domingo, 31 de diciembre de 2023

Los asesinos de la luna (2023)

Entre los diferentes pueblos e imperios americanos precolombinos había conquistadores y sometidos, pero la cotidianidad de los nativos y el equilibrio “grande se come a pequeño” que habían mantenido durante siglos tocaron a su fin con la llegada de los europeos. Imbuidos por una falsa superioridad moral, religiosa y cultural, se fueron asentando en las costas y, avanzado el tiempo, iniciaron su expansión hacia el interior, quedándose con los territorios de los nativos gracias a su única superioridad real: su capacidad militar (tecnológica, armamentística y organizativa). También debido a sus ganas de enriquecerse y a la ausencia de escrúpulos a la hora de hacerlo. Era la ley del “tomo lo que quiero porque puedo”, pero esta práctica abusiva no se inició en América, ni en la Edad Moderna, sino en los orígenes humanos. Empezó con los primeros pueblos conquistadores, allá por la prehistoria, que sería una historia muy larga e imprecisa para contar aquí y ahora. Así que adelantaré el pasado hasta la aparición de los primeros escritos, cuando la Historia se concreta y asoman las primeras fuentes escritas. Más adelante, el devenir histórico pone en juego a otros pueblos colonizadores y conquistadores. Estos no llegaban como amigos a asentamientos ya ocupados, sino de un modo similar a los europeos que arribaron a América tras Colón, imponiéndose y no precisamente con la razón que se atribuían. La razón no se impone, se expone y, si tal, convencerá a unos y hará dudar a otros. Pero los europeos que llegaban al que llamaron nuevo continente basaban su superioridad en la fuerza. Gracias a ella, se impusieron a las culturas y a los pueblos precolombinos, que desparecieron o se vieron convertidos en minorías marginales, expulsados de sus tierras natales y de sus raíces. A estas alturas existen películas que exponen las injusticias sufridas por los nativos americanos, algunas han sido aclamadas por el público —Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970), La misión (Roland Joffé, 1986), Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990) y más— y otras han pasado sin tanto bombo, como sería el caso de Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), pero todas ellas (o la mayoría) tienen en común la violencia, los intereses económicos y las ambiciones territoriales que se esconden tras cualquier colonización, cuya excusa vendría a ser algo así como civilización y progreso.

Hay quien ve en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, Martin Scorsese, 2023) una denuncia del maltrato sufrido por los pueblos indios y quien, como yo, ve en ella una película sobre la sociedad estadounidense según Scorsese. A lo largo de su filmografía, parece que el cineasta neoyorquino no pretende en ninguna de sus películas, menos aún en las basadas en hechos reales, una clase de historia ni saldar deudas con las víctimas de un sistema construido sobre la violencia. La mayoría de sociedades a lo largo de la historia tienen su origen en el uso de la fuerza y en la “necesidad” económica: metales preciosos, materias primas, tierras… El dinero como motor existencial une la Historia y el cine del neoyorquino, que sabe que, desde sus orígenes, la sociedad de la que forma parte es mercantil y su base es el capital, que es uno de los ejes sobre los que gira su cine. El negocio es el que crea el gansterismo en Gangs of New York (2002) y el acceso a una vida fácil, de lujo y admiración, impulsa al protagonista de Uno de los nuestros (Godfellas, 1990) a querer ser un gánster. El afán por el dinero asoma en cualquier nivel social donde Scorsese ubique sus historias, desde los chicos del barrio de Malas calles (Mein Street, 1973) a los barrios bajos de Taxi Driver (1976) o los elegantes de la sociedad neoyorquina de La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993); de los jugadores de Casino (1995) hasta las finanzas de El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013); desde el ámbito boxístico de Toro salvaje (Raging Bull, 1980) hasta los sindicalistas de El irlandés (The Irishman, 2019), pasando por el entramado blanco liderado por Robert De Niro en Los asesinos de la luna. La meta de este lobo con piel de cordero, que se hace pasar por amigo y defensor de sus vecinos indios, es sacar tajada por vía matrimonial y por la fuerza bruta, es decir, por el asesinato que su organización hace pasar por suicidio o accidente.

Expulsados de Missouri, su espacio inicial, de Kansas y de Arkansas por el hombre blanco, el pueblo de los Osage se asienta en la aridez de Oklahoma donde, bajo sus nuevas tierras, encuentran petróleo. El dinero fluye a raudales y se enriquecen, pero la riqueza no pone fin a su situación de desventaja respecto al anglosajón que ostenta el poder real. Lo que sí concluye es la Gran Guerra (1914-1918), cuyo final devuelve a Ernest (Leonardo DiCaprio) al rancho de su tío William (Robert De Niro), ganadero en ese espacio enloquecido por la fiebre del oro negro. En esos minutos iniciales me sobra la música que acompaña las imágenes. Resulta demasiado machacona y no aporta, incluso parece desentonar, pero ya entonces Scorsese demuestra que sabe lo que quiere y que sabe presentar visualmente una situación que le permitirá desarrollar posteriormente su tema. No tendrá prisa para desarrollarlo, se tomará su tiempo para exponer la manipulación y los abusos sufridos por los Osage a manos del poder establecido, el de William Hale, que maneja a su antojo para continuar ejerciendo el control y poseer el capital indio. Se trata de un robo a gran escala y de una matanza calculada que a nadie parece importar. Lo que importa es el petróleo, ese oro negro que resulta una maldición para los nativos, pues van muriendo aparentemente de forma natural o por suicidio; en todo caso, su dinero va a parar a los blancos que se casan con las herederas indias. Esa es la idea que el tío Hale aviva en Ernest, un tipo maleable que se deja llevar con suma facilidad por las palabras de su pariente y por la idea de conseguir dinero fácil. En su primera época trabaja de chófer y una de sus clientas, Molly (Lily Gladstone), es una india con una gran fortuna a heredar. Molly es el personaje más interesante de este film con el que Scorsese volvía a reunir a DiCaprio y a De Niro —a quien hace décadas que no me creo en sus personajes, pues siempre le veo los mismos gestos y tics—, que habían trabajado juntos en Vida de este chico (This Boy’s Life, Michael Canton-Jones, 1993), pero la actuación más convincente y comedida la encuentro en Gladstone, cuyo personaje sufre en sus carnes la codicia de “altruistas” y “decentes” como Hale y su sobrino, que actúan con impunidad ante la permisividad de un sistema al que le “cuesta” enterarse y reaccionar…



