el que no haya habido guerras. Pero, ¿para qué —me dije—, si se trata de una pregunta cuya respuesta es obvia? La humanidad ya se muestra belicosa desde antes de desarrollar la escritura, pero esas guerras eran la “infancia” —empezar a guerrear antes que a hablar— y su radio de acción de menor alcance que los grandes conflictos de la Historia. Estos últimos son cosa distinta a aquellos “infantiles”, aunque existan aspectos y orígenes que los acerquen: disputas territoriales, choques de ego y de creencias, intereses económicos... También se podría decir que, desde que tomamos conciencia de ser, la lucha nunca ha terminado, sino que ha derivado en otras y que solo se toma breves periodos de descanso, según el lugar y el momento, o que incluso en la calma existan en la clandestinidad. Tras la salida forzosa de España, Jorge Semprún se vio en el exilio. Por entonces apenas era un adolescente, pero ya a los dieciocho años se unió a la resistencia francesa y al partido comunista. Capturado y enviado al campo de Buchenwald, sobrevivió a la guerra y continuó su lucha clandestina; entonces contra el régimen franquista. De su experiencia en la sombra y dentro del partido comunista, saldría su primer guion, que también le serviría para poner fin con ese pasado militante que hereda el personaje de Yves Montand, cuya interpretación marcó un antes y un después en su carrera de actor. Alain Resnais, el más comprometido (políticamente) de la nouvelle vague, fue quien le dio forma cinematográfica en La guerra se ha terminado (Le guerre est finie, 1966). El gran cineasta de El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961) abordó un conflicto inacabado que no solo se limita a los tres años de la guerra civil española, a la que el realizador ya se había acercado brevemente en el espléndido cortometraje documental Guernica (1951). Pero el interés de Resnais recae en la intimidad del militante clandestino y en su conflicto con su partido. Durante una entrevista, el realizador recordó que le había dicho a Semprún que <<No se trata de hacer una película sobre España, porque está demasiado cerca de usted, y además yo no conozco nada de ella. Lo que me interesa es su experiencia de militante>>. Y así el ya ex militante se convirtió en guionista.



Dictadura, exilio y clandestinidad son tres compañeras en la vida del militante comunista interpretado por Yves Montand, personaje que seguramente tiene mucho del propio Semprún y que todavía lucha contra el régimen militar y totalitario que se levantó en armas contra la democracia española. Ahora vive en París, pero viaja en la clandestinidad a España, ejerciendo de correo para el partido. Resnais narra esta ficción a partir de la realidad vivida por el guionista, que sería apartado del partido cuando empezó a criticar la política de los dirigentes, critica similar a la que asume el personaje y la película. El director de Hirosima mon amour (1958) emplea una voz que es al tiempo narrador, conciencia y memoria en el transitar de un hombre cansado, pero que se niega a dejar de luchar en una guerra cada vez más irreal o más distante de la realidad. La suya, es una lucha en la sombra y en el silencio. ¿Cuántos nombres habrá tenido? ¿Cuántas vidas ajenas habrá vivido? Son algo más de veinticinco años de lucha clandestina, de vivir asumiendo identidades ajenas, durmiendo en camas y con mujeres distintas, viajando entre uno y otro lado de la frontera, sospechando y temiendo, consciente de que en algún momento alguien podría decir su nombre verdadero. ¿Carlos? ¿Domingo? ¿Diego? ¿Jorge Semprún? <<A veces, cuando oigo mi nombre, me sobresalto>>, le dice el protagonista a Nadine (Genevieve Bujold) cuando esta, después de la escena de sexo que escapa de la realidad, le pregunta su nombre. Resnais no solo juega con el tiempo sino con la identidad, el pensamiento y la memoria, pues las tres están ligadas a ese recorrido existencial que el cineasta muestra en apenas un par de jornadas en la vida de Diego, aunque abarque décadas, algo que comprendemos por el uso de la narración, imágenes que rompen el momento (como si la mente del protagonista viajase a otro lugar, lejos de donde se encuentra), y de la voz en off que plantea interrogantes, apunta las situaciones y también la interioridad del clandestino. Aunque emplea espacios e iluminación naturales, Resnais logra escapar del realismo y del documentalismo e interioriza en Diego, en su relación con la realidad e irrealidad política, con su partido y los jóvenes leninistas que abogan por la acción violenta, con sus pensamientos, sus distintos yo o la ausencia de uno, y el compromiso sentimental que le une a Marianne (Ingrid Thulin) y viceversa.




