domingo, 2 de octubre de 2022

Ferias, cines y cuatro maestros

Splendor (Ettore Scola, 1988)

Durante sus primeros años de vida, el cine no necesitaba sonido ni diálogos sonoros para comunicar y expresar sensaciones, ideas e intenciones. Sus formas eran visuales y las salas donde se proyectaban las imágenes no se ruborizaban por ser barracas y carpas, quizá similar a la que asoma en el pueblecito de Día de fiesta (Jeur de fête, Jacques Tati, 1949), aunque los hermanos Lumière habían abierto un local en París para proyectar sus películas. Eran lugares donde la comodidad no preocupaba —la que se considera la primera sala de cine, abierta en Estados Unidos en 1902, retiró los objetos que contenía y rellenó el vacío con sillas y un proyector; y por supuesto, también con público. La proyección se veía de pie, en taburetes, bancos o sillas de madera, asientos que debido a la breve duración del espectáculo cinematográfico no llegaban a incomodar. Aquellas imágenes, la mayoría ya perdidas, mostraban la novedad del movimiento en la pantalla, mientras, fuera de la misma, se dejaba oír el griterío que entremezclaba las voces de feriantes, vendedores ambulantes, clientes,… Era el reino de las ferias donde el cine se consumía en el anonimato de sus autores —un operador, actores y actrices y un director o directora que quizá también formasen parte del reparto—; era un lugar vivo y ruidoso.

Día de fiesta (Jacques Tati, 1949)

Primero fueron planos fijos que evolucionaban a medida que la cámara aprendía a deslizarse, a trasladarse y a cambiar de posición para abrazar mayor amplitud espacio-temporal; al tiempo que iba madurando el uso del montaje, que generaba la impresión de avance y, más adelante, de simultaneidad y de retroceso temporal. Aquellos breves pasos técnicos o la evolución de la cámara —en 1920 se le incorporó un motor y así el encargado de la cámara dejó de darle a la manivela— eran imperceptibles para el público, que no estudiaba la técnica empleada por los cineastas —avanzado el tiempo, una minoría del público sí lo haría; y con el interés, nacería la crítica cinematográfica. Los allí reunidos no la veían, solo miraban la pantalla o el bocata del vecino o vecina, hablaban, mandaba callar, aplaudían su contento, silbaban su descontento o aprovechaban para llenar la oscuridad de caricias y besos clandestinos.

Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988)

Los locales comerciales destinados a la protección cinematográfica abrieron tiempo después, no mucho después, pero tampoco eran como los que hoy conocemos, ni como los imaginados por quienes aseguran que el cine “está hecho para ser visto en pantalla grande y escuchado en salas donde el sonido amplificado, por potentes equipos sonoros de última generación, envuelvan a un público entregado a devorar palomitas o lo que haya metido en bolsos, bolsillos o mochilas por aquello de reducir costes”. ¿Seguro? Eran viejos almacenes y teatros que se fueron transformados en salas cinematográficas y nickelodeones, cuando todavía el cine no precisaba de parafernalia ni de tecnología punta. Por entonces, el medio vivía de su ingenuidad y de sus ilusiones, también del dinero que iba apuntando que el invento era un lucrativo negocio, como bien supieron ver Charles Pathè y Léon Gaumont —considerados los primeros grandes empresarios e industriales cinematográficos. Eran otros tiempos, otros modos de pensar y expresar, hoy imposibles porque ya somos distintos a los contemporáneos de los pioneros cinematográficos. Desde entonces, han pasado muchas cosas, mejores, peores y alguna horrible, aunque en el fondo nuestra condición y nuestros deseos y sentimientos siguen siendo los de ayer y, si nada falla, lo serán mañana. El problema, de haberlo, es que parece que lo hemos olvidado, y que el cine (la literatura, la música, mismamente un diálogo) como expresión humana necesita expresar algo más que ruido para ser más que negocio, que está muy bien ganar cifras astronómicas (aunque a veces se den pérdidas), pero entonces matícenos, seamos críticos y distínganos entre producto cinematográfico y obra cinematográfica. Pero no lo haremos porque englobar todas las películas bajo el sintagma “séptimo arte” vende y todavía da cierto prestigio al producto.

Por primera vez (Octavio Cortázar, 1967)

Las películas realizadas durante los primeros años no necesitaban más que una pantalla donde ser proyectadas, más adelante llegaría una pianola o un piano acompañado de su pianolista o su pianista. Poco más se precisaba porque el cine, el de entonces y el que en cualquier época, va más allá del simple ruido envolvente y de imágenes carentes de signos de vida. Imitando la trama de alguna película, saltaré un par de décadas. Ahora el presente es el de la década de 1920 y el público disfruta el buen hacer de Charles Chaplin, Buster Keaton, Friedrich Wilhelm Murnau o King Vidor, por poner cuatro ejemplos fundamentales en la historia cinematográfica. Los cuatro son tipos muy vivos y su cine es el de maestros dispares que crean espectáculo cinematográfico sin más sonido que el insinuado y aquel que suena en directo —música, voz del comentador, charlas, silbidos o estornudos, entre otros—, acompañando la proyección en salas cinematográficas, plazas de pueblo o descampados en las afueras de cualquier pequeña villa donde el público asistente se deja envolver por las irrepetibles imágenes proyectadas sobre la pantalla o, en su defecto, sobre la sábana blanca donde disfrutan El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Holmes, Jr., 1924), La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), Amanecer (Sunrise, 1927), …Y el mundo marcha (The Crowd, 1927). Esto me trae a la memoria a la infancia y la edad adulta que en el cortometraje cubano Por primera vez (Octavio Cortázar, 1967) abren sus ojos luminosos y felices ante las imágenes de la película de Chaplin. Era su primera experiencia con el cine, era la mirada de la inocencia, ilusión e ingenuidad que contemplaba la magia, hoy casi perdida, que se proyectaba en la pantalla; ¿o es la inocencia, la ilusión y la ingenuidad lo que hemos perdido, y dicha pérdida implica una mirada distinta? Pensando en ello, resulta un tanto curioso olvidar que el cine no precisa una sala para emocionar y ser grande. Necesita cineastas que sientan lo que hacen y logren hacer sentir su creación, sin trampas ni engaños, creadores que serán siempre los menos, y grandes películas que hagan realidad un cine que perduré. Y esto es lo verdaderamente complicado, más si cabe cuando apenas importa algo más que el negocio. Pero ¿se puede hacer negocio con algo más que el cine dominante? ¿Se puede ganar dinero con buenas películas? ¿Y a qué llamamos buenas películas? Son preguntas cuyas respuestas residen en el riesgo de hacer algo que no solo esté destinado para ser proyectado en la superficie de una sala equipada con los últimos avances tecnológicos, sino en detenerse a valorar (más allá del estudiado y posible beneficio económico) las posibilidades creativas de conseguirlo. Y así, sin apenas riesgos e inquietudes, parece que el público, parte responsable, vive acostumbrado a ver lo que le echen, valorando desde lo que conoce, que no es diferente a lo que le vienen echando en los grandes espacios comerciales donde, según quien mire y salvo las excepciones (que siempre hay y que siga habiéndolas), el cine ha involucionado inversamente proporcional al aumento de consumo de palomitas de maíz.



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