sábado, 30 de diciembre de 2023

Louis B. Mayer, un tirano de cine

Le gustaba que le llamasen “Elví”, pues sonaba más estadounidense, si es que existe un sonido tal, pero nada tenía que ver con el singular del rey del rock. Tampoco nació en Memphis ni triunfó en el ámbito musical, aunque tuvo el buen criterio de apoyar el equipo musical de Arthur Freed y permitirle cierta independencia. Gracias a ello, Freed pudo controlar su propia unidad cinematográfica cuando la MGM se convirtió en el estudio más exitoso y glamouroso de Hollywood. Y lo era porque magnates como L. B. e Irving Thalberg lo habían hecho posible. No es que el primero tuviese un estilo elegante y cultivado, para nada, ni la vena creativa del segundo, pero sabía dominar con mano de hierro su entorno y comprendía cuál era el punto flaco del público al que dirigiría sus productos: el febril deseo de mirar y adorar estrellas. Y eso fue lo que Louis B. Mayer dio a la industria cinematográfica, un firmamento de astros de celuloide entre quienes brillaban con mayor intensidad Greta Garbo, John Gilbert, Renée Adorée, Joan Crawford, Lon Chaney, Norma Shearer, Clark Gable, Spencer Tracy, Judy Garland, Lassie, Elizabeth Taylor,… La lista es terminable, pero muy larga, y la calidad de los films producidos era una cuestión secundaria para Mayer, pues pensaba (o eso se deduce de sus palabras y sus decisiones) que la imagen proyectada por los actores y actrices era más importante que la creatividad, el arte y el discurso de sus directores, guionistas y películas, las cuales nunca pretendían cuestionar el orden moral y conservador dominante. Era una de sus máximas. Mayer producía películas cuyos valores se ajustaban a los de su país de acogida, nunca los pondría en duda ni consentiría que resultasen polémicas ni ofensivas para las mentes “bienpensantes”. Con él al frente, Hollywood dejó de ser un paraíso de caos y desenfreno, aunque continuase la fiesta entre bastidores. Bajo su égida del león se impuso el glamour y se puso fin al reino del director independiente, el cineasta creativo y de aspiraciones artísticas, derrochador y desbordante tipo Griffith o Stroheim. Claro que hubo genios después, pues ni Mayer, ni Fox, ni Cohn ni ningún otro pueden controlarlo todo, aunque todos los que trabajaban para la MGM, la Fox o la Columbia eran empleados suyos y ellos (magnates del cine) eran quienes dirigían y decidían en sus dominios. No había más, la última palabra era la suya. Tras ponerse al frente del estudio del León, Mayer solo debía rendir cuentas a Marcus Loew y, a la muerte de este en 1927, a Nicholas Schenck. Tampoco dudó a la hora de construir su visión de Hollywood: fantasía por fuera y empresa autoritaria (bajo la autoridad del productor) por dentro. Sabía que el espectador no acudía al cine en busca de un aprendizaje ni de un momento que invitase a la reflexión; el público pagaba por entretenimiento y espectáculo, para escapar de la realidad, admirar rostros inexistentes salvo en la pantalla y viajar a mundos tan fantasiosos como Oz, la selva de Tarzán o el Hollywood de Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). Siempre se ha dicho que no era el artista de la MGM, puesto reservado para Irving Thalberg, pero sin este empresario de mano de hierro la Metro Goldwyn Mayer no habría sido lo que llegó a ser: la jaula más dorada, el estudio de mayor brillo.

Cuando de niño llegó a Canadá, procedente de una Rusia en explosión antisemita, pocos habrían dado un céntimo por aquel vivaz y trabajador muchacho a quien llamaron Louis; la B sería cosa suya. Se ganaba la vida recorriendo las calles de Saint John en busca de chatarra, pero su ambición prefería el dorado y este se le presentó cuando descubrió las posibilidades de la exhibición cinematográfica. El joven Mayer era un emprendedor que acabaría por convertirse en uno de los grandes constructores y “emperadores” de Hollywood. Quien había empezado recogiendo y vendiendo chatarra, para el negocio paterno, se decidió por el espectáculo. Así que se trasladó a Estados Unidos y abrió una pequeña sala en Nueva Inglaterra, a la que seguiría otra y luego otra más... De él, se decían muchas cosas, algunas buenas y otras no tanto; había quien le odiaba y quien le temía, y quizá alguien más que su mujer y sus hijas le amase. En todo caso, era capaz de destruir a quien consideraba su enemigo o a quien no seguía sus directrices, probablemente, también a quien no le cayese bien, del mismo modo que podía mostrarse generoso con quien cumplía con él y con el estudio. Básicamente, era un tirano de mano de hierro que, en formas y trato, era más próximo a la dureza de Harry Cohn que a la parafernalia, el despilfarro y la obstinación de Samuel Goldwyn, apellido este último que estaría ligado al Mayer de Louis desde la fusión de la Metro, empresa de la que L. B. había formado parte en la década de 1910, la Goldwyn, que ya no pertenecía a Samuel, y la Mayer del propio L. B.

King Vidor, que junto a Victor Sjöström y Clarence Brown era el mejor realizador bajo contrato de MGM en las postrimerías del silente, recordaba que <<Una nueva entidad vio la luz en Hollywood, surgida de la fusión de tres compañías independientes: la exitosa Metro Company, que estaba controlada por Marcus Loew; la tambaleante Goldwyn Company, presidida por Joseph Godsol (los empleados del estudio resumían su precaria situación en la frase “Confiamos en Godsol”); y la Mayer Company, al frente de la cual estaba el calculador y exitoso Louis B. Mayer. Todas se trasladaron con armas y bagajes al solar de la Goldwyn en Culver City.>> (1) La unión de estos tres estudios independientes se produjo oficialmente en 1924 y dio forma a la que quizá sea la más mítica de todas las “majors” hollywoodienses. Pero, aparte de la armonía alcanzada por sus apellidos en sintonía con Metro y el rugido del león, Goldwyn y Mayer nunca se llevaron bien; en realidad, se detestaban. Tampoco fueron socios, aunque, cada uno por su lado, llegaron a Hollywood para establecer allí su centro de negocios cinematográficos y ofrecer lo que el público deseaba a cambio de unas monedas que, sumadas, daban millones de dólares que iba a parar a sus bolsillos. Era un tipo más que difícil, complejo, puede que también acomplejado, que se construyó a sí mismo; en esto es el suelo americano hecho realidad. Y para alguien así, no sería agradable compartir su reino con Thalberg, a quien seguro admiraba y necesitaba (de modo similar que este a aquel, pues ambos se complementaban, aunque no simpatizasen ni fuesen amigos); admiraba de él su capacidad, aquella de la que él carecía, pues lo suyo no era crear, sino supervisar y mandar, ya fuese seduciendo u obligando. Para Mayer no había término medio: el era el rey de su reino autoritario.

En su entretenido libro sobre el productor, Scott Heyman introducía a su protagonista más allá del tópico del ogro, situándolo en su época y su reino y explicando el porqué de su despótico reinado en MGM. Entre otras cosas que ofrecen una idea aproximada del magnate, el periodista escribe que:

<<Lo que Mayer quería en sus películas, y habitualmente lo conseguía, era ofrecer una imagen idealizada de los hombres, las mujeres y el mundo en que estos vivían. Mayer creía fervientemente que las películas no eran un reflejo de la vida, sino una huida de ella. Creía en la belleza, en el atractivo sofisticado, en el sistema de estrellas y en el materialismo.


El matrimonio era una institución sacrosanta y las madres, objeto de veneración, de modo que estaban completamente despojadas de sexualidad. Cuando la MGM hizo The Human Comedy, la favorita entre las ochocientas películas cuya producción auspició Mayer, asignaron a Fay Bainter el papel de madre de un niño de cinco años. En aquella época, Bainter era una mujer de más de cincuenta años con aspecto de matrona.


Pero Mayer era un hombre de negocios antes que un moralista, y por tanto la MGM era cobijo digno para la sexualidad felina de Clark Gable, la fácil disponibilidad de Jean Harlow, la personalidad irónica y de hombre común de Spencer Tracy, la vulnerabilidad herida de Judy Garland, el celo de dependienta de Joan Crawford y la etérea Greta Garbo, un descubrimiento personal de Mayer, como también lo fueron Hedy Lamarr y Greer Garson.


Para hacer realidad su idea, Mayer podía implorar, suplicar, apaciguar, gritar y amenazar. Y de ve en cuando, si implorar, suplicar, apaciguar, gritar y amenazar no servía de nada, permitía que el actor, el director o el productor se salieran con la suya. Si fracasaban, se aseguraba de recordárselo con un “te lo dije”. Y si tenían éxito, reconocía igualmente que él se había equivocado. 


