lunes, 18 de diciembre de 2023

Akira (1987)

La expresión “película de culto” suena a que una película gusta a alguien de tal forma que no se plantea el porqué; ya que el rendir culto a algo implica que ese “algo” no se razone, sino que se venere sin más motivo que la propia veneración. A veces, incluso, se trata de una heredada, con lo cual la posibilidad de cuestionar lo idealizado parece disminuir y se asienta en la creencia, de la que ya no se duda. Como en toda expresión artística que se pueda valorar, dentro de cine y, ya individualizando, dentro de las llamadas “películas de culto” sucede que las hay mejores y peores. Hay obras maestras y pifias que suenan a chiste, pero, al final, la valoración se reduce a lo que cada quien prefiere. De modo que el cine, como otros medios de expresión, acaba siendo una cuestión de preferencias para el consumidor, y llegar a un acuerdo en los gustos resulta imposible. Dicha disensión da pie a la discusión, al intercambio de opiniones, a enriquecer una charla, también podría empobrecerla, pero otra cuestión es la calidad de un film, que puede valorarse tanto desde una perspectiva técnica como narrativa. Incluso el llamado “fondo”, que sería emocional, sensible, crítico o cuanto los creadores quieran expresar a través de las imágenes de sus películas. Es decir, ¿de que me habla tal o cual film? En esto, por ejemplo, uno de culto como Akira (1987) me genera aburrimiento. Me pregunto qué me aporta y digo “nada”. Esto es subjetivo, al menos mi aburrimiento, que es de mi exclusividad; por lo que comprendo que tal sensación no es valoración. Es la reacción subjetiva que me producen unas imágenes tras las que veo mucho trabajo. Pero su narración no está a la altura de la técnica desarrollada para darle forma.

Se elaboraron alrededor de ciento cincuenta mil dibujos y se emplearon trescientos veintisiete colores, en un total de setecientas treinta y ocho secuencias. No cabe duda, se trata de una animación que cuida su estética hasta el mínimo detalle, desde el escenario, la ciudad de Neo-Tokio, pasando por sus personajes y la nocturnidad, hasta los vehículos que resultan parte fundamental de una trama que, como ya he dicho, se antoja irregular en su narrativa y, prácticamente, nula en lo emocional de los personajes. En la película destacan las escenas nocturnas y la sensación de futurismo lograda por Katsuhiro Otomo, director y guionista, suyo también es el manga homónimo, pero esta falla en aspectos relacionados con los personajes. Dicho de otra manera, estos no emocionan, no me generan emociones. A este respecto, Akira es un film en las antípodas de cualquier película de Hayao Miyazaki, por citar a quien quizá sea el director más famoso de cine animado japonés, fama, por otra parte, creo que merecida. Sin ir más lejos, el año que Otomo estrenaba Akira, Miyazaki hacía lo propio con Mi vecino Totoro (1988) e Isao Takahara estrenaba La tumba de las luciérnagas (1988), dos películas en las antípodas de la de Otomo. Esta vive acelerada pero sin lograr encauzar la vertiginosidad que busca y que alcanza por momentos, pero que al resultar irregular también acaba resultando pesada. Las de Miyazaki y Takahara se asientan en la pausa que posibilita el acceso al lado emocional de los personajes infantiles, en la ternura, en los sentimientos que van aflorando. Los adolescentes de Akira no pueden ser tiernos, quizá porque su mundo postapocalíptico se desvela sumamente desquiciado, furioso, violento, propicio para la fuerza bruta, el fanatismo religioso o la desorientación en adolescentes (y adultos) que se desafían en la noche en competiciones suicidas, así como para los experimentos que escapan al control de los científicos al servicio del gobierno, probablemente porque ya no se trata de ciencia, sino de fantasía y aspiraciones mesiánicas. La trama de Akira pasa del presente de 1988 al futuro de 2010, tras la explosión nuclear provocada por un niño con poderes psíquicos y con la capacidad de generar la energía suficiente para destruir el mundo. El año sitúa la acción en el futuro, a la conclusión de la III Guerra Mundial, y ofrece una animación en la que predominan las explosiones, los disparos, los diálogos simplistas y personajes que no llegan a ser más allá de la excusa para desarrollar dos hora de quejas, tiroteos y más violencia, que son, o así me lo parece, la prioridad de una película en la que la forma se encuentra por encima de la narrativa y del desarrollo de las emociones y los porqués, quizá el manga aporte preguntas, respuestas y mayor complejidad emocional a estos que el complejo de inferioridad de Tetsuo o la supuesta rebeldía “guay” de Kaneda/Kuwata, pero eso no cambiaría que la película, como tal, me resulte cansina…



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