martes, 25 de octubre de 2022

Lola (abuela) (2009)


Hubo y hay cineastas que intentan contar historias de su entorno, de su tiempo y de personas que pueden ser uno más entre la multitud. King Vidor en …Y el mundo marcha (The Crowd, 1927) o en La calle (The Street, 1931), Chaplin y su vagabundo u Ozu y sus historias cotidianas nos muestran realidades del día a día, aunque las situaciones a veces sean extraordinarias, aquellas que rompen la monotonía de la cotidianidad. Una de las cumbres del neorrealismo italiano encuentra en un jubilado a su protagonista, cuya humanidad rebosa y desborda. Con sensibilidad, pero con la determinación de mirar a los ojos de su personaje, Vittorio de Sica y su guionista Cesare Zavattini acompañan a Umberto en su ir y venir diario dando forma a una especie de crónica del desamparado, del jubilado que apenas sobrevive rodeado de la indiferencia y de la burocracia. Pero aquella Italia de 1950 no tiene que ver con las Filipinas de 2009, ¿o sí? Aunque los países y la época difieran, las personas siguen siendo personas. Sus necesidades básicas son las mismas y el dinero, su ausencia en los casos del protagonista de Umberto D y de las dos abuelas de Lola (2009), marca el deambular de los personajes por ciudades ajenas a su dolor. Según las situaciones que viven, ríen, lloran, sufren, celebran o deambulan buscando soluciones a los problema que se presentan en determinados momentos para trastocar sus existencias. Este tipo de cine, quizá no llene las salas comerciales, pero sí llena la pantalla con humanidad y cercanía. Viendo películas como Lola se comprende que el cine todavía puede ser reflejo de entornos reales y de vidas cotidianas, aunque algún suceso provoque que la cotidianidad dé paso a ese instante extraordinario que asoma en la pantalla y golpea a los personajes. Umberto D y Lola son dos films que afirman y confirman que no todo en el cine es espectáculo sin vida, misiones imposibles o vuelos supersónicos, sino que hay vida y veracidad emocional en el lento caminar de un pensionista italiano y de dos abuelas filipinas, heroínas cotidianas, por espacios depresivos donde la miseria no es la excepción, sino la regla.



En Tagalo, idioma mayoritario en Filipinas, nuestra abuela es su lola y esta palabra es el título escogido por Brillante Mendoza para su film, que apuesta por el ritmo lento, los rostros y las emociones humanas de sus protagonistas. Apuesta y gana, aferrándose a los sonidos y a las imágenes urbanas y humanas, prescindiendo de adornos y llevando a escena su planificación precisa y naturalista, tanto que, cuanto vemos, parece natural a la realidad representada. Mendoza asume dar testimonio de las odiseas de las dos abuelas y saca la cámara a la calle o la introduce en los espacios cerrados donde también las acompaña. El entorno urbano se presenta marginal y las situaciones apuntan que la vida humana parece haber perdido algo por el camino de una supuesta evolución: el asesinato del nieto de una de las protagonistas por un teléfono móvil, el robo de un bolso en el autobús o la aparente indiferencia ante el dolor de las ancianas. Las dos mujeres se encuentran en una situación que inicialmente las sitúa en polos opuestos, puesto que una es la abuela de la víctima asesinada y la otra lo es del sospechoso del homicidio; pero esa distancia es circunstancial. El cineasta no tardará en aclararlo; lo hará cuando se centre en ambas y nos muestre sus paralelismos. Un primer momento, hasta que se cambia de protagonista en la comisaría donde ambas se cruzan sin saber quiénes son, la cámara sigue a la lola de Jay Jay, el niño pequeño que la acompaña por los espacios que nos llevan desde el lugar del asesinato hasta la comisaría, montando en un autobús urbano donde se produce el robo de un bolso, y pasando por la funeraria, donde el negocio siempre está vivo, o al lugar donde trabajaba el fallecido. Todo ese recorrido muestra un espacio depresivo y pesimista, y a una mujer zarandeaba por los acontecimientos y la extrañeza que le produce la modernidad que apenas reconoce. Pero ella no se rinde. Su humanidad, sus valores, su responsabilidad y su amor la empujan en busca de hacer posible su intención de enterrar dignamente a su nieto fallecido. Tampoco se rinde la abuela Burgos, que hace lo propio para logra una segunda oportunidad para su nieto, encerrado en la cárcel. Mendoza se centra en ambas y mira cara a cara sus cotidianidades: la alegría de la captura de los peces que servirán de comida, el trabajo callejero, la indiferencia que se adueña del entorno urbano moderno, la adicción al televisor en el hogar, la miseria y la entrega incansable de estas dos heroínas, que no lucen traje ajustado, sino arrugas y piernas cansadas, cuya lentitud apunta los años de cargas acumuladas y de una vida de lucha y entrega, dedicada a los suyos, sin importar las condiciones materiales o climáticas, solo mantener a flote a sus núcleos familiares.