Ya en vida, sus valores y el tipo de películas que adoraba estaban de capa caída. Desde su muerte en 1957 se le ha caricaturizado de forma despiadada, convirtiéndolo en una metáfora vulgar, déspota y atronadora de la banalidad que los intelectuales de Nueva York veían en Hollywood, aun cuando se pelearan por ganar los sueldos que pagaban ese tipo de personajes ramplones. Los críticos cinematográficos más respetados han dejado caer en torno a Mayer la palabra “malvado” (término que tal vez debería reservarse para quienes hacinaban a los judíos en vagones de trenes), como si fuera Edward Arnold en una película de Frank Capra.


Con todo esto se olvida el hecho de que Mayer, más que cualquier otro productor de cine de su generación, comprendió de manera profunda e intuitiva los gustos y las necesidades del público de masas y construyó la organización de mayor éxito jamás concebida para satisfacer dichos gustos y necesidades.


Quizá la gente sofisticada de Nueva York o Los Ángeles se burlaba de Andy Harvey o de los musicales de la MGM por ese aire de “representemos una función” que exhibían, pero Mayer sabía que esa fórmula funcionaba. Entonces, igual que ahora, a la gente (sobre todo a los estadounidenses) le gustan las estrellas, el espectáculo y el optimismo, salpimentados si es posible con un poco de sentimentalismo. La gente no quiere que se le ponga en tela de juicio ni que la instruyan, sino que la complazcan y la entretengan. Y para que una película tenga éxito comercial no es tan importante la calidad estética como el hecho de que encaje a la perfección en una categoría previa ya existente; y determinadas categorías son más fáciles de crear que otras.>> (2)


(1) King Vidor: Un árbol es un árbol (traducción De Francisco López Marín). Paidós Ibérica, Barcelona, 2003.

(2) Scott Eyman, en el prólogo de su libro “El león de Hollywood. La vida y la leyenda de Louis B. Mayer” (traducción de Ricardo García Pérez). Editorial Debate, Barcelona, 2008.

jueves, 28 de diciembre de 2023

Napoleón (1927)

He visto dos veces el Napoleón (1927) de Abel Gance. Una hace muchos años, andaría yo por la veintena, y otra hace menos de un mes, a las puertas de la cincuentena, en su versión restaurada. Prácticamente no la recordaba y confieso que me aburrió la postura de Gance, no su técnica. Supongo que en mi juventud no lo hice, pero ahora me gustó fijarme en la innovación visual de determinados momentos y por otra, sentí como el personaje de Napoleón me sacaba de la película; de hecho, su eterna pose heroica y tanta exaltación por parte de Gance me aburrían. Me entraban ganas de mandar a Gance y al personaje a una roca en medio del océano. Escribí en la libreta que uso para apuntar algunas ideas: “tal exaltación me enferma”. Pero no puedo negar que visualmente posee momentos desbordantes que influirán en otros. Hay una escena en la que Gance sustituye la figura del general por la de un águila que sobrevuela sus tropas antes de la batalla; fue el enésimo momento de sonrojo, pero, desde su perspectiva visual, me hizo pensar que, quizá, de ahí sacase Leni Rienfenstahl su idea para el inicio de El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934). Lo que quiero decir es que, de las que recuerdo haber visto, es la más impactante de las producciones sobre Napoleón. Visualmente tiene grandes momentos, el tríptico panorámico creo que es el más impactante (o lo sería en su época), pero su contenido me suena hueco y el personaje me parece una caricatura insoportable. Su aparición en distintas películas, apunta que la figura napoleónica se hace demasiado grande para el cine o para los cineastas y los actores que le han dado vida. Ya no se trata de que parezca real, sino que nunca parece verdadero. Y supongo que por muy humano, grande, megalómano e imperfecto que fuese, el real sí sería creíble. En cine, no...

Napoleón es el personaje más cinematográfico, el que probablemente más veces haya asomado en la pantalla y el que seguro nunca asomó tal como fue el real; tampoco su época, pues, más allá del momento, solo es posible su recreación, su evocación o su reconstrucción a partir de algunas fuentes. Ni siquiera aquel Bonaparte de quien hablan los historiadores (que, obviamente, deben su atención al personaje histórico) y sus distintos biógrafos (que pretenden un retrato íntimo con el que explicar su psicología, y ensalzar o restar su intervención histórica) es el individuo complejo y poliédrico que fue en la realidad, el mismo que nació en Córcega, aquel que se nutrió y excretó con regularidad o estreñimiento a lo largo de su vida, el que llegó a ser el político más poderoso de Europa y el que cayó de lo más alto; también fue el ser íntimo y aquel que expuso y calló pensamientos. El definir a cualquiera reduciéndolo a tal o cual modo y carácter es osado y supera la muy limitada capacidad humana de conocerlo y la tendencia a idealizar lo amado, lo odiado, lo desconocido, dando forma a lo inexistente, es decir: al mito y al ser legendario. No podemos abarcar lo inabarcable, seguro que dijo alguien. Tampoco el cine puede atrapar el todo, de modo que la persona pasa por el filtro cinematográfico y el resultado lo aparta de cualquier posibilidad de ceñirse a la realidad; algo que por otra parte ningún cineasta (ni guionista) pretende a la hora de realizar una ficción dramática o cómica, un espectáculo épico y un acercamiento a la figura de Napoleón Bonaparte u otros megalómanos de su talla: un Alejandro de Macedonia o un Julio César. Como estos y tantos nombres que se pierden en las páginas de la Historia, sería admirado por unos, rechazado por otros, temido por muchos. También, resulta contradictorio.

Napoleón fue enemigo de las monarquías tradicionales europeas, pero quiso reinar por encima de todos, ceñirse su corona imperial, situarse en la cúspide y ahí establecerse. El cine lo transforma en personaje y si hay una obra mítica sobre la figura legendaria del corso, esa es la estrenada por Abel Gance en 1927, el año de la mediocre y parlanchina, pero imprescindible (para comprender la irrupción y el éxito del sonoro), El cantor de Jazz (The Jazz Singer, Alan Grossman, 1927), el mismo durante el cual Víctor Sjöström rodaba el magistral western psicológico El viento (The Wind, 1927) y en el que Murnau lograba una de las cimas de la poesía cinematográfica en Amanecer (Sunrise, 1927). Al igual que estas dos últimas, la propuesta de Napoleón (1927) es visual, dinámica y arriesgada. Busca soluciones que posibiliten la estética perseguida, desde la cual, Gance, en su megalomanía cinematográfica, crea ilusión visual. En esto era un maestro, ya lo había demostrado en films como La rueda (La Roue, 1921) o Yo acuso (J’Accuse, 1919). Gance era un adelantado, habrá quien prefiera llamarlo vanguardista, y lo volvía a demostrar en esta película biográfica que idealiza a la figura napoleónica. Rodada entre 1925-1926, fue su película más ambiciosa, ya no por su elevado coste, sino por dar <<rienda suelta a sus experimentos, usando el tríptico (pantalla triple) y cámaras muy ligeras, con motor de cuerda. El resto de la obra no interesa tanto, pero ello no impide que el lenguaje de Abel Gance sea de una auténtica calidad cinematográfica. Es, después de Griffith, de los que más han hecho para investigar el lenguaje cinematográfico.>> (1) Con su pantalla triple, Gance logra un efecto panorámico que antecede en un cuarto de siglo a la pantalla ancha del cinemascope —La túnica sagrada (The Robe, Henry Koster, 1953) fue el primer largometraje que se estrenó en este formato—.

