miércoles, 26 de octubre de 2011

Robin de los bosques (1938)


¿Qué campesino del siglo XII real, resignado por nacimiento a recibir las injusticias de las élites feudales, se tomaría en serio a un individuo cuya vestimenta se antoja ridícula y chillona, e incluso dañina para la vista más delicada, y con un peinado que delata que su peluquero hizo su curso de peluquería en una época posmedieval, digamos en la del Hollywood clásico? ¿Cómo es posible que ese mismo hortera prepotente sea el héroe que libere Inglaterra al tiempo que convence a hombres rudos y poco dados a los baños para que vistan como él, parezcan perfumados y le sigan como seguirían los enanitos a Blancanieves? ¿Moda o lealtad? ¡Qué más da! Pues, además de hortera, sir Robin de Loxley (Errol Flynn) es un personaje chulesco, convencido de su razón y del buen gobierno de Corazón de León. Robin es el bueno, el héroe que no se doblega ante el Poder injusto. Es quien desafía a la injusticia para imponer la justicia. Lo demuestra ante el príncipe Juan (Claude Rains), a quien reta, a pesar de encontrarse rodeado por los hombres de Guy de Gisbourne (Basil Rathbone). Pero no será esta la única muestra de su chulería, ya que es de desafío fácil y no tarda ni dos segundos en retar y burlarse de todo aquel que se cruza en su camino; aunque finalmente se conviertan en amigos inseparables como sucede con Little John (Alan Hale) y el fraile Tuck (Eugene Pallette). Comentada así, delato la simpatía que siempre me ha generado Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), una película que podría llevar a engaño e incluso a decepcionar a quien la visione y juzgue desde una perspectiva severa, histórica y realista. No hay cabida para la realidad en las aventuras de Robin Hood. Su grandeza reside precisamente en todo lo contrario; en aceptar que el cine también es un medio de propagación de fantasías, un lugar donde disfrutar la aventura de personajes imposibles y de la diversión que films como Robin de los bosques proponen ya en un delirante techincolor. Esta aventura rodada por Michael Curtiz y William Keighley fue una de la primeras producciones que lo utilizaron, circunstancia que explicaría la presencia de los fuertes colores que dominan el film, incluyendo los uniformes de los proscritos del bosque de Sherwood, por no mencionar el hiriente sombrero que luce Will (Patric Knowles).


La historia de Robin Hood, en numerosas ocasiones trasladada a la gran pantalla, se basa en una leyenda medieval que también inspiró a escritores de la talla de Walter Scott, padre de la supuesta novela histórica que también narró las aventuras de un héroe que Curtiz y Keighley hacen suyo, presentando a un personaje de ficción popular, literaria y cinematográfica, aunque se dice que pudo haber existido un bandido en el que se inspiraría el mito del héroe que lucha para proteger al pueblo sajón de las injusticias que sufren a manos de los normandos y del ambicioso príncipe Juan, quien al encontrarse su hermano, el rey Ricardo (Ian Hunter), prisionero del emperador alemán ve su oportunidad para acceder al trono. El usurpador quiere gobernar el reino a su antojo, sin embargo, no le resultará sencillo llevar a cabo su sueño de grandeza y poder, pues el intrépido, descarado y justo arquero de Sherwood se enfrentará a la injusticia y protegerá a los oprimidos. Pero cabe recordar que Robin Hood también es un héroe romántico y enamoradizo, como descubre cuando sus ojos se posan en el rostro de Lady Marianne (Olivia de Havilland), la heroína que inicialmente juzga a su enamorado erróneamente; pero que no tardará en caer rendida ante el valor y el altruismo de un héroe que utiliza la sonrisa, el desafío y el colorido como armas principales de conquista.


La Warner apostó fuerte por Robin de los bosques, que fue una producción de elevado presupuesto para la época en la que se rodó, la más cara de la productora hasta ese momento. Alrededor de dos millones de dólares, cifra que posibilitó el uso de la fotografía en color, fueron puestos a disposición del director William Keighley para filmar una aventura trepidante que entretuviese a un público ávido de diversión, sin embargo, acabaría siendo apartado del proyecto, porque las escenas que había filmado no convencieron, resultando algo más lentas de lo que se buscaba, este hecho convenció a los directivos de la Warner Bros. para recurrir a un todoterreno de la casa como lo era Michael Curtiz, que dotó de acción y de su buen hacer narrativo a un film en el que destaca, sobre todo, la parte final, cuando Curtiz se decidió por filmar el duelo final desde una perspectiva distinta a la acostumbrada, sustituyendo los cuerpos de los actores por sus sombras, un original y espléndido artificio que resultó un acierto. Así, pues, el resultado convenció a todos, presentando una aventura cinematográfica que no tardó en convertirse en uno de los clásicos del género, donde los personajes quedan definidos desde el primer instante, encontrando en Robin y en los suyos a los héroes que salvarán la nación de la maldad y ambición de los villanos liderados por el príncipe Juan y por sir Guy. Actualmente podría sorprender, a parte de esa utilización del color, la inocencia que destila el film, presentando a personajes tan lineales y una historia tan exenta de matices que si se piensa detenidamente podría provocar alguna que otra sonrisa, por ejemplo: ver a los proscritos bailando en corro, como si estuviesen en el patio del colegio, tras la emboscada a sir Guy o cuando Robin y sus muchachos se presentan ¿disfrazados? al concurso de tiro; sólo un individuo totalmente inocente, como serían Robin y los suyos, pensaría que no les descubrirían, pero también habría que pensar que los malos, malísimos, cojearían del mismo pie, pues no son capaces de reconocer a un héroe que resulta inconfundible; quizá ahí resida la grandeza de la aventura, que cualquier cosa es posible sin más, incluso vestir de verde chillón en pleno siglo XII.

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