lunes, 24 de octubre de 2022

Hölderlin. Dioses y mendigos


Científicas, idealistas, filosóficas, irónicas, absurdas, burlescas, religiosas, simplistas, poéticas,… hay definiciones de “ser humano” variadas y variopintas, tantas como seres humanos hayan intentado definirnos. De las que he leído, Friedrich Hölderlin escribió una que llamó mi atención. En “Hiperión o el eremita en Grecia”, el poeta escribe <<el hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona>>. Con tinta invisible, subrayé esas palabras en mi mente porque fueron causa de mi despertar aquel día en el que descubrí que el escritor, otro de los genios en quien humanidad y arte forman unidad indisoluble a flor de piel, nos atribuye ser dioses en la inconsciencia (y en la infancia) y mendigos en la consciencia (y en la edad adulta).

Lo divino, lo irracional, lo onírico, lo inexplicable, nuestras fantasías y pasiones, en el despertar racional caen de las alturas a la tierra donde la ilusión cede dando paso a la racionalidad que nos hace morder el polvo, diferenciándonos <<de manera fundamental de lo que me rodea […] aislado entre la hermosura del mundo, […] expulsado del jardín de la naturaleza>>, sometiéndonos al pensamiento racional (y, más adelante en el tiempo, al científico y tecnológico) y obligándonos a aceptar nuestra condición humana, imperfecta y mortal, y nuestra imposibilidad de alcanzar lo soñado o de seguir soñando. Es ahí, ya sobre la tierra de la razón pura donde el mito y la pasión se destierran, cuando Hölderlin se rebela y se niega a dejar de soñar, supera límites racionales y crea su obra intemporal, incluso llegando a la locura cuyos primeros síntomas asoman en 1801.

Su conclusión, en mis palabras, nos sentimos pobres y huérfanos, expulsados del paraíso, cuando dejamos de soñar y nos hacemos conscientes de nuestros límites y los limítanos más si cabe. Hölderlin lo explica mejor. Dice que, perdido el entusiasmo, <<ahí se queda, como el hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino>>. Pero sea en orfandad o en expulsión, el despertar nos ancla a un tiempo de mendicidad e insomnio durante el cual buscamos y anhelamos soñar lo sublime y fantasear la omnipotencia pérdida (la libertad y la inmortalidad que Hiperión atribuye a la niñez: <<¡Calma de la infancia, calma divina! >> <<El niño es inmortal pues nada sabe de la muerte>>), quizá, respectivamente, solo acariciadas por el arte y en la infancia —estado humano que poetas como Hölderlin o Baudelaire consideran el paraíso perdido, el que perdemos al pasar a la edad adulta.

Esta búsqueda y querer amenazan apagarse y desaparecer definitivamente en el tiempo, pero en los casos extremos, tal deseo puede crear artistas sublimes como Hölderlin o Van Gogh, pensadores como Nietzsche o Marx, degenerar en megalomanía —ejemplos hay sobrados a lo largo de la historia, llámese Alejandro, César, Napoleón, Stalin o Hitler, aunque estos dos últimos comen aparte— o deparar la “esclavitud” —<<¿Por qué busca la esclavitud cuando podría ser un dios?, se pregunta Hiperion adelantándose al superhombre anunciado en “Zaratustra”— como vía de escape a una angustia existencial crónica, nacida del temor a vivir esa “mendicidad”.