Napoleón alcanza su mayor esplendor para la Historia después de la Revolución y el Terror que la siguió. Entonces, su figura se hace poderosa, es consular y posteriormente imperial. Es el héroe aclamado por los franceses, el victorioso de Austerliz y el derrotado de Waterloo, pero las campañas napoleónicas no tienen cabida en el film de Gance, salvo la italiana, anterior a su coronación. Se centra en la Revolución, el Terror que la siguió, en Josefina y en la campaña en Italia con un tono de exaltación máxima de esa figura que Gance desea mesiánica. Años después, el cineasta retomaría la figura de Napoleón en la menos lograda Austerlitz (1960). Pocos personajes en la Historia han llamado la atención sobre sí como este militar que llegó a lo más alto y también a lo más bajo en la soledad de su destierro, pero, entre su participación en la Revolución y su caída definitiva se desarrolla una vida de victorias y derrotas, de sonadas conquistas y de varapalos como Trafalgar o la guerra de independencia española, narradas por Pérez Galdós en los Episodios Nacionales, o la campaña de Rusia, magistralmente detallada por Tolstoi en Guerra y paz. El golpe de estado del 18 Brumario de 1799 significó la subida al poder de Napoleón, quien, cinco años después, en 1804, se hacía coronar emperador, corroborando definitivamente que lo suyo era el poder y la gloria. Pero, como apunto arriba, Gance prefiere seguir los pasos del joven Bonaparte, desde su niñez en la escuela, cuando ya se muestra diferente al resto, hasta su contacto directo con el devenir histórico que deparó el fin de los Borbones franceses, la implantación de la I República y su posterior nacimiento como el líder que intentará imponer las ideas revolucionarias a Europa; en realidad, como todo conquistador, intentaría imponer las propias. Para dar forma a su visión del héroe, Gance se toma su tiempo, más de cinco horas de metraje, en los que <<experimenta con el movimiento de cámara y los formatos de pantalla múltiple>> (2), dividiendo la pantalla hasta en nueve imágenes diferentes —en la escena de la guerra de almohadas que probablemente inspiró a Jean Vigo para la suya en Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933)—, idealiza y exalta al personaje, lo transforma en el revolucionario romántico, épico, heroico, por momentos mesiánico, más cercano a un héroe de Lord Byron que al hombre en sí mismo y en la ambigua y confusa realidad que le ha tocado vivir y construir…


(1) Historias de Las Artes. Volumen III. El cinematógrafo, por Miquel Porter Moix. Editorial Marín, Barcelona, 1972.

(2) Historia General del Cine. Volumen V. Europa y Asía (1918-1930). Cátedra, Madrid, 1997.

martes, 26 de diciembre de 2023

La tormenta de hielo (1997)

Con la excepción de Sentido y sensibilidad (Sense and Sensibility, 1995), Ang Lee y James Schamus han sido colaboradores habituales desde Manos que empujan (Tui shou, 1991) hasta Destino: Woodstock (Taking Woodstock, 2009) y ya desde sus primeros largometrajes comunes indicaban que la familia y el amor son temas de su gusto. Tras su paso por Reino Unido, donde rodó la aplaudida adaptación de Jane Austen, Lee aterrizaba en Hollywood para retomar su colaboración con Schamus y realizar su primer film hollywoodiense. El resultado fue La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997), un retrato irónico de la familia y de clase media estadounidense de la década de 1970 —que adapta la novela homónima de Rick Moody— en una recreación ambientada en un momento puntual de los Años 70, cuando la presidencia de Nixon tambaleaba, con el Watergate todavía en las portadas y con la guerra de Vietnam de fondo, con la popularidad intacta del musical Jesucristo Superstar y de la pornográfica y comercial Garganta profunda  (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972) y la supuesta revolución sexual en marcha, pero con las distancias crecientes en una familia de clase media de talante liberal, porque está de moda serlo, e igual de conservadora que cualquier hogar monoparental típico estadounidense de antes y después de ese instante recreado en la pantalla. La familia Hood está formada por un matrimonio en crisis y sus dos hijos adolescentes. En todo caso, las relaciones están marcadas por la incomunicación marital y paterno-filial —a pesar de la escena en la que el padre pretende un acercamiento a Paul, cuando intenta hablar de sexo con él, porque eso es lo que se lleva, que confirma la distancia—, las dudas de Elena (Joan Allen) y Ben (Kevin Kline), la infidelidad marital del segundo y el vacío creciente que ensancha la distancia en la festividad de Acción de Gracias, una festividad que reúne a los cuatro miembros en quienes Lee expone el despertar sexual de Wendy (Christina Ricci), el primer enamoramiento de Paul (Tobey Maguire), el amor y desamor en la madurez, la crisis matrimonial y la desorientación adulta en el país del plástico donde la comida, los hogares y las relaciones expuestas saben a artificialidad, en su huida hacia la perfección prometida, nunca cumplida ni alcanzada, y remiten a un mundo feliz donde la infelicidad no desaparece cerrando los ojos a la realidad que viven y sienten ni acudiendo a fiestas de intercambio de pareja…



sábado, 23 de diciembre de 2023

Blancanieves (2011)

Inspirado por el popular cuento de los hermanos Grimm, Jacob y Wilhelm, el bilbaíno Pablo Berger abre el telón de su segundo largometraje a una fantasía cuya trama ya se sabe vista y oída, aunque, en este caso, no se escuchará al carecer de voces y diálogos. La apertura de su cuento recuerda al Woody Allen de Manhattan (1979), pero sustituyendo los planos neoyorquinos por imágenes de Sevilla y prescindiendo de la voz de un narrador, pues, como no tarda en comprenderse, Blancanieves (2011) es una comedia negra y muda, que no silente, con su partitura sonora incorporada, que expresa su contenido mediante sus formas visuales. Pero, si la tiene, ¿cuál es la gracia del asunto? ¿Expresarse mediante imágenes, sin el apoyo o la tiranía del diálogo, emulando el tipo de cine desarrollado y dominado por Murnau, Stroheim, Chaplin, Sjöström y otros grandes como Keaton y Browning o el más cercano (en kilómetros) Florián Rey? La expresión visual había alcanzado perfección en la década de 1920, pero el sonido llegó para imponerse y transformar el lenguaje visual en audiovisual. No obstante, hubo quien como Kaneto Shindo devolvió a sus personajes al silencio. Lo hizo en la magistral La isla desnuda (Hadaka no Shima, 1960), en la que sus imágenes comunican sin necesidad de expresar con palabras ni rótulos explicativos. Más cercana en el tiempo, The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) resultó un éxito y tal aceptación popular venía a demostrar que el riesgo (cara la taquilla) de realizar una producción muda era menor del supuesto. Berger lo reafirmó con su cuento, que obtuvo el aplauso del público, en buena medida gracias a la “malvada” presencia de Maribel Verdú y esa intención de hacer un cine moderno a partir de una mirada al cine del pasado.


