Un tipo tan suyo como Alfred Hitchcock reconoció que Rebeca (Rebecca, 1940) no era una película personal, pues en ella habían influido el productor David O. Selznick y el guionista Robert E. Sherwood, quienes prefirieron realizar una adaptación fiel a la novela homónima de Daphne Du Maurier en la que se basa el film, su primer largometraje estadounidense. Dicha fidelidad remarca el carácter decimonónico de la historia y su ausencia de humor, algo que al cineasta británico no le entusiasmaba. Hitchcock y su cine encajaban mejor con la idea hollywoodiense. En todo caso, su debut en Hollywood se saldó con éxito y hoy (y en el momento de su estreno) “Rebeca” suena y es un espectro del pasado que siempre se encuentra presente, como también lo está la famosa y majestuosa Manderley, la mole gigantesca que atemoriza a la nueva señora de Winter (Joan Fontaine), donde se encuentra con un ama de llaves tétrica y desequilibrada. La influencia que la señora Danvers (Judith Anderson) ejerce sobre la recién llegada resulta abrumadora, creando en la joven una tensión y un pánico que la sume en un estado de continua angustia, que aumenta con las apariciones silenciosas del ama de llaves; fijándose en la mente de la señora de Winter la idea de no estar a la altura de Rebeca. Manderley es el hogar de “Maxim” de Winter (Laurence Olivier) y de todos sus antepasados, a él han llegado tras un idílico romance en Montecarlo, donde se conocieron y se casaron. En aquel momento parecía que Max necesitaba olvidar a Rebeca, pues semejaba que su vida había perdido el sentido desde que ésta pereció ahogada tras hundirse su embarcación; pero la presencia de la joven dama de compañía parecía calmar sus penas y llenar su vacío. Manderley resulta distinto al sur de Francia; la luz se convierte en tiniebla y la relación se enturbia, porque siempre asoma la sospecha de que Rebeca ocupa el puesto que ella debería asumir. La señora de Winter nunca se siente cómoda en Mandarley, dominada por el temor que le impone la presencia de tres espectros: Rebeca, la señora Danvers y la posibilidad, casi certeza, de que su marido no la ame. La nueva señora de Winter se siente comparada con la difunta, cuestión que la atormenta sin permitirle reaccionar, quizá si hubiese confiado en sus cualidades todo habría sido distinto, pero ella actúa como una niña asustada que teme la aparición de la sombra que le ha sumido en el estado en el que se encuentra. Rebeca fue la primera película que Alfred Hitchcock realizó en Hollywood, tras ser contratado por el entonces triunfal David O. Selznick para dirigir un film sobre el Titanic, sin embargo, hubo un cambio de planes y se decidió adaptar la novela homónima de Daphne Du Maurier, ofreciendo una versión muy inglesa de la misma, puesto que actores, novela y director procedían de Inglaterra. La tensión morbosa atrapa a su joven protagonista tras abandonar Montecarlo, porque la sombra espectral de Rebeca parece querer apartarle de Max, a quien ama y a quien teme perder, así pues, las sospechas y los miedos de la joven señora de Wynter nacen de su interior, de ese fantasma que ha creado en torno a la figura de la fallecida, de quien todos alaban su perfección, llevándose la palma ese cuervo negro —¿de qué otro color iba a ser si no?— que ejerce un poder maléfico sobre ella, pues Danvers, con su pétrea mirada y su diabólica impasibilidad, parece que se ha apoderado de la razón de la joven. El tenebrismo durante la estancia en Manderley cambia hacia el final del film, tras el descubrimiento del balandro en el que viajaba la fallecida, a partir de ese hallazgo, la asustadiza señora de Winter cambia su temor infantil por el miedo adulto a perder a Max, quien puede ser culpado del asesinato de su anterior esposa.
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