“Morir es dormir… y tal vez soñar”, creo recordar que desbarraba Hamlet a solas, o la vida es sueño, escribió Calderón, pero hubo otros que también abrazaron el sueño, tal como Nikolái Nekrásov, que dijo <<dormirse… y viene el buen sueño y el preso se convierte en zar>>. Quizá Salomón, sin saber que algún día Aristóteles vería la luz, asumiese la proporción media aristotélica para acercar el equilibrio, el medio despierto y medio dormido, o quizá esta proporción solo abra las puertas a un purgatorio donde igual miramos arriba que abajo y nos descubrimos siendo un Aquiles empeñado perpetuar la adolescencia o atrapados en la indiferencia. Pensando en ello, y en que no soy romántico, ni racional, ni pretendo divinidad alguna, llegó la noche y caí rendido hasta que el nuevo amanecer me trajo el despertar con versos que también nos definen:

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.

Antonio Machado



domingo, 23 de octubre de 2022

Mamá, hay un hombre blanco en tu cama (1989)


Ante un título como Mamá, hay un hombre blanco en tu cama (Romuald et Juliette, 1989), ¿qué decir? ¿Preguntar por qué en lugar de traducir el original a la lengua correspondiente, o dejarlo tal cual, escogen uno tan engañoso y ridículo como este? Habrá quien responda que es pedante referirse a las películas por sus títulos originales y no por los “traducidos”, puede, pero si uno se detiene un minuto y sopesa la elección entre en la ridiculez Mamá hay un hombre blanco en tu cama y la pedantería Romuald et Juliette, la opción a elegir no parece muy difícil, aunque suene pedante. En España y Argentina, no así en Colombia, que se estrenó como Romualdo y Julieta, la distribuidora se fijó en el estreno estadounidense (Mama, there’s a man in your bed) y añadió “blanco” para lograr un título que no deja de responder al reclamo comercial que presuponen existe en la idea cómica de una relación sexual interracial. Pero dejando el título aparte, me centro en la película de Coline Serreau y veo que la directora y guionista prosigue con su cine sobre la crisis humana y la mujer en la sociedad contemporánea, apuntando la ceguera y la alienación de la clase media, también el despertar del protagonista masculino gracias a su contacto con su igual femenina. Serreau representa dos espacios, dos personas, dos familias, dos clases, dos sexos en Romuald (Daniel Auteuil) y Juliette (Firmine Richard). El del primero vive en un lujoso y amplio piso en la mejor zona de París, es director general de una importante empresa de yogures, está casado y tiene dos hijos. La segunda es una mujer trabajadora, con cinco hijos que mantener y cuidar, independiente, <<bella, valiente, divertida, llena de bondad […] y tiene muy mala leche>>, como la definirá el personaje de Auteuil una vez enamorado.



Juliette trabaja para Romuald, limpiando en el edificio de la empresa de la que él es director general. Acude cada noche, desde hace diez años, aunque el directivo no lo sepa, como tampoco sabe que Françoise (Catherine Salviat) le engaña con Paulin (Gilles Privat), el empleado que ha nombrado vicepresidente de la compañía, y en quien confía que incremente la producción de yogures de 200.000 a 250.000 por hora. Esto supone prescindir de los controles de calidad, pero el negocio es el negocio y este es la guerra, como demuestran los dos ejecutivos que desean trepar y hacer la cama a Romuald por no haber sido elegidos para el puesto. Blanche (Pierre Vernier) ataca denunciando un manejo de información privilegiada, para ganar en bolsa, que él mismo pone en marcha con la ayuda de la secretaria y amante del jefe; y Cloquet (Maxime Leroux) provoca una intoxicación y saca a la luz la ausencia de controles en la fábrica de yogures para culpar a Paulin y sustituirle. Serreau deja claro en qué manos está la empresa y cuál es el fin que persiguen: beneficios. Lo demás, o no importa o puede esperar. La crisis sanitaria y la acusación de emplear información privilegiada para su propio beneficio precipitan la caída de Romuald y su contacto con Juliette, que se descubre como una persona de recursos, una madre sacrificada y una mujer independiente que no está dispuesta a perder su independencia. La huida de Romuald, que se oculta en el pequeño apartamento de Juliette, le permite conocer de lleno el lugar donde habita su benefactora, un espacio reducido e incómodo, con la grifería de la bañera y la lavadora estropeada o con una cama que comparten varios hijos, pero, en definitiva, suyo, porque es ella quien con su trabajo paga el alquiler. Su independencia, sumado a su personalidad y su trato con los hombres (tiene cinco ex maridos y con todos mantiene buena relación) —<<pero necesita un hombre>>, le dice Romuald. <<No, los hombres me necesitan a mí>>, responde ella sin exageración ni presunción alguna, solo constatando una realidad— expresan su libertad y la intención de mantenerla intacta. Esa personalidad la descubre el fugitivo tras perder su estabilidad laboral y familiar; en realidad, una estabilidad ficticia, estancada en la incomunicación y la apatía generada por tener la sensación de tenerlo todo y realmente tener nada. Pero gracias a Juliette, Romuald vive su despertar y no duda en exclamar que <<La vida es corta, ¡pero hermosa!>>, pues ahora comprende aspectos que había olvidado o pasado por alto.