Al igual que Hazanavicious en The Artist, Berger optó en Blancanieves por el uso de la fotografía en blanco y negro, monocromatismo que, aunque minoritario desde la década de 1960, nunca ha desaparecido del cine, y por la ausencia de diálogos. La excepcionalidad del asunto: el usar la palabra hablada, no lo fue tanto, ni fue lanzarse al vacío y esperar el golpe, aunque Blancanieves sí supuso un impacto para el cine español. Y no lo fue porque el film no precisa más que de la imagen para su comprensión y, según quien, para su disfrute. Berger, cuya experiencia en el largometraje ser reducirá a Torremolinos 73 (2003), sorprendió en su regreso a la dirección. De eso no cabe duda, lo confirman las formas de su fantasía, pero su conjunto me suena a cartón piedra; es decir, que su consistencia pende de un hilo y ese hilo es la presencia de Maribel Verdú ejerciendo de malvada de cuento. Ella y Sofía Oria, la niña que da vida a Carmencita, son lo más natural de un film que fuerza su representación, la cual Berger pretende cinematográfica “pura” en un espacio de tauromaquia y flamenco, de toreros, folclóricas y Mefistófeles de ruedo ibérico, de circo y de situaciones que rellenan una propuesta que, personalmente, me deja medio vacío o con una sensación que podría conllevar la disyuntiva “llenar o no llenar”, pero esa sería una cuestión que no me preocupa resolver… En todo caso, no considero que Blancanieves impacte o aporte novedad por escoger ser silente para comunicarse y elija la fotografía en blanco y negro para dar color al asunto que plantea. Eso ya lo han hecho otros antes y tampoco considero que transformar un cuento infantil en uno para adultos sea el no va más imaginativo. Pero allí donde no veo innovación ni originalidad, sí pienso que existe valentía y decisión para llevar a cabo la elección. Otra historia es si su fabulación resulta atractiva o si lo resulta su apuesta de dar rienda suelta a la presencia desvergonzada de una villana que, como buena villana, se transforma en lo mejor de esta función con referentes cinematográficos y con el protagonismo de una Blancanieves taurina que transita por un país de sombras, de polos opuestos que, cual indica su fotografía en blanco y negro, representan a la heroína y a su antagonista, pero ¿quién es una y quién la otra? Y aquí, no tengo la menor duda o, acaso, ¿una madrastra de cuento no tiene derecho a ser feliz?



jueves, 21 de diciembre de 2023

Profesor Lazhar (2011)

Debido a razones históricas, Canadá se divide en dos zonas diferenciadas por el idioma, la anglófona y la francófona. Dicha circunstancia, también afecta al cine canadiense, el cual, al menos, presenta dos influencias que se corresponden con las recibidas de Hollywood, un cine más acelerado, y del cine francés, más pausado. A esta última, se adhiere Profesor Lazhar (Monsieur Lazhar, 2011), película basada en la obra teatral de Evelyne de la Chenelière que Philippe Falardeau llevó a la pantalla con el protagonismo de Mohamed Fellag. El actor franco-argelino da vida al docente del título: un hombre de mediana edad que llega a Montreal (Quebec) tras verse obligado a emigrar de Argelia. Esto no solo implica un cambio geográfico, sino uno sociocultural, como se descubre en el centro de educación donde se presenta para cubrir la vacante de la profesora que se ha suicidado, ahorcándose en el aula. En ese instante poco se sabe de él, salvo que parece un buen tipo en busca de la oportunidad laboral que le posibilite integrarse en el país de acogida al que llega tras huir del natal. Lazhar es un asilado político que afirma poseer una experiencia de diecinueve años ejerciendo la docencia en Argel, pero, la tenga o no, su nuevo entorno implica grandes diferencias para él. Debe adaptarse al centro y a las normas educativas, que descubre protectoras en grado desquiciado, también al mundo “occidental” donde la sobreprotección se ha disparado hasta convertirse en cotidiana. El nuevo maestro pasa de una cotidianidad represiva a una estresada, marcada por la burocracia inútil, pues no soluciona, por lo políticamente correcto, corrección que solo consiente sus parámetros, y del escapismo de la realidad que busca huir de cualquier idea de dolor. La sociedad y el sistema pretende eliminar cualquier aspecto que consideren pueda herir a sus miembros, aunque dicha circunstancia juegue en contra del desarrollo de los propios individuos; los deshumanice o haga de ellos los miembros de una comunidad adulta infantil, caprichosa, sumamente egoísta y miedosa. Uno de esos aspectos a borrar del vocabulario y del pensamiento es, junto al nacimiento y a las funciones vitales, lo más natural al ser vivo.

La idea de la muerte está en el pensamiento humano porque la muerte no deja de ser una realidad que surge con la aparición de la vida. Su certeza se establece en el mismo instante que los primeros seres humanos fueron conscientes de su existencia. Desde el desarrollo de su pensamiento abstracto, los humanos la temen y buscan respuestas para ¿qué hay después? ¿Es esto todo? ¿Por qué tenemos que morir? Y tantas más cuestiones sin certezas que las respondan. Nos impacta desde que tenemos nuestro primer contacto con ella y acomodamos las respuestas entre la nada absoluta y las afirmaciones irracionales que dan origen a las supersticiones con las que mitigar el miedo a morir. Pero nada se arregla borrando del vocabulario escolar sustantivos como suicidio y muerte o cerrando los ojos ante lo evidente, prohibiendo hablar de una realidad incontestable de la que no se puede huir. Como le sucede a Alice (Sophie Nélisse), tras el descubrimiento del cadáver de su profesora, la muerte está ahí, frente a ella; y claro que le afecta. Toda pérdida de alguien cercano supone un impacto emocional que genera aflicción y duelo, dolor que la muerte propia no genera porque el sujeto no llega a saber de ella; dicho de otro modo: no la vive, muere. La de los demás forma parte de la vida de cada individuo cercano, y la de este de las existencias que le rodean, por lo que, ante la pérdida, resulta inevitable sentir aflicción, impotencia, temor, vacío, incluso culpa y dolor físico. Pensar en ella es de lo más natural y, aunque su aparición cause impresión y conmoción, y tambalee nuestras vidas, no debe ocultarse, o hacerla tabú, porque se estaría privando al individuo de su maduración emocional ante una realidad de la que jamás podrá escapar. 

De entre el alumnado, Simon (Emilien Néron) y Alice son quienes han visto el cuerpo sin vida de la maestra a quien Lazhar sustituye. El impacto de aquel momento afecta a ambos, pero a la niña de un modo más reflexivo que al niño, que silencia la culpabilidad que solo puede desaparecer al expresarla, y así comprender que la decisión y acción de su maestra no fue culpa suya. Nadie sabe el porqué del suicidio, ni se sabrá, quizá no exista una explicación racional o quizá lo sea en grado sumo, pero esta no es la cuestión que interesa a Profesor Lazhar. Debido al desarrollo precoz de su pensamiento abstracto y de su capacidad reflexiva —su tiempo de soledad le permite ser más introspectiva—, Alice vive el hecho de otro modo. En su mayor madurez intelectual y emocional, la niña se hace preguntas, pues el descubrimiento de la muerte le obliga a reflexionar sobre esta. Escribe sus ideas y sus conclusiones en una redacción que Lazhar quiere repartir entre el alumnado, pero se encuentra con la prohibición de la directora, cuya respuesta es la del sistema y consiste en decir que el texto resulta violento porque habla de muerte; pero ¿de qué iba a hablar, si la pequeña autora ha vivido una experiencia vital que le exige pensar en ella? ¿Por qué ocultársela, si empiezan a reflexionar sobre la vida y la muerte, y han de vivir con su certeza? <<Preferimos que se limite a enseñar, no a educar a nuestra hija>>, le dice un padre que se muestra intransigente ante la opinión del profesor, sencillamente porque, para aquel, su forma de entender el mundo es la única válida y solo él puede educar a su hija. De ser así, sería una educación fallida, pues, en tal caso, el sujeto pasaría a ser solo el objeto de su proceso educativo —del cual sería ajeno—, que va más allá de la infancia, de los progenitores, del sistema educativo y de la sociedad porque, una y otra vez, alcanza al sujeto del aprendizaje.

