sábado, 23 de diciembre de 2023

Blancanieves (2011)

Inspirado por el popular cuento de los hermanos Grimm, Jacob y Wilhelm, el bilbaíno Pablo Berger abre el telón de su segundo largometraje a una fantasía cuya trama ya se sabe vista y oída, aunque, en este caso, no se escuchará al carecer de voces y diálogos. La apertura de su cuento recuerda al Woody Allen de Manhattan (1979), pero sustituyendo los planos neoyorquinos por imágenes de Sevilla y prescindiendo de la voz de un narrador, pues, como no tarda en comprenderse, Blancanieves (2011) es una comedia negra y muda, que no silente, con su partitura sonora incorporada, que expresa su contenido mediante sus formas visuales. Pero, si la tiene, ¿cuál es la gracia del asunto? ¿Expresarse mediante imágenes, sin el apoyo o la tiranía del diálogo, emulando el tipo de cine desarrollado y dominado por Murnau, Stroheim, Chaplin, Sjöström y otros grandes como Keaton y Browning o el más cercano (en kilómetros) Florián Rey? La expresión visual había alcanzado perfección en la década de 1920, pero el sonido llegó para imponerse y transformar el lenguaje visual en audiovisual. No obstante, hubo quien como Kaneto Shindo devolvió a sus personajes al silencio. Lo hizo en la magistral La isla desnuda (Hadaka no Shima, 1960), en la que sus imágenes comunican sin necesidad de expresar con palabras ni rótulos explicativos. Más cercana en el tiempo, The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) resultó un éxito y tal aceptación popular venía a demostrar que el riesgo (cara la taquilla) de realizar una producción muda era menor del supuesto. Berger lo reafirmó con su cuento, que obtuvo el aplauso del público, en buena medida gracias a la “malvada” presencia de Maribel Verdú y esa intención de hacer un cine moderno a partir de una mirada al cine del pasado.


Al igual que Hazanavicious en The Artist, Berger optó en Blancanieves por el uso de la fotografía en blanco y negro, monocromatismo que, aunque minoritario desde la década de 1960, nunca ha desaparecido del cine, y por la ausencia de diálogos. La excepcionalidad del asunto: el usar la palabra hablada, no lo fue tanto, ni fue lanzarse al vacío y esperar el golpe, aunque Blancanieves sí supuso un impacto para el cine español. Y no lo fue porque el film no precisa más que de la imagen para su comprensión y, según quien, para su disfrute. Berger, cuya experiencia en el largometraje ser reducirá a Torremolinos 73 (2003), sorprendió en su regreso a la dirección. De eso no cabe duda, lo confirman las formas de su fantasía, pero su conjunto me suena a cartón piedra; es decir, que su consistencia pende de un hilo y ese hilo es la presencia de Maribel Verdú ejerciendo de malvada de cuento. Ella y Sofía Oria, la niña que da vida a Carmencita, son lo más natural de un film que fuerza su representación, la cual Berger pretende cinematográfica “pura” en un espacio de tauromaquia y flamenco, de toreros, folclóricas y Mefistófeles de ruedo ibérico, de circo y de situaciones que rellenan una propuesta que, personalmente, me deja medio vacío o con una sensación que podría conllevar la disyuntiva “llenar o no llenar”, pero esa sería una cuestión que no me preocupa resolver… En todo caso, no considero que Blancanieves impacte o aporte novedad por escoger ser silente para comunicarse y elija la fotografía en blanco y negro para dar color al asunto que plantea. Eso ya lo han hecho otros antes y tampoco considero que transformar un cuento infantil en uno para adultos sea el no va más imaginativo. Pero allí donde no veo innovación ni originalidad, sí pienso que existe valentía y decisión para llevar a cabo la elección. Otra historia es si su fabulación resulta atractiva o si lo resulta su apuesta de dar rienda suelta a la presencia desvergonzada de una villana que, como buena villana, se transforma en lo mejor de esta función con referentes cinematográficos y con el protagonismo de una Blancanieves taurina que transita por un país de sombras, de polos opuestos que, cual indica su fotografía en blanco y negro, representan a la heroína y a su antagonista, pero ¿quién es una y quién la otra? Y aquí, no tengo la menor duda o, acaso, ¿una madrastra de cuento no tiene derecho a ser feliz?



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