viernes, 21 de octubre de 2022

Carlos Velo, un cine de raíces


Pudo ser de los más grande documentalista de su tierra, pero la Guerra Civil precipitó que Carlos Velo fuese uno de los más destacados cineastas del cine mexicano, no en cuanto a la cantidad, sino por su contribución experimental y renovadora en noticiarios, documentales y en ficciones cinematográficas como Pedro Páramo (1966); así como en sus colaboraciones con directores tan dispares como Roberto Gavaldón, Fernando de Fuentes, Benito Alazraki, Luis Buñuel, Juan José Gurrola o Juan Ibáñez. Nacido en Cartelle (provincia de Ourense) en 1909, Velo tomó contacto con la fotografía y el cine en la ciudad de Ourense, filmando películas aficionadas junto al también futuro cineasta Antonio Román. Pero esta relación juvenil no influiría a ninguno de ellos, como corroboran dos filmografías muy diferentes. El contacto serio de Velo con el cine se inicia durante su estancia en Madrid, a donde su padre le envía a cursar medicina y donde él decide estudiar biología. Allí, dirige un cineclub y, emulando a sus admirados Robert Flaherty y Joris Ivens, se inicia en el cine como documentalista en La ciudad y el campo (1934). Del periodo previo al conflicto bélico, todavía se puede disfrutar su maestría documental en films como Almadrabas (1935) y Galicia (1936), que realizó junto Fernando G. Mantilla, crítico de cine y su pareja profesional en siete cortometrajes rodados entre 1934 y 1936.



La derrota republicana en la guerra civil precipitó la salida del cineasta a un campo de refugiados francés y, posteriormente, pudo llegar a México, uno de los países de acogida de los exiliados españoles. Allí también llegaron Luis Alcoriza, José Miguel García Ascot o Luis Buñuel, con quien Velo colaboraría en Nazarín (1958) y a quien había enviado las hormigas que salen en Un perro andaluz (1929), entre otros exiliados que de algún modo contribuyeron a engrandecer una extraordinaria cinematografía como la mexicana. Velo inició su periplo mexicano con noticieros para varias productoras, actividad que desarrolló entre 1946 y 1957. En 1947, regresaba al cine documental con Un día en la radio (1947); al que siguieron otros. Al contrario de Buñuel, que no creo escuela, debido a que su cine no puede tenerla al ser exclusivo de la mente del aragonés, Velo y su labor al lado del productor Manuel Barbechano Ponce fueron fundamentales en el cine del país norteamericano. Su asociación con Barbechano se inicia en 1953, y ya desde entonces destaca por su intención de renovar el noticiario. Al igual que los de Velo, los intereses de este productor independiente le guiaban hacia la realización de films arriesgados y de calidad —entre otras, produjo El gallo de oro (1964), a Roberto Gavaldón, Nazarín (1958), a Buñuel, las obras clave de Velo o los films de Jaime Humberto Hermosillo, María de mi corazón (1979) y Doña Herlinda y su hijo (1985). Artísticamente y experimentalmente, la colaboración de Barbechano y Velo deparó un cine antropológico de calidad, nuevas posibilidades y, en el caso del productor, lanzarse a la coproducción en títulos como Los clarines del miedo (Antonio Román, 1958) y Sonatas (Juan Antonio Bardem, 1959), en las que Velo participó como consejero de producción. Producidas por Barbechano, Raíces (Benito Alazraki, 1953) —en esta película no aparece acreditado como director, solo el debutante Alazraki, aunque sí como supervisor de producción y guionista—, Torero! (1956) y Pedro Páramo (1966) son pruebas cinematográficas de la impronta del cineasta ourensano en el cine mexicano. Son tres films que van del realismo documental de los dos primeros al mágico, del tercero. Pero no se trata de una evolución sorprende o que surge espontánea, sino de la amistad y el contacto de Velo con los escritores Carlos Fuentes, García Márquez y Juan Rulfo, y que las tres películas citadas encajan en su intención de realizar un tipo de cine etnográfico, atento a las raíces y la cultura popular.