Falardeau desarrolla Profesor Lazhar dentro de una escuela de educación primaria, pero no se centra en la educación formal de niñas y niños, sino en las relaciones de la comunidad que forman madres, padres, docentes y alumnado, una comunidad que remite a la sociedad en la que los adultos proyectan sus traumas en los niños —aunque, ciertamente, todos proyectamos nuestras ideas en los demás— e intentan borrar lo imborrable al tiempo que pretenden crear alrededor de los menores (y de ellos mismos) un “Nunca Jamás” donde todo lo supuestamente dañino sea eliminado. La sociedad del bienestar en su estado desbocado oculta cuánta realidad pueda afectar el “buenrrolllismo” de la cotidianidad ya no de la infancia, sino de la edad adulta, que prefiere cerrar los ojos, echar culpas fuera y perder la capacidad de reflexión que exhibe Alice, cuya madurez emocional supera la de muchos padres y madres. Lazhar la comprende porque él reconoce la muerte, sabe de su existencia porque ha vivido la de su mujer y su familia. Murieron en Argelia cuando preparaban su salida del país donde ya no estaban seguros, debido al libro escrito por la mujer. Ella era profesora y la inspiración para el protagonista de una película en la que no se trata de aprender a gestionar emociones, ¿qué es eso de gestionar, ni que fuera un negocio? Las emociones son irracionales, a menudo y desbordantes, y hay que aprender a vivirlas, aceptando y comprendiendo que debemos sentirlas; a veces sin poder controlarlas, de hecho, apenas controlamos algo. De cualquier modo, teorizar la existencia es quimérico, en mi caso y en mis experiencias, pienso que es inútil, pues la vida no se controla, se vive, se siente, se disfruta, se padece... Según qué momento, resulta coherente o incoherente. Es contradictoria y no hay nada más humano que descubrirnos en la contradicción que nos plantea quiénes somos. No existe una respuesta concreta a cómo encarar las distintas situaciones que se presentan y nos hieren, pero si se puede padecerlas sin caer en la locura, sin perder el equilibrio entre la parte emocional (lo irracional) y la capacidad de reflexionar (racional) que nos definen. Sin ambas se perdería la doble capacidad humana de sentir y de pensar, la que nos permite reconocer, aceptar y superar el dolor, romper distancias y establecer cercanías y simpatías, vivir la alegría y la tristeza, aceptar la derrota y la superación como partes del aprendizaje y del viaje vital que se originan con el nacimiento y que concluyen algún día.



Los que saben morir (1970)


La intriga y el intento de fuga de Los que saben morir (The McKenzie Break, Lamont Johnson, 1970) acaban por reducirse al duelo entre el capitán alemán interpretado por Helmut Griem, un oficial de veintisiete años y de ideología nazi, y el capitán británico al que da vida Brian Keith, de cuarenta y seis años, que tiende a rebelarse contra la autoridad. El carácter de este último queda establecido en la vista militar que Johnson emplea para presentar al personaje, que será enviado por el servicio de inteligencia británico al campo de prisioneros de Escocía donde se desarrolla la mayor parte de la película. Su misión consiste en poner orden en el desorden creado por los presos y desbaratar un posible intento de fuga. Allí, Connor también debe enfrentarse al rechazo del oficial al mando, el mayor Perry (Ian Hendry) quien se ha visto desbordado por los presiónenos de guerra liderados por un oficial alemán que no duda en asesinar a sus propios hombres, si con sus muertes está más cerca de lograr su objetivo. <<El deber de todo prisionero es fugarse>>, dice el capitán Schluetter, que repite una frase que se deja escuchar a lo largo del cine bélico de evasiones. Los que saben morir no iba a ser menos, pero lo fue. Su trama —el guion  de William W. Norton adapta la novela de Sidney Shelley— se inspira libremente en un intento de fuga real, desbaratado por el ejército canadiense, pero no ofrece nada nuevo y lo que da ni por asomo está a la altura de los títulos más destacados del subgénero. En realidad, es mediocre y si bien en algún momento puede entretener no consigue pasar de ahí, pues carece de la épica de La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962), de la emoción de La gran ilusión (La grande Illusion, Jean Renoir, 1936) o de la ironía de Traidor en el infierno (Stalag 17, Billy Wilder, 1952).




martes, 19 de diciembre de 2023

Andrzej Munk, bosquejo de un gran cineasta

Pienso en Andrzej Munk (1921-1961) y se dibuja mentalmente una silueta indefinida en un escenario de destrucción, ocupación, sumisión, lucha y clandestinidad. La veo en movimiento, pues no permanece pasiva ante la invasión y la posterior ocupación alemana. Esa imagen, que mi mente todavía no logra definir porque carece de referencias que le permitirían mayor complejidad al dibujo que esboza, se une a la resistencia, actúa en la sombra y, andado el tiempo, participa en el levantamiento de Varsovia que su tocayo Andrzej Wajda expone en la claustrofóbica y espléndida Kanal (1957). La guerra concluye y Polonia se libera y vive la inestabilidad de verse dividida en dos ideologías en apariencia antagónicas: la católica y la comunista. Existe una tercera vía, la que se distancia de ambas, pero silenciada por el clamor y fervor de aquellas. Finalmente, se impone el comunismo y el país se acerca al estalinismo. Nace la República Popular de Polonia (1947-1989) mientras que Munk inicia sus estudios de Arquitectura y Derecho, que no concluye. Quizá porque su interés no era construir moles de hormigón como el “Kiev” que descubrí en Bratislava (Eslovaquia) ni ceñirse a las leyes del Partido del que, durante un tiempo, formó parte. Su siguiente paso es matricularse en la recién creada Escuela de Cine de Lodz —fundada en 1948— donde otros futuros grandes del cine polaco realizan su aprendizaje bajo la tutela de profesores tales Jerzy Toeplitz y Aleksander Ford, cineasta que había pasado la guerra en la Unión Soviética y que, a su regreso, se hace cargo de la producción de cine polaco de posguerra, al asumir el control de Film Polski (1945-1952), pero en 1947 abandona el puesto. Por entonces, Ford, que había sido estalinista ortodoxo —algo que tampoco era nada extraño, si se cuenta que la imagen de Stalin salió reforzada del conflicto bélico mundial—, entra en la Escuela donde ejercerá la docencia, que compagina con la dirección de películas. Años después, ya en la década de los sesenta, sería expulsado del partido, acusado de actividades antisocialistas. Pero este asunto nos aparta de Munk, quien, formando parte de la segunda promoción, se gradúa en 1951, en Fotografía y Dirección.

