Debido a razones históricas, Canadá se divide en dos zonas diferenciadas por el idioma, la anglófona y la francófona. Dicha circunstancia, también afecta al cine canadiense, el cual, al menos, presenta dos influencias que se corresponden con las recibidas de Hollywood, un cine más acelerado, y del cine francés, más pausado. A esta última, se adhiere Profesor Lazhar (Monsieur Lazhar, 2011), película basada en la obra teatral de Evelyne de la Chenelière que Philippe Falardeau llevó a la pantalla con el protagonismo de Mohamed Fellag. El actor franco-argelino da vida al docente del título: un hombre de mediana edad que llega a Montreal (Quebec) tras verse obligado a emigrar de Argelia. Esto no solo implica un cambio geográfico, sino uno sociocultural, como se descubre en el centro de educación donde se presenta para cubrir la vacante de la profesora que se ha suicidado, ahorcándose en el aula. En ese instante poco se sabe de él, salvo que parece un buen tipo en busca de la oportunidad laboral que le posibilite integrarse en el país de acogida al que llega tras huir del natal. Lazhar es un asilado político que afirma poseer una experiencia de diecinueve años ejerciendo la docencia en Argel, pero, la tenga o no, su nuevo entorno implica grandes diferencias para él. Debe adaptarse al centro y a las normas educativas, que descubre protectoras en grado desquiciado, también al mundo “occidental” donde la sobreprotección se ha disparado hasta convertirse en cotidiana. El nuevo maestro pasa de una cotidianidad represiva a una estresada, marcada por la burocracia inútil, pues no soluciona, por lo políticamente correcto, corrección que solo consiente sus parámetros, y del escapismo de la realidad que busca huir de cualquier idea de dolor. La sociedad y el sistema pretende eliminar cualquier aspecto que consideren pueda herir a sus miembros, aunque dicha circunstancia juegue en contra del desarrollo de los propios individuos; los deshumanice o haga de ellos los miembros de una comunidad adulta infantil, caprichosa, sumamente egoísta y miedosa. Uno de esos aspectos a borrar del vocabulario y del pensamiento es, junto al nacimiento y a las funciones vitales, lo más natural al ser vivo.
La idea de la muerte está en el pensamiento humano porque la muerte no deja de ser una realidad que surge con la aparición de la vida. Su certeza se establece en el mismo instante que los primeros seres humanos fueron conscientes de su existencia. Desde el desarrollo de su pensamiento abstracto, los humanos la temen y buscan respuestas para ¿qué hay después? ¿Es esto todo? ¿Por qué tenemos que morir? Y tantas más cuestiones sin certezas que las respondan. Nos impacta desde que tenemos nuestro primer contacto con ella y acomodamos las respuestas entre la nada absoluta y las afirmaciones irracionales que dan origen a las supersticiones con las que mitigar el miedo a morir. Pero nada se arregla borrando del vocabulario escolar sustantivos como suicidio y muerte o cerrando los ojos ante lo evidente, prohibiendo hablar de una realidad incontestable de la que no se puede huir. Como le sucede a Alice (Sophie Nélisse), tras el descubrimiento del cadáver de su profesora, la muerte está ahí, frente a ella; y claro que le afecta. Toda pérdida de alguien cercano supone un impacto emocional que genera aflicción y duelo, dolor que la muerte propia no genera porque el sujeto no llega a saber de ella; dicho de otro modo: no la vive, muere. La de los demás forma parte de la vida de cada individuo cercano, y la de este de las existencias que le rodean, por lo que, ante la pérdida, resulta inevitable sentir aflicción, impotencia, temor, vacío, incluso culpa y dolor físico. Pensar en ella es de lo más natural y, aunque su aparición cause impresión y conmoción, y tambalee nuestras vidas, no debe ocultarse, o hacerla tabú, porque se estaría privando al individuo de su maduración emocional ante una realidad de la que jamás podrá escapar.
