Los pájaros (1963)
Pienso en Los pájaros (The Birds, 1963) y veo la pareja de periquitos enjaulada, tranquila en su encierro; aceptando el ir de aquí para allá, inconsciente de que Melanie Daniels (Tippi Hedren) decide el tránsito. Pienso en Los pájaros y la siento como una de las obras más personales, claustrofóbicas e inquietantes de Alfred Hitchcock, pues sospecho que sus personajes viven en un encierro que, similar al de los periquitos, confunden con armonía y seguridad. No se trata de un espacio real de barrotes de hierro, sino en uno que ellos mismos han creado o han aceptado, uno que los tranquiliza al tiempo que los amenaza. En determinado momento, dicha amenaza cobra forma en los ataques inexplicables de aves que, hasta entonces inofensivas, rompen el orden que los habitantes de Bodega Bay dan por inamovible, un orden al que se someten y en el que acallan miedos y ansiedades que salen a la luz y evidencian ciertas carencias afectivas y psicológicas que se han negado, o han mantenido ocultas. Hasta entonces han sentido comodidad, han sentido que controlan sus vidas, que dominan el medio natural inconscientes de que este se ríe de su insignificancia. ¿Son los pájaros los responsables del miedo irracional? ¿O son las propias personas las que se aterrorizan cuando reconocen que la seguridad, en la que basan y tranquiliza sus existencias y la sociedad que forman, es un concepto imaginario? Cuando encarga la pareja de periquitos, Melanie Daniels ignora la que le viene encima. En ese instante no se plantea que su vida no dependa por entero de ella. En realidad, depende del tipo de los perros con quien se cruzó antes de entrar en la pajarería, el mismo individuo que le hará sufrir la pesadilla que ya se augura cuando ella observa la multitudinaria bandada de pájaros sobre el cielo de San Francisco. La pesadilla surrealista se confirma cuando Melanie pretende sorprender a Mitch (Rod Taylor), que ha llamado su atención en la inofensiva pajarería, y le sigue hasta Bodega Bay, donde aquel acude cada fin de semana para visitar a su madre (Jessica Tandy) y a Cathy (Veronica Cartwright), su hermana pequeña.
En un primer momento, Melanie se muestra decida, quizá coqueta y consentida, puede que caprichosa y superficial, pero a medida que se relaciona con Mitch y su familia, o con Annie Hayworth (Suzanne Pleshette) (la profesora del pueblo y antigua novia de Mitch) se descubre distinta; y no porque le haya atacado una gaviota kamikaze, sino porque existe más allá de la primera impresión que les haya podido producir. A esta mujer, la que hay tras la imagen, la irá descubriendo Hitchcock, aquel que paseaba con los perros, a la par que genera el suspense y transforma la atmósfera del film, que pasa de ser agradable a turbia y desconcertante. La sensación de amenaza ha sustituido a la idílica paz que se respiraba en el pueblo, sin embargo, no se concreta, pero tampoco desaparece. De ese modo transcurre lo que podría considerarse la primera parte de Los pájaros, durante la que se muestra la tranquilidad dominante en el pueblo adonde Melanie llega atraída por la personalidad de un hombre con quien inicialmente mantiene un duelo dialéctico que no esconde la mutua atracción sexual. Dicha atracción no pasa desapercibida para Linda, la madre, que se muestra fría y distante con la desconocida, consciente de que Mitch siente algo por esa mujer cuya reputación de niña consentida no escapa a la prensa, pero en su rechazo se oculta su pánico a la soledad, a que otra mujer se lleve a su hijo. Una vez más la importancia de la imagen en el cine de Hitchcock, ya no la de Melanie, ni siquiera la de Linda, sino la de los pájaros que se agrupan para recordar a los habitantes su incapacidad de controlar la naturaleza (la física que habitan y la humana que habita en ellos) y la de los periquitos que permanecen tranquilos en su jaula, que Cathy cubrirá con una tela para evitar que la realidad exterior los altere -en su pérdida de inocencia y seguridad, la niña protege las de sus mascotas, velando el terror que en ese instante su familia y ella sienten-. Fuera aguardan cientos de aves, en aparente calma, que ya ha lanzando su ira sobre sus víctimas, sin aparente sentido, sin distinguir entre niños y adultos, sin aviso, sobre los escépticos que dudaban de la posibilidad de ataques aviares organizados y sobre las casas que, si antes eran símbolo de protección, ahora se transforman en jaulas donde los personajes se sienten atrapados, casas como el hogar donde se encierran los protagonistas y donde el espectador también se deja atrapar por la tensión generada por el cineasta, que, con gran habilidad y magistral uso del espacio acotado, obliga a su público a compartir la angustia y la espera al próximo picotazo, que podría producirse en cualquier instante, sin que nadie sepa explicar el por qué.
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