jueves, 20 de octubre de 2022

Hablando de Nada


(Cualquier parecido con la realidad es fruto de las mentes que encuentren tal parecido)


Abandoné mi planeta natal con un millar de folios y una libreta de fragmentos de textos a los que quizá algún día encuentre sentido y forma. Pero lo dudo, ya que antes de emprender el exilio, aquel viento huracanado, que nos sorprendió en el exterior del puerto espacial y nos dejó sin lo puesto, voló los papeles de mis cinco manos. De los que pude recuperar, y todavía poseo, he decidido conservarlos en desorden. Total, ¿para qué intentar ordenar el caos y lamentar lo que el viento se lleva fuera de nuestro alcance? Pero, ya que carece de sentido, hablaré de Nada, mi planeta natal, donde vivimos comprando chucherías y mirando hacia otro lado. Dos costumbres como otras cualquiera que nos defina. Hubo quien dijo que eran parte del ejercicio de nuestra libertad. Levantamos cuatro monumentos en su honor y pusimos su nombre a un plato típico; pero más saboreamos y aplaudimos a quien, con las manos en los tres bolsillos del pantalón, como si no fuera con ella la cosa, dejó de silbar la famosa Marcha compuesta por el teniente Ricketts y afirmó que vivimos una libertad rodeada de barrotes invisibles, pero se está tan calentito que da amodorre y sensación de gustito. Aquel fue un momento glorioso e histórico para Nada y nadie —gentilicio sin género ni número, de uso común y particular para nombrar a las especies y a los individuos del planeta.


En algunos mundos desarrollados de este sector, y Nada lo es más que Ninguno, no solo vivimos felices celebrando el día de las golosinas y las festividades “más chulo que nadie”, “nadie te quiere”, “nadie es mejor que nadie” y “somos nadie”. También dedicamos jornadas a exigir sin la menor amabilidad y festejamos a quienes se ofenden cuando nadie les contradice y todo les contraría. En Nada, mandan las sombras por mediación de un venerable consejo de cambiantes que en privado asumen las funciones de hacer la colada, jugar a la pelota y trepar. En público, dominan el arte escénico. Tanto el cómico como el dramático. Ahora la lágrima y la risa fácil, ya el monólogo dual, aquel que al tiempo capta y desvia la atención del oyente, o nos sorprenden entonando melodías cuyo estribillo suelen repetir a coro. Sencillamente, allí se gobierna por mensualidades, se actúa de cara la galería, se emplea la doble intención y se cantan grandes éxitos como “Soy el oprimido del día, mamichuli” o “Dame megavatios o te imperialiso el resto del mes”. Para que nadie quede fuera de juego, en Nada está bien visto que nos animamos unos a otros a bailar, cantar, insultar, sustraer y aplastar, mientras que otros bailan, cantan, insultan, sustraen y aplastan a unos distintos; y así, hasta llegar a los primeros y completar la rueda que tanto nos divierte.


No siempre fue así, antes era un momento del que nadie se acuerda; también los que tiraban piedras a las lunas de los coches. La historia explica que hubo un “giro” que produjo un caótico respiro y el auge de la industria cristalera y del radiocasete de segunda mano. Lo que no dice, pero señala, es que el antes y el después no son comparables ni compatibles. Pertenecen a dos épocas distintas, la de la leña y la del ladrillo. Pensando en aquellos días, en su antes y su después, no dejo de darle vueltas a la idea de que, en cierta medida, la hipocresía y la estupidez son como la energía. No se destruyen, solo se transforman en otros tipos. Nos envuelven y condicionan. No sabemos cuándo o dónde van a surgir, pero por ahí andan, incluso latentes en nosotros mismos. Aunque es probable que nadie diga <<no, no en mí, que soy sincero, inteligente, justo y solidario>> o cante otra de las canciones de siempre mientras el viento sople a favor.