De entre el alumnado, Simon (Emilien Néron) y Alice son quienes han visto el cuerpo sin vida de la maestra a quien Lazhar sustituye. El impacto de aquel momento afecta a ambos, pero a la niña de un modo más reflexivo que al niño, que silencia la culpabilidad que solo puede desaparecer al expresarla, y así comprender que la decisión y acción de su maestra no fue culpa suya. Nadie sabe el porqué del suicidio, ni se sabrá, quizá no exista una explicación racional o quizá lo sea en grado sumo, pero esta no es la cuestión que interesa a Profesor Lazhar. Debido al desarrollo precoz de su pensamiento abstracto y de su capacidad reflexiva —su tiempo de soledad le permite ser más introspectiva—, Alice vive el hecho de otro modo. En su mayor madurez intelectual y emocional, la niña se hace preguntas, pues el descubrimiento de la muerte le obliga a reflexionar sobre esta. Escribe sus ideas y sus conclusiones en una redacción que Lazhar quiere repartir entre el alumnado, pero se encuentra con la prohibición de la directora, cuya respuesta es la del sistema y consiste en decir que el texto resulta violento porque habla de muerte; pero ¿de qué iba a hablar, si la pequeña autora ha vivido una experiencia vital que le exige pensar en ella? ¿Por qué ocultársela, si empiezan a reflexionar sobre la vida y la muerte, y han de vivir con su certeza? <<Preferimos que se limite a enseñar, no a educar a nuestra hija>>, le dice un padre que se muestra intransigente ante la opinión del profesor, sencillamente porque, para aquel, su forma de entender el mundo es la única válida y solo él puede educar a su hija. De ser así, sería una educación fallida, pues, en tal caso, el sujeto pasaría a ser solo el objeto de su proceso educativo —del cual sería ajeno—, que va más allá de la infancia, de los progenitores, del sistema educativo y de la sociedad porque, una y otra vez, alcanza al sujeto del aprendizaje.
Falardeau desarrolla Profesor Lazhar dentro de una escuela de educación primaria, pero no se centra en la educación formal de niñas y niños, sino en las relaciones de la comunidad que forman madres, padres, docentes y alumnado, una comunidad que remite a la sociedad en la que los adultos proyectan sus traumas en los niños —aunque, ciertamente, todos proyectamos nuestras ideas en los demás— e intentan borrar lo imborrable al tiempo que pretenden crear alrededor de los menores (y de ellos mismos) un “Nunca Jamás” donde todo lo supuestamente dañino sea eliminado. La sociedad del bienestar en su estado desbocado oculta cuánta realidad pueda afectar el “buenrrolllismo” de la cotidianidad ya no de la infancia, sino de la edad adulta, que prefiere cerrar los ojos, echar culpas fuera y perder la capacidad de reflexión que exhibe Alice, cuya madurez emocional supera la de muchos padres y madres. Lazhar la comprende porque él reconoce la muerte, sabe de su existencia porque ha vivido la de su mujer y su familia. Murieron en Argelia cuando preparaban su salida del país donde ya no estaban seguros, debido al libro escrito por la mujer. Ella era profesora y la inspiración para el protagonista de una película en la que no se trata de aprender a gestionar emociones, ¿qué es eso de gestionar, ni que fuera un negocio? Las emociones son irracionales, a menudo y desbordantes, y hay que aprender a vivirlas, aceptando y comprendiendo que debemos sentirlas; a veces sin poder controlarlas, de hecho, apenas controlamos algo. De cualquier modo, teorizar la existencia es quimérico, en mi caso y en mis experiencias, pienso que es inútil, pues la vida no se controla, se vive, se siente, se disfruta, se padece... Según qué momento, resulta coherente o incoherente. Es contradictoria y no hay nada más humano que descubrirnos en la contradicción que nos plantea quiénes somos. No existe una respuesta concreta a cómo encarar las distintas situaciones que se presentan y nos hieren, pero si se puede padecerlas sin caer en la locura, sin perder el equilibrio entre la parte emocional (lo irracional) y la capacidad de reflexionar (racional) que nos definen. Sin ambas se perdería la doble capacidad humana de sentir y de pensar, la que nos permite reconocer, aceptar y superar el dolor, romper distancias y establecer cercanías y simpatías, vivir la alegría y la tristeza, aceptar la derrota y la superación como partes del aprendizaje y del viaje vital que se originan con el nacimiento y que concluyen algún día.
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