Las formas de la figura evocada maduran. De aquella juvenil silueta en guerra al adulto “treintañero” que expulsan del partido socialista polaco porque no se muestra dispuesto a perder su individualidad acatando las directrices sin reflexionar ni disentir, si sus conclusiones así se lo indican. Como los jóvenes y no tan jóvenes polacos de entonces, la experiencia bélica marca su vida; se hace evidente en su cine, en películas como Heroica (Eroica, 1957) o La pasajera (Pasazerka, 1961), que no llega a concluir, pues un accidente automovilístico acaba con su vida. Era el 20 de septiembre de 1961 y regresaba a su casa. Tenía cuarenta años y, en su haber cinematográfico, una de las filmografías más importantes de la segunda generación de cineastas polacos, la compuesta por Andrzej Wajda, Jerzy Kawalerowicz, Wojciech J. Has, entre otros. Junto a estos, Munk sentó las bases de la llamada Escuela Polaca y modernizó el cine de su país al distanciarse del realismo socialista, que se había convertido en el arte oficial de Polonia —de la Unión Soviética y del resto de miembros del CAME—, e individualizar su cine en busca de su propia voz. Munk realiza su primer largometraje en 1955, Los hombres de la cruz azul (Blekitny krzyz), el mismo año que Wajda estrena Generación (Polokenie, 1955) y Kawalerowicz funda la productora Kadr. En ese instante, Munk todavía no se manifiesta en plenitud, será a partir de Un hombre en la vía (Czlowiek na torze, 1956) cuando se distancie y se muestre inconformista. Su cine se revela contra las directrices y recela de los héroes; sus personajes son antihéroes y sus películas son reflejos de su actitud rebelde, de su creatividad, de sus preocupaciones contemporáneas, de su vena satírica, del absurdo, el cual depara la primera parte de Heroica o la historia de Mala suerte (Zezowate szczescie, 1960), dos grandes momentos de su obra cinematográfica…



Posibilidad de escape (1991)

Sea un taxista, un reverendo, un hombre de negocios, un jugador o un gigoló, los personajes de Paul Schrader viven condenados y obligados a descender a los infiernos, o a llevar el propio consigo, antes de alcanzar la purificación que les libere de sus fantasmas y les reconcilie. El protagonista de Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1991) no iba a ser diferente al resto. Está condenado a transitar la oscuridad antes de alcanzar cualquier posibilidad de luz. Inicialmente, camina por el suelo nocturno y sucio de la ciudad —suciedad que, a lo largo del film, reaparece en mayor cantidad, en la basura callejera que me trae a la mente En nombre del pueblo italiano (Dino Risi, 1971)—. Parece que John LeTour (Willem Dafoe) sabe a dónde ir en un espacio que semeja conocer y dominar. Se gana la vida pasando droga en la parte alta de la ciudad. Es un tipo solitario; más aún, se trata de alguien que vive en el aislamiento, salvo en su relación con Ann (Susan Sarandon), su jefa y amiga. Habla de su oficio y de sus clientes, igual que habla de sí mismo en primera persona a través de su voz interior o desvela su carácter supersticioso al visitar a una parapsicóloga (Mary Beth Hurt) que le habla de su futuro cercano. John escribe un diario; y dice que cada vez que acaba un cuaderno, lo tira y empieza uno nuevo. Es su terapia y la forma física de su pensamiento, el cual, al exteriorizarse, posibilita el acceso a sus reflexiones y emociones, aunque estas se definen en sus encuentros con los distintos personajes con los que se relaciona. Para Ann es su amigo y también su empleado, lo que depara una relación de amor y respeto en la que los sentimientos y los intereses pueden chocar pero no romper el nexo emocional que les une. Para sus compradores es una especie de confesor, le cuentan cuanto les llega a la cabeza, mientras que Johnny reduce su filosofía vital a <<si no tienes nada que decir, no digas>>. En realidad, se busca a sí mismo, busca quien podría ser, el yo que se perdió en algún punto del camino, un camino del que se desvió para caer en ambiente de las drogas que pretende dejar atrás tras su encuentro con Marianne (Dana Delany). La posibilidad de redención y reconciliación, de escape del inframundo donde ha estado atrapado, asoman por la vía del amor en sus diversas formas —pareja, paterno-filial, amistad, fraternal…—, en el cine del director de Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, 1978), en el que perdonarse implica el descenso al infierno de los personajes. El resultado de Posibilidad de escape es una de las mejores películas estadounidenses estrenadas en la década de 1990. En ella, una ve más, se confirma la sobrada capacidad de Schrader para crear ambientes enrarecidos, malsanos, y generar sensaciones a través de las interioridades heridas y desorientadas que los recorren; pero, debido a ser quien es, uno de los creadores más personales del cine estadounidense de las últimas décadas, su propuesta pasó desapercibida entre estrenos más comerciales y menos independientes que este reflexivo drama que nace y se hace en este director y guionista natural de Michigan…



lunes, 18 de diciembre de 2023

Akira (1987)

La expresión “película de culto” suena a que una película gusta a alguien de tal forma que no se plantea el porqué; ya que el rendir culto a algo implica que ese “algo” no se razone, sino que se venere sin más motivo que la propia veneración. A veces, incluso, se trata de una heredada, con lo cual la posibilidad de cuestionar lo idealizado parece disminuir y se asienta en la creencia, de la que ya no se duda. Como en toda expresión artística que se pueda valorar, dentro de cine y, ya individualizando, dentro de las llamadas “películas de culto” sucede que las hay mejores y peores. Hay obras maestras y pifias que suenan a chiste, pero, al final, la valoración se reduce a lo que cada quien prefiere. De modo que el cine, como otros medios de expresión, acaba siendo una cuestión de preferencias para el consumidor, y llegar a un acuerdo en los gustos resulta imposible. Dicha disensión da pie a la discusión, al intercambio de opiniones, a enriquecer una charla, también podría empobrecerla, pero otra cuestión es la calidad de un film, que puede valorarse tanto desde una perspectiva técnica como narrativa. Incluso el llamado “fondo”, que sería emocional, sensible, crítico o cuanto los creadores quieran expresar a través de las imágenes de sus películas. Es decir, ¿de que me habla tal o cual film? En esto, por ejemplo, uno de culto como Akira (1987) me genera aburrimiento. Me pregunto qué me aporta y digo “nada”. Esto es subjetivo, al menos mi aburrimiento, que es de mi exclusividad; por lo que comprendo que tal sensación no es valoración. Es la reacción subjetiva que me producen unas imágenes tras las que veo mucho trabajo. Pero su narración no está a la altura de la técnica desarrollada para darle forma.

Se elaboraron alrededor de ciento cincuenta mil dibujos y se emplearon trescientos veintisiete colores, en un total de setecientas treinta y ocho secuencias. No cabe duda, se trata de una animación que cuida su estética hasta el mínimo detalle, desde el escenario, la ciudad de Neo-Tokio, pasando por sus personajes y la nocturnidad, hasta los vehículos que resultan parte fundamental de una trama que, como ya he dicho, se antoja irregular en su narrativa y, prácticamente, nula en lo emocional de los personajes. En la película destacan las escenas nocturnas y la sensación de futurismo lograda por Katsuhiro Otomo, director y guionista, suyo también es el manga homónimo, pero esta falla en aspectos relacionados con los personajes. Dicho de otra manera, estos no emocionan, no me generan emociones. A este respecto, Akira es un film en las antípodas de cualquier película de Hayao Miyazaki, por citar a quien quizá sea el director más famoso de cine animado japonés, fama, por otra parte, creo que merecida. Sin ir más lejos, el año que Otomo estrenaba Akira, Miyazaki hacía lo propio con Mi vecino Totoro (1988) e Isao Takahara estrenaba La tumba de las luciérnagas (1988), dos películas en las antípodas de la de Otomo. Esta vive acelerada pero sin lograr encauzar la vertiginosidad que busca y que alcanza por momentos, pero que al resultar irregular también acaba resultando pesada. Las de Miyazaki y Takahara se asientan en la pausa que posibilita el acceso al lado emocional de los personajes infantiles, en la ternura, en los sentimientos que van aflorando. Los adolescentes de Akira no pueden ser tiernos, quizá porque su mundo postapocalíptico se desvela sumamente desquiciado, furioso, violento, propicio para la fuerza bruta, el fanatismo religioso o la desorientación en adolescentes (y adultos) que se desafían en la noche en competiciones suicidas, así como para los experimentos que escapan al control de los científicos al servicio del gobierno, probablemente porque ya no se trata de ciencia, sino de fantasía y aspiraciones mesiánicas. La trama de Akira pasa del presente de 1988 al futuro de 2010, tras la explosión nuclear provocada por un niño con poderes psíquicos y con la capacidad de generar la energía suficiente para destruir el mundo. El año sitúa la acción en el futuro, a la conclusión de la III Guerra Mundial, y ofrece una animación en la que predominan las explosiones, los disparos, los diálogos simplistas y personajes que no llegan a ser más allá de la excusa para desarrollar dos hora de quejas, tiroteos y más violencia, que son, o así me lo parece, la prioridad de una película en la que la forma se encuentra por encima de la narrativa y del desarrollo de las emociones y los porqués, quizá el manga aporte preguntas, respuestas y mayor complejidad emocional a estos que el complejo de inferioridad de Tetsuo o la supuesta rebeldía “guay” de Kaneda/Kuwata, pero eso no cambiaría que la película, como tal, me resulte cansina…



domingo, 17 de diciembre de 2023

Un trabajo en Italia (1969)

