lunes, 11 de diciembre de 2023

El juez Priest (1934)


La entrada tres mil trescientos noventa y ocho de vadevagos es especial por lo redondo que tiene la cifra si la elevo a 0 y sumo al resultado -1; y de ahí que la celebre como cuando de adolescente me burlaba de tal redondez coronando en color rojo la parte superior derecha de mis exámenes de lengua castellana, lingua galega e inglés. Me burlaba porque aquello solo era un número y, por tanto, no me definía, por mucho que ya entonces todo pareciese intentar reducirse a meras cifras para acelerar el proceso; pero el proceso de qué. ¿El anunciado en un título de Kafka? Además, lo mío era la historia, la que me estaba construyendo y destruyendo, la física, las matemáticas y la ausencia. Todavía hoy no sé si estoy, pero lo intento mientras recuerdo que aquellos ceros académicos no me preocupaban lo más mínimo, pues ya los cambiaría. Mas ese no es el tema, lo que aquí trato de celebrar es que esta entrada de cifra a la fuerza redonda coincide con líneas dedicadas a John Ford, cuyo cine sí le salió redondo, pero de diez; me refiero a lo mejor de su cine, que es mucho. Así, dejando aparte mi currículum escolar, me centro en Ford, a quien hacia mitad de la década de 1910 ya lo tenemos dando guerra en el silente, primero como extra —en el libro-entrevista de Peter Bogdanovich, recordaba que había sido uno de los jinetes del Klan en El nacimiento de una nación (The Birth of A Nation, David Wark Griffith, 1914)— y después cuando todavía no quería dirigir, pero vio en ello un medio de ganarse el pan; de modo que, para acallar posibles protestas de su estómago, se dedicó al cine. Primero colaborando con su hermano, después lo haría en solitario. Más adelante podría permitirse cualquier plato y se convertiría en uno de los más grandes en eso de hacer películas. Las mejores de las suyas son sustancia genuina, emoción, sentimiento, humor, camaradería y otros ingredientes como podría ser la presencia de rostros que se asocian con su cine. A lo largo de su carrera tuvo asociaciones con distintos actores, siendo la más conocida la que le unió a John Wayne, pero también mantuvo otras tan importantes como las que le asociaron a Henry Fonda, Víctor McLaglen, Ward Bond, Harry Carey (e hijo) y Will Rogers, entre otros...

En la primera mitad de la década de 1930, le tocó el turno a Rogers. Fue una relación breve, pero rica y divertida. Ford recordaba que <<Hicimos tres películas juntos y siempre era muy divertido trabajar con Will.>> El juez Priest (Judge Priest, 1934) fue la segunda de la espléndida trilogía “Will Rogers” —Dr. Bull (1933), El juez Priest y Barco a la deriva (Steamboat Round the Bend, 1935)—, llamada así por estar protagonizada por el popular actor, pero también podría llamarse la trilogía de la sencillez o de las vidas sencillas de un tiempo ya desaparecido, uno en el que el cine de John Ford parecía encontrarse como pez en el agua. Los espacios de la trilogía más que entornos son modos de ver la existencia de sus personajes, quizá una añorada, que reaparece a lo largo de su magistral obra cinematográfica. Aquí ya existe una postura contra la intolerancia, contra las prisas del progreso que acabaría llegando para quedarse en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962) y a favor de saborear un julepe de menta, una jornada de pesca y una vida que no siempre es alegre ni siempre triste, pero que invita a celebraciones. Sencillamente es auténtica, sin artificios, como lo es este juez viudo que, igual que hará el personaje de John Wayne en La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949), acude junto a la tumba de su mujer para hablar con ella y espantar su soledad, la cual se mitiga cuando está en compañía de su sobrino o ayudando a la comunidad, pues como juez, vecino y político se debe a ella. William Priest es un personaje que nace de la invención de Irvin S. Cobb, pasa por el filtro de los guionistas Dudley Nichols y Lamar Trotti y se adapta plenamente al universo de Ford, pero también es uno que se debe al actor que le dio vida, pues dudo que alguien más que Will Rogers hubiese dotado al personaje de esa entrañable y cercana humanidad con la que su juez se mueve en la pantalla, sin prisa, pero sin pausa, como la existencia misma que, para él y para los habitantes del universo fordiano, todavía transcurre sin ser numérica ni acelerada…



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