Salvo excepciones, ni los marchantes ni los críticos hablaban de él en vida. Apenas existía alguien, salvo sus más allegados, a quien no fuera indiferente o a quien no sorprendiese por las reacciones de su enfermedad. Su obsesión y su vida: la pintura. Plasmaba ambas en sus cuadros, que nada valían para sus contemporáneos, aunque fuesen los mismos que hoy se admiran en los museos o en colecciones privadas y se valoran en millones de dólares, de libras o de euros. La moneda da igual. Es el precio del coleccionismo, el que pone precio al Arte; el que se dispara por el poder adquisitivo de quien compite por la posesión y para lograr la exclusividad de poseer un Leonardo, un Van Gogh, un Pollock o un Picasso, como si poseerlos añadiese su valor a la valía del comprador. Cierto que el valor de la obra está en la obra y en quien la valora, pero no en cuanto se paga por ella; del mismo modo que la unión de lo popular y el tiempo olvida a la persona para dar forma al mito. ¿Por qué interesa tanto el personaje de Vincent Van Gogh? Digo personaje porque dudo que la realidad de la persona haya prevalecido sobre el mito que se impone al pintor y al hombre para ofrecernos la sublimación del genio que sufre su locura y el rechazo de su época: el alma herida cuyo sentir lo expresa en su pintura compulsiva y en sus cartas a Thèo o a su amigo Paul Gauguin. El conflicto, la interioridad, el arte pictórico de Vincent quedan en sus telas y en la correspondencia en la que habla de arte, de sus proyectos y de sí mismo.
En vida, nadie le prestaba atención, muerto, la tendencia cambia y se empiezan a interesar por su obra y, una vez recopiladas las cartas, por el “loco del pelo rojo”. Es curioso (o quizá no) que haya más personas que conozcan a Van Gogh por su oreja —quizá por ello, para enfatizarlo, el Van Gogh interpretado por Jacques Dutronc tenga las dos intactas— y por el precio de sus cuadros que por la obra en sí. Así parece funcionar el mundo, valorando sensacionalismo y el color del dinero. Pero el interés de Maurice Pialat por Van Gogh, que le venía de lejos, es la humanidad del hombre que, tras salir del sanatorio, vive en un pequeño pueblo al norte de París.
Ya en 1967, el cineasta francés había realizado un cortometraje documental de siete minutos de duración que se centraba en la parte final de la vida del holandés, en los sesenta y seis días en Auvers. En Van Gogh (1991) regresa a él y a esos días en los que el pintor pasa sus jornadas en Auvers, entre el hotel que será su última morada, la casa del doctor Gachet (Gérard Séty), pintor aficionado y admirador de los impresionistas, algunos de los cuales también pasarían por su casa —Daubigny y Cézanne, entre otros—, y el campo, a orillas del río, donde la gente festeja las jornadas dominicales y festivas. Parece claro que a Pialat no le interesa la imagen que prevalece en el imaginario popular, la misma que Kirk Douglas abrazó en su interpretación en El loco del pelo rojo (Lust for Life, Vincente Minnelli, 1956) y que las cartas ayudaron a crear, ya que pusieron la base y el resto quedó a cargo del mitificar popular y del coleccionismo que elevó el precio a sus obras más allá que lo imaginado por su autor, sino el lado humano, el del hombre que calla su tormento. Y para ello, resulta fundamental la interpretación de Jacques Dutronc, una actuación controlada: sus emociones y sentimientos son interiores y en contadas ocasiones se exteriorizan. La fotografía de Van Gogh prima los tonos apagados, los grises, no hay lugar para el colorido ni la luz sureña de Arles, y los espacios parecen naturalistas, lo único luminoso son el pelo rojo, los ojos y la sonrisa de Marguerite (Alexandra London).
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