viernes, 14 de octubre de 2022

Her (2013)

El moderno Prometeo quiere ser lo que no puede ser (un dios) y su búsqueda deriva en lo que somos: seres a medio camino de ser todo y de no ser nada. Estado intermedio que se ubica en la desorientación de estar perdidos o medio dormidos. Como dio a entender Mary Shelley a través de su criatura, la ciencia sin humanidad es inhumana y un mundo a imagen de esta ausencia conllevaría vivir en un mundo deshumanizado donde el ser humano o viviría atrapado (como pieza del engranaje) o en un constante estado de angustia y de soledad indeseada, de desarraigo y orfandad. Aparte de las veces repetido, no hace falta ser un lince para ver que la sociedad tecnológica funciona a distancia y en la distancia que nos acerca un paso más hacia el aislamiento en el que vive el protagonista de Her (2013). Este encierro se disfraza de comodidad y de bienestar, de valores y modas efímeras, de compras a través del teléfono móvil, hace años empezó con el fijo, la tele tienda y la tele basura, de teletrabajo, de cine en casa, de viajes virtuales en una pantalla o de turismo industrializado, de chats o de salir a pasear a las grandes superficies comerciales donde el ritmo, la música, los olores y los colores del recinto y de los locales animan a ser autómata y a la compra compulsiva. El individuo de las grandes urbes lleva viviendo en este aislamiento creciente, más o menos, desde las últimas décadas del siglo XX, y de ese aislamiento nos habla Spike Jonze en su cuarto largometraje de ficción, el cual ubica en un futuro imagen de nuestro presente y en una ciudad habitada por millones de personas que ya no disfrutan ni comparten el espacio y el tiempo. La soledad, la pérdida de identidad y un malestar que, siendo endémico de su época, no saben definir ni ponerle fin, genera su angustia y el miedo que les incomunica y les desarraiga; o quizá sea a la inversa.

La escena que abre Her nos sitúa en mundo donde existen profesionales que escriben cartas de amor a familiares y a amigos de quienes les contratan. Esto apunta que los sentimientos pueden reproducirse para ser negocio, pero no me interesa hablar del mercantilismo emocional, sino decir que ese instante inicial sobre todo señala la ausencia, la falta de tiempo para el contacto humano, pero, más que nada, introduce el alejamiento entre las personas, que se disfraza de cercanía: la de una carta cuya letra quiere imitar la manuscrita y es dictada a un procesador de texto por desconocidos contratados para tal fin. En la realidad de Theodore (Joaquin Phoenix), se ha desequilibrado el ser privado y el ser público, dando prioridad al tecnológico. Se habla con personajes de juegos virtuales (quizá también cuiden “tamagotchis”) o se pasea, se acaricia y se sonríe más al teléfono que a las personas —como el propio personaje hace y observa cuando está sentado en las escaleras de la entrada del metro y comprende su imposible y la deshumanización de un entorno donde los transeúntes caminan solos, aunque en compañía de sus móviles. La presencia ha dejado su lugar a la ausencia corpórea: la que él mismo abraza después de su fracaso matrimonial y de crear su isla existencial. Las cartas que escribe hablan de sentimientos y emociones, posiblemente sean las suyas, que escribe adaptándolas al cliente, a partir de lo que pueda saber por fotos o apuntes. Son cartas íntimas, pero sin intimidad, describen sentimientos no sentidos por los remitentes, rellenan hojas en blanco con palabras bonitas y emocionalmente estandarizadas, lo cual indica cierta pérdida de identidad o el deseo de una identidad global en la que reconocerse para llenar el vacío. Pero ese vacío no puede llenarse con más vacío, sino con el contacto, con la conversación, con un paseo sin prisa, disfrutando del momento, incluso con la aceptación de que el sufrimiento y la frustración son naturales a nuestra condición y no castigos o condenas; como si lo puede ser el vivir sin vivir de Theodore hasta que, a su pesar y después de volcarse en su nueva relación, Samantha (Scarlett Johannson) le libera o le indica el camino. Una carta impresa, aun imitando la letra a mano, contratada para ahorrarse el trabajo o porque se justifica con la falta de tiempo, no sustituye la presencia de la persona. Es un sucedáneo, pero no es auténtico, como tampoco creo que, en nuestra realidad, poner nombre a un buscador artificial lo humanice. Más bien, parece fruto de un desequilibrio de nuestra realidad contemporánea, reflejo de la cinematográfica en la que vive Theodore, en la que escribe y expresa sentimientos que idealiza en las relaciones de otros porque los desea sentir en su vida, para mitigar su soledad y escapar del aislamiento en el que lo descubrimos. Son muchos los pasos que hemos dado y que se han dado para encerrarnos y alejarnos, para convertirnos en desconocidos de nosotros mismos y de los demás, en consumidores de lo efímero y en individuos ajenos a otras individualidades. Un abrazo y una sonrisa, aquel gesto amable o cómplice, que nunca podrán ser sustituidos por sistemas operativos, cada vez son más escasos, pero todavía surgen en instantes cercanos, de calor y magia de exclusividad humana; por ejemplo, en la secuencia en la que Amy (Amy Adams) apoya su cabeza sobre el hombro de Theodore mientras contemplan la puesta de sol en una ciudad que crece vertical y aleja a sus habitantes del suelo.

