
Suele considerarse a Claude Chabrol y su película El bello Sergio (Le beau Serge, 1958) como el arranque cinematográfico de la Nouvelle Vague, pero hubo momentos anteriores, Agnès Varda y La Pointe Courte (1954) o Éric Rohmer y sus cortometrajes, y otros posteriores que confirmaban que algo estaba cambiando en el cine francés; y no digo que para mejor, solo hacia un nuevo modo de entender las posibilidades narrativas y ombliguistas del cine. François Truffaut y Los cuatrocientos golpes (Les 400 coups, 1959), Alain Resnais e Hiroshima, mon amour (1959) y Jean-Luc Godard en Al final de la escapada (Â bout de souffle, 1959) son los cineastas y títulos reconocidos como el primer paso hacia el nuevo rumbo en el cine francés de finales de la década de 1950. Los tres, y el resto de sus colegas, se alejaron del cine narrativo convencional, pero de todos, quizá el que más quiso crearse y creerse su propia leyenda fue Godard. Desde el inicio de su carrera cinematográfica, se exhibe y, al contrario que Chabrol o Truffaut, radicaliza su postura y su búsqueda imposible de reinventar el cine. Presume de divo rebelde, inconformista y “más grande que la vida”, lo hace durante su extensa obra, pero dudo que el cine, al menos para el público en general, se hubiera resentido sin sus películas, como sí lo habría hecho sin los pioneros franceses, sin la escuela nórdica y sin las superproducciones italianas previas a El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, David Wark Griffith, 1914), sin Griffith, sin el expresionismo alemán (con Murnau y Fritz Lang a la cabeza), sin Charles Chaplin o John Ford, sin King Vidor y Roberto Rossellini, también sin Jean Renoir, Sergei M. Eisenstein, Robert Flaherty, Robert Bresson o Alfred Hitchcock, por citar algunos de los que fueron evolucionando el medio e influyendo a sus contemporáneos y a cineastas posteriores. Hay influencia de todos ellos en los demás, lo quieran o no. Godard también influyó en otros, aunque solo en él tiene sentido los extremos cinematográficos a los que pretende ir con sus películas. El de Godard no es mayoritario, ni minoritario, ni intelectual, este sería la pretensión del de alguien como Susan Sontag, sino que para él es ideal. Es decir, el medio expresivo es la finalidad en la que sus ideas cobran forma física; que lo logre o no, ya sería cuestión aparte...

Llegó para exhibir su ego y su arte, y se olvidó del resto. Dicho olvido, totalmente consciente, le deparó la posibilidad de convertirse en el artista que deseaba y pretendía ser en un medio en el que, mayormente, resultaba cuestionable serlo —siempre con aquello de a quién pertenece una película, si a la empresa, al productor, al director, al guionista, al equipo—. Tal aspiración deparó la imposibilidad de establecer complicidad y comunicación con el público mayoritario, más allá del momento que se puso de moda y de sus admiradores incondicionales, también de sus detractores, que son quienes prestan mayor atención o, al menos, quiénes parecen ver más películas suyas tal vez para poder expresar el rechazo que les generan. Su arrogancia juvenil era parte de su estampa, la que de algún modo supo vender entre quienes lo auparon a lo más alto, aunque nunca logró la comunión y las simpatías que sí lograron Truffaut o Varda al dotar sus películas del humanismo y sentimentalismo que no asoman en las suyas. Las de Godard se establecen en algún punto entre la caricatura, la obsesiva necesidad de ruptura —resulta más rompedor Rohmer sin necesidad de gritarlo— la obsesión de dar forma cinematográfica a las ideas y la pedantería de quien pretende exhibir una superioridad intelectual inexistente. En Al final de la escapada ya se le observa anárquico e inconformista, con pretensiones de romper la narrativa tradicional para presentar la historia de un amor imposible entre un joven criminal y la mujer a quien cree amar. Para ello, intercala de manera inusual y deslavazada planos cortos con otros demasiado largos, en los que cobran mayor relevancia los momentos de intimidad que comparten los amantes, quedando en un segundo plano los hechos que rodean al asesino y su supuesta fuga.

El inicio del film presenta a Michel (Jean-Paul Belmondo), ese joven rebelde que vive sin aliento y que en poco menos de cinco minutos disparará contra el policía que le persigue, dando así pistoletazo de salida a una escapada que se detiene cuando el prófugo se presenta delante de Patricia (Jean Seberg), la joven norteamericana que ocupa su pensamiento. Ninguno de los dos sabe a ciencia cierta si se aman, aunque sí advierten la mutua atracción que les impulsa a compartir una especie de retiro romántico, en el que ambos muestran su carácter, sus dudas, sus debilidades... Al final de la escapada no es una película típica y, por tanto, escapa a cualquier intento de clasificación genérico. ¿Policíaco? ¿Drama? ¿Ensayo? Posiblemente todos o ninguno. Lo que sí queda claro en el debut de Jean-Luc Godard es su afán de revelarse contra la narrativa establecida, rompiendo las normas cinematográficas para dar forma a una película transgresora que, al tiempo que destruía las bases existentes, sentaría las que guiarían su cine, el cine de uno de los más atípicos cineastas salidos de Cahiers du Cinéma, y que ejercería una notable influencia en el cine posterior a su estreno. <<Godard en À boute de souffle (1960) marca un punto de giro en la historia del cine. Godard rompe con toda una tradición cinematográfica en el uso del tiempo y del espacio. Contribuye, para siempre, a despojarnos de tanta bazofia naturalista. Todo el mundo hoy, incluyendo la publicidad, los films comerciales, etc., se alimentan del gran aliento de Sin aliento [título de