En El chico (The Kid, 1921), Charles Chaplin se responsabilizó de la crianza y educación de un bebé que se convierte en el niño coprotagonista de una comedia de la que muy pocos confiaban su viabilidad comercial debido a su larga duración (era el primer largometraje del británico) y a su tono tragicómico. Su personaje era el padre y la madre, dualidad que también asumieron Antonio Vico en Mi tío jacinto (Ladislao Vajda, 1956) o Jerry Lewis en Yo soy el padre y la madre (Rock a bye Baby, Frank Tashlin, 1958), en la que el cómico se hace cargo de los trillizos de la mujer de quien está enamorado, cuando, por cuestiones laborales, ella precisa que alguien se haga cargo de sus bebés. En la exitosa y premiada Tres solteros y un biberón (3 hommes et un coffin, 1985), Coline Serreau hace algo similar a lo que hizo Tashlin con Lewis: invierte los papeles y obliga a tres hombres a ser mamás durante la lactancia de la pequeña Marie. Lo hace para entretener en situaciones que desordenan la vida de sus protagonistas —Roland Giraud, Michel Boujenah y André Dussollier—, pero sobre todo para exponer una realidad que a menudo pasaba desapercibida para quien no la vivía; es decir, para que los tres hombres (y el resto) sean conscientes del esfuerzo, el amor y la dedicación que la mujer entrega a los hijos; y este es el punto que más interesa a la directora y guionista. Cierto que hoy, las distancias se han reducido y, en teoría, ya padres y madres se reparten el cuidado de sus bebés. Pero en la década de 1980 todavía solían ser las segundas quienes se levantaban por las noches, las que daban el biberón, bañaban a los bebés y quienes les cambiaba los pañales. En definitiva, la película quizá haya perdido vigencia en su mensaje, pero conserva el humor y la ternura de las situaciones generadas por la aparición de Marie en la vida de esos tres solteros a quienes la niña cambia la existencia, despertando su instinto maternal tras un primer momento de sorpresa y rechazo, probablemente de pánico porque el caos entra en sus vidas antes de crear un nuevo orden: conciliar la crianza y la vida laboral, dar esquinazo a la policía y a los traficantes en una confusión con un paquete de heroína, mantener las relaciones sociales y ver cómo pegar ojo por las noches.
Sin ser ninguna maravilla cinematográfica, la película tiene sus momentos y cumple con su doble propósito: mostrar esa maternidad que a menudo no era valorada —la escena de André Dussollier en el parque, junto al ex policía, sirve de reflexión no solo del personaje, sino de la directora— y entretener, sobre todo en su primera parte. Además, el tono ligero escogido por la cineasta parisina, desenfadado, maternal y cómico, ayudó a que Tres solteros y un biberón fuese una de las triunfadoras de los premios Cesar de 1986 —mejor película, actor secundario, para Michel Boujenah, y guion— y uno de los mayores éxitos comerciales del cine francés de los ochenta y esa circunstancia no pasó desapercibida para Hollywood, donde en 1987 se produjo la versión filmada por Leonard Nimoy, cuyo éxito precipitó la secuela filmada por Emile Ardolino en 1990, aunque ambas carecen del encanto y del sentido de esta producción que sospecho también inspiró la serie de televisión Padres forzosos (Full House, 1987-1995). En 2003, la propia Coline Serreau retomó sus personajes y contó con los mismos protagonistas para realizar Tres solteros y un biberón: dieciocho años después (18 ans après, 2003).
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