Gamberrada y pop, satírica y dividida en dos partes bien diferenciadas, la inglesa y la italiana, Un trabajo en Italia (The Italian Job, 1969) acelera al máximo el atractivo de las persecuciones automovilísticas. Lo hace abordo de tres “minis” que escapan por las galerías comerciales y las calles de Turín en las que el colapso automovilístico sirve de vía de escape para el equipo liderado sobre el terreno por Charlie Crocker (Michael Caine); pero, en la distancia, quien manda es Mister Bridger (Noël Coward), un distinguido preso, jefe de una organización delictiva y monárquico isabelino a ultranza. Coward dota de credibilidad e ironía a la imagen que asume su personaje: adicto a la vieja Inglaterra, elegante, altivo, esnob. Por su parte, Caine asume el rostro del caradura inteligente y mujeriego. Son dos personajes que aparentemente se sitúan en polos opuestos, algo así como un aristócrata y un “cockney” del robo, pero a ambos les gusta el dinero y ese gusto les une para dar el golpe en Italia durante la celebración de un partido de fútbol entre las selecciones de Italia e Inglaterra. Todo está planeado, desde el inutilizar el sistema de tráfico, para eso buscan las manos expertas del profesor Simon Peach (Benny Hill), más que chiflado, obsesionado con las curvas femeninas más pronunciadas, hasta los pilotos que conducirán los pequeños deportivos; y por supuesto, contarán con el apoyo financiero proporcionado por Coward y con la mente ejecutora del plan heredado, puesto que la idea del asalto al furgón no nace de Caine, sino del hombre (Rossano Brazzi) a quien la mafia, con Altabani (Raf Vallone) a la cabeza, aplasta al inicio de esta comedia dirigida por Peter Collinson y escrita por Troy Kennedy Martin. La película daría pie a una versión posterior, The Italian Job (F. Gary Gray, 2003), menos simpática y más centrada en el ruido, así que no pude escuchar nada de lo que tramaban Donald Sutherland y Mark Walhberg, quienes asumían los papeles de Coward y Caine, pero sin la gracia de esta “original” pareja…



sábado, 16 de diciembre de 2023

Una mujer marcada (1960)

Había acordado participar en la superproducción que Rouben Mamoulian iba a realizar sobre el triángulo Cleopatra, Julio Cesar y Marco Antonio, cuando su contrato con MGM estaba a punto de concluir, después de dieciocho años en el estudio, pero antes <<aún tenía que rodar su última película para la Metro. El estudio quería explotar los escándalos de su estrella y le ofrecieron protagonizar Una mujer marcada, basada en la vida de una famosa prostituta de lujo en Nueva York. Tras leer el guion, a Liz le pareció un insulto a su persona. “La protagonista es una ninfómana —se lamentó—. Es una historia tan repugnante que no la haré por nada del mundo.” Los ejecutivos la amenazaron con suspenderle el contrato y no podría trabajar en otra película durante dos años. Finalmente aceptó a regañadientes porque no quería perder su contrato millonario con la Fox. Estaba tan enojada que les aseguró que “les iba a causar todo tipo de problemas” y exigió que le dieran un papel a su esposo Eddie Fisher. El rodaje comenzó en enero e Nueva York y para su director Daniel Mann fue una horrible pesadilla. “Liz se mostró más impertinente y caprichosa que nunca, y todos sentimos un gran alivio cuando concluyó la última escena”, confesó.>> (1) Esa película que no quería hacer, y en la que fastidió cuanto pudo, resultó ser un éxito para ella, además de proporcionarle su primer Oscar a la mejor actuación femenina del año, premio dorado que, fuera de su parafernalia y de su implicación económica, en cualquiera de sus categorías (salvo, quizá, las técnicas), dudo que aporte un reconocimiento objetivo del trabajo realizado; sin ir más lejos, aquel mismo año, Shirley MacLaine estaba nominada por su papel en la magistral El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960).

Si algo similar lo hubiera hecho un individuo cualquiera, alguien común, le habrían despedido o abierto un expediente laboral o, en época romanas, enviado junto a Ben-Hur a galeras a remar. Sin embargo, Elizabeth Taylor era una gran estrella, quizá la más mediática y consentida por el estudio mientras fuese una fuente de ingresos. Su paso por la Metro se saldó con un balance positivo, aunque se viera obligaba a aceptar imposiciones laborales de sus superiores; pero ¿quién no las ha de aceptar en su trabajo, por lo general peor pagado que el de la actriz? Aquel contrato, que concluía en Una mujer marcada (BUtterfield 8, 1960), le había permitido la cómoda y lujosa existencia de la que no pretendía renegar. Lo que ella quería era la parte del asunto que le beneficiaba y la libertad para actuar a su antojo; es decir, lo que queremos la mayoría, pero que casi nadie obtiene. Y lo que ella obtuvo de esta película, que nada tenía de escandalosa ni de insulto, sino que se puso a su disposición; aunque despreciase el guion y actuar en la película, fue su libertad laboral y su mayor reconocimiento profesional hasta aquella fecha; aunque esto no quiere decir que fuese su mejor film, de hecho, su resultado apunta lo contrario, ni su interpretación más lograda; ni de lejos. En todo caso, el protagonismo de Elizabeth Taylor es el principal aliciente de este melodrama que, de tan forzado, resulta cansino y ni el talento que se le supone a sus guionistas, Charles Schnee y John Michael Hayes, evita el conformismo y el aburrimiento melodramático que prevalece durante el metraje de Una mujer marcada, en la que Taylor tenía como pareja a Laurence Harvey, cuyo rol bien podría ser una prolongación de su arribista en la muy superior Un lugar en la cumbre (Room at the Top, Jack Clayton, 1958), y no solo escribo “superior” porque su título la sitúe en la cima. La novela BUtterfield 8, de John O’Hara, en la que se basa el guion fue publicada por primera vez en 1935 y resulta mucho más atrevía y moderna. Dicho de otro modo, mantiene su atractivo a ojos de una mirada actual, algo que dudo que suceda con la película ante un público que mire la pantalla y vea más allá de la estrella interpretando a una mujer, combinación sexual y emocional, que daba mucho más de sí que querer casarse, y que se quedó en lo que asoma en este melodrama: un estereotipo para mayor lucimiento de Elizabeth Taylor, lo cual, visto desde los ojos de sus fans y de la industria de Hollywood, tampoco estaba nada mal, pero esto no implica que la película sea mejor de lo que es…


(1) Cristina Morató: Diosas de Hollywood. DeBolsillo, Barcelona, 2020.