En un país en construcción, la frontera tiene un significado, un simbolismo y unas circunstancias muy diferentes a uno cuyos límites geográficos se han asentado. En el imaginario popular, el primero evoca la aventura y lo desconocido, se omite el conflicto de intereses que existe sobre el terreno, mientras que en el segundo caso apenas es un límite administrativo en el que se establece la burocracia aduanera. En 1912, cuando las fronteras estadounidenses ya se habían concretado al norte con Canadá y al sur con México, al este con el océano Atlantico y al oeste con el Pacífico, no hacía tanto que los límites continentales hacia el oeste eran una realidad geográfica sin concretar al tiempo que suponía una idea romántica para quienes leían sobre ellos o escuchaban historias que no siempre eran veraces. Pero ahora, en los albores de la década de 1910, cuando los pioneros lo eran del cine y no de los territorios, aquella idea solo sobrevivía en la memoria histórica, en la literatura y en la gran pantalla, en la idealización que de ella se hacían los productores como Thomas Harper Ince y los directores como Francis Ford, hermano mayor del gran John Ford, en films como Los invasores (The Invaders, 1912), cuyo inicio se abre con la firma del tratado de paz entre el gobierno federal y el jefe Sioux. Dicho tratado establece las nuevas fronteras de Estados Unidos y compromete a la administración de Washington a velar por el cumplimiento del tratado en el que los nativos les ceden parte de sus tierras a cambio de prohibir la colonización del territorio restante. “Ceder” lo que se dice “ceder” es un eufemismo tras el que se oculta la invasión y conquista del oeste, pero ese tema no haría apto de presencia en el cine hasta la caída del sistema de estudios que dominó en Hollywood entre la década de 1920 y la de 1950. Entre esas fechas, el western asentó una nueva “realidad”, la folclórica, la popular.
Las películas, y antes las novelas publicadas en los periódicos, establecieron una idea romántica e inexacta de aquellas lejanas tierras donde los pioneros eran los buenos, supuestos civilizadores, que allí se asentaban llevando consigo el progreso; al tiempo, el país se ensanchaba en buena medida gracias al ferrocarril, que fue uno de los grandes agentes colonizadores y que John Ford, el hermano menor de Francis, abordó desde la épica El caballo de hierro (The Iron Horse, 1920). Pero la trama de Los invasores se sitúa, quizá, en un periodo inmediatamente anterior al del film de John, y avanza en su historia. A esa lejana frontera, para los hombres y mujeres que permanecen en el Este, llega un grupo de topógrafos de la Transcontinental Railroad. Obviamente esta presencia tiene una finalidad clara: la construcción del ferrocarril. Los Sioux la ven como una amenaza y la ruptura del compromiso asumido por el hombre blanco un año atrás. De modo que el jefe se presenta ante el coronel para explicar la situación y exigirle que haga valer sus derechos y que se cumpla lo acordado. El oficial al mando, interpretado por Francis Ford, se encoge de hombros porque ha recibido la orden de proteger a los topógrafos, que serán las primeras víctimas del levantamiento indio que la hija del jefe Sioux pretende evitar porque se ha enamorado de uno de los ingenieros. Más o menos, está es la trama de Los invasores, en la que prima la épica sobre la historia y en la que Ince y Ford se centran en la defensa del fuerte ante el ataque de los Sioux y los Cheyenes, que se han unido en la lucha a los primeros. Son cuarenta minutos de acción que van perfilando el género: el pie de guerra indio, sus ataques a los colonos, la defensa del fuerte o la llegada in extremis de la caballería al rescate. Todo esto y más rodado en los acres que Ince había adquirido en Santa Mónica, donde construyó su fábrica de sueños, que pasó ha llamarse a Inceville. Allí fue dando forma al western y allí rodó hasta que trasladó su compañía a Culver City, donde levantó unos estudios más grandes y modernos…
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