En Nada, nadie miente y busca en nadie lo que no queremos ver en nosotros mismos. Acusamos a otros porque eso nos acerca al resto. Hablando de sentimientos, nos caracterizamos por abrazar la sensiblería y por el uso de frases hechas; lo cual nos parece de una lógica aplastante, pues, como nos enseña uno de nuestros pensadores más admirados, si ya están hechas, habrá que usarlas. Pero, siendo sincero, lo que más nos gusta es hablar sin saber lo que decimos. Es fenomenal y gratificante escuchar nuestra voz repitiéndose cada vez con tono más elevado. Bien es cierto que contratamos las repeticiones deseadas a una empresa de eco, pero esta resulta más barata que el recibo de la compañía que nos ayuda a sacar de contexto los comentarios ajenos. Nos domina el optimismo radical —el más positivo y optimista de aquí, se queda corto—, y el cuarto día de cada semana, nos juntamos en las plazas de los pueblos y, durante hora y media y segundos añadidos, con alegría y confianza ciega en nuestras posibilidades y en nuestro venerable consejo, exclamamos “en Nada, todo es posible” y “nadie puede lograrlo”. Así desterramos la negación y la duda que pueda amenazar el amanecer del quinto día.


La fama galáctica de Nada es por nuestro dominio del lenguaje y del pensamiento simples. Somos universalmente conocidos por el uso de ambos. Claro que su aprendizaje no resulta fácil ni es inmediato. Nos preparan desde que nacemos. Nos lo enseñan en las casas, delante de un aparato que nos facilita expresiones, en las calles, mirando al suelo por si aparecen cacas sin dueño, alguna moneda o mensajes escritos, y en las escuelas, junto a las oraciones copulativas y la tabla de multiplicar por uno. A quien le enseñan la del dos, le llamamos portento, altas capacidades, lumbreras o enchufao, según el nivel educativo y la envidia del hablante. El genio es distinto, aunque también se le reconoce fácilmente. Cada hora, cual reloj de cuco, sale a la ventana, pronuncia tres palabras, muestra una imagen e impacta en el instante que precede al aplauso de los testigos. ¡Una maravilla! ¡Lo nunca visto! Pese los envidiosos que dicen que es cosa fácil. Ahí querría verles, dando ritmo y unidad lingüística-visual al asunto del día. Por otra parte, está un grupo no menos brillante, encargado de la corrección a la carta, de los valores variables, de los pregones y del cumplimiento del índice-nasal en rojo, práctica de complicada ejecución para la que ya se han instalado semáforos en rojo permanente en algunas calles de la zona central y de otras igual de pobladas.


No vayan a creer que esto es todo; Nada es mucho más variado que Ninguno, el planeta vecino donde no hay tantas máscaras ni tienen nuestra famosa fiesta de la espuma. Dicen que allí son unos sosos, pero, al no conocer Ninguno, no puedo afirmarlo o negarlo. En momentos como este, la nostalgia me puede al recordar el mío, me refiero a mi planeta. Lo veo a escala, en el planisferio que colgaba en el aula de la escuela donde supe de su forma semiesférica, achatada por su polo y por la zona del corte que la separó de la mitad que todavía buscamos en el firmamento estrellado la noche más corta del año, que nunca cae el mismo día. La verdad, no engaño a nadie si digo que es un lugar que todavía me sorprende, primero porque queda por allá, lejos, segundo porque aquí descubro que hay otros que también hablan y hablan de Nada.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Totò busca piso (1949)


El inicio de Totò busca piso (Totò cerca casa, 1949) exhibe desenfado mientras señala y muestra varios problemas de las grandes áreas urbanas donde millones de personas chocan, se bañan en las playas pegadas unas a otras por falta de espacio o llegan tarde al trabajo porque el transporte público va hasta los topes. Pero el narrador precisa: <<el problema de los problemas: una casa>> y ese problema afecta a Totò, el protagonista del primero de los nueve largometrajes que Mario Monicelli y Steno, de nombre Stefano Vanzini, dirigieron juntos. Ya desde este primer momento común, y con Age y Scarpelli en el guion, los apuros azuzan la picaresca en los personajes de Monicelli y Steno. Y Beniamino (Totó) es el primero de tantos. Vive con su mujer (Alda Mangini), su hijo (Mario Gattari) y su hija (Lia Amanda) en el sala de un colegio porque su sueldo en la oficina no le alcanza para pagar el alquiler de un piso. En ese mismo trabajo, entre papeleo y papeleo y más burocracia, se las ingenia para conseguir otro trabajo: el de guardián con derecho a piso. Así, con la buena nueva, llega feliz al lado de su familia a la que informa de que ya tienen casa con cuarto de baño, cocina y teléfono. Todo es alegría en el seno familiar, hasta que leen en el contrato que el empleo es de guardia de cementerio. Su mujer le dice que por ahí no pasa, ni muerta, exclama; pero Beniamino se impone y los cuatro se trasladan con algo de miedo en el cuerpo a una casa donde el pánico aumenta, iniciándose de ese modo un recorrido alocado por distintos espacios sin posibilidad de un hogar estable. La escuela, el cementerio, de vuelta al colegio, pero ahora con alumnado y profesorado, la buhardilla del pintor (Aroldo Tieri) y novio de la hija o el coliseo de Roma son lugares de transición donde la familia y la pareja de directores dan rienda suelta al humor absurdo y alocado que tiene como protagonista absoluto a Totò, un cómico inolvidable, asiduo protagonista de las películas del dúo Monicelli-Steno.




martes, 18 de octubre de 2022

Tres solteros y un biberón (1985)


En El chico (The Kid, 1921), Charles Chaplin se responsabilizó de la crianza y educación de un bebé que se convierte en el niño coprotagonista de una comedia de la que muy pocos confiaban su viabilidad comercial debido a su larga duración (era el primer largometraje del británico) y a su tono tragicómico. Su personaje era el padre y la madre, dualidad que también asumieron Antonio Vico en Mi tío jacinto (Ladislao Vajda, 1956) o Jerry Lewis en Yo soy el padre y la madre (Rock a  bye Baby, Frank Tashlin, 1958), en la que el cómico se hace cargo de los trillizos de la mujer de quien está enamorado, cuando, por cuestiones laborales, ella precisa que alguien se haga cargo de sus bebés. En la exitosa y premiada Tres solteros y un biberón (3 hommes et un coffin, 1985), Coline Serreau hace algo similar a lo que hizo Tashlin con Lewis: invierte los papeles y obliga a tres hombres a ser mamás durante la lactancia de la pequeña Marie. Lo hace para entretener en situaciones que desordenan la vida de sus protagonistas —Roland Giraud, Michel Boujenah y André Dussollier—, pero sobre todo para exponer una realidad que a menudo pasaba desapercibida para quien no la vivía; es decir, para que los tres hombres (y el resto) sean conscientes del esfuerzo, el amor y la dedicación que la mujer entrega a los hijos; y este es el punto que más interesa a la directora y guionista. Cierto que hoy, las distancias se han reducido y, en teoría, ya padres y madres se reparten el cuidado de sus bebés. Pero en la década de 1980 todavía solían ser las segundas quienes se levantaban por las noches, las que daban el biberón, bañaban a los bebés y quienes les cambiaba los pañales. En definitiva, la película quizá haya perdido vigencia en su mensaje, pero conserva el humor y la ternura de las situaciones generadas por la aparición de Marie en la vida de esos tres solteros a quienes la niña cambia la existencia, despertando su instinto maternal tras un primer momento de sorpresa y rechazo, probablemente de pánico porque el caos entra en sus vidas antes de crear un nuevo orden: conciliar la crianza y la vida laboral, dar esquinazo a la policía y a los traficantes en una confusión con un paquete de heroína, mantener las relaciones sociales y ver cómo pegar ojo por las noches.



Sin ser ninguna maravilla cinematográfica, la película tiene sus momentos y cumple con su doble propósito: mostrar esa maternidad que a menudo no era valorada —la escena de André Dussollier en el parque, junto al ex policía, sirve de reflexión no solo del personaje, sino de la directora— y entretener, sobre todo en su primera parte. Además, el tono ligero escogido por la cineasta parisina, desenfadado, maternal y cómico, ayudó a que Tres solteros y un biberón fuese una de las triunfadoras de los premios Cesar de 1986 —mejor película, actor secundario, para Michel Boujenah, y guion— y uno de los mayores éxitos comerciales del cine francés de los ochenta y esa circunstancia no pasó desapercibida para Hollywood, donde en 1987 se produjo la versión filmada por Leonard Nimoy, cuyo éxito precipitó la secuela filmada por Emile Ardolino en 1990, aunque ambas carecen del encanto y del sentido de esta producción que sospecho también inspiró la serie de televisión Padres forzosos (Full House, 1987-1995). En 2003, la propia Coline Serreau retomó sus personajes y contó con los mismos protagonistas para realizar Tres solteros y un biberón: dieciocho años después (18 ans après, 2003).