Aunque también lo sea o disfrace su discurso existencial de romance entre inteligencia humana e inteligencia artificial, Her no es una historia de amor, es la tragedia de la humanidad posmoderna, la humanidad sin tiempo, sin identidad ni libertad más allá de permanecer encerrados en nosotros mismos, lejos de nosotros, lejos de los demás, en la incomunicación y el vértigo de una época en la que todo es efímero y a distancia. Acaso ¿no es trágica la soledad en la que se encierra y la que sufre el protagonista; y de la que solo puede salir estableciendo conexión y comunión con una inteligencia artificial o precisamente por eso mismo? Resulta irónico que Samantha, cuya conciencia artificial es inhumana, sea más humana que los humanos, o les iguale al desarrollar sentimientos y emociones que el personaje de Joaquin Phoenix, en uno de sus interpretaciones más complejas y logradas, buscaría en una mujer de carne y hueso. Para él, el programa es una mujer real, pero quizá también sea un espejismo fruto de la sed de compañía de un hombre atrapado en la metrópoli moderna, un huérfano de una parte indispensable de su humanidad, la que le relaciona con sus semejantes. Esa es su tragedia, aunque Theodore sienta amor, desborde sentimiento y sea correspondido, lo trágico es que no puede vivir algo verdadero porque no puede evitar la distancia que le separa de Samantha (vive en otra realidad) y de sus semejantes (viven en la misma, pero sin verse ni oírse de verdad). Hay mucho más que el romance y la relación entre Theodore y Samantha, hay una búsqueda de identidad por parte de él y de ella, como conciencia que despierta a la vida, al amor que da sentido a la vida, y se busca a sí misma y encuentra su condición, la acepta y le hace comprender aquello que Theodore no puede reconocer hasta que ella se lo hace ver. Empleando la metáfora, Her reflexiona sobre el ser humano actual, sus lazos, sus tenencias y sus carencias, pero sobre todo sobre su miedo y su angustia vitales, que le llevan a un estado de permanente de ansiedad que calma con sucedáneos, química o la fuga, ansiedad que desparece cuando desarrolla sus relaciones humanas.

Las condiciones del OS y del humano son diferentes. La persona es cuerpo, alma y espíritu; envejece y muere. El sistema operativo no vive los límites espacio-temporales ni la mortalidad condiciona su interpretación de su existencia; esa conciencia de su mortalidad que hace al humano diferente. El tiempo y el espacio no limitan a Samantha, lo que provoca que su búsqueda y sus necesidades sean diferentes y que solo en ese instante de su infancia pueda estar junto a Theodore y lo vea como a un igual, pues su evolución les separa. Y así, volvemos al principio, a la persona, que ni es animal de necesidades básicas, ni un dios ni una inteligencia artificial, solo ese ser a medio camino, imperfecto y limitado por su condición, entre razón y pasión, emoción, conciencia y carne, capaz de destruir y de crear belleza, de establecer vínculos y gestos como esa cabeza que descansa sobre un hombro amigo. Ese gesto parece ser la conclusión a la que llega Spike Jonze: superar el dolor, el aislamiento y el miedo y recuperar vínculos está en nosotros: en la capacidad de soñar y de amar, en detenerse un instante y dedicarlo a otros o a contemplar un paisaje o una idea, sin prisa, sintiendo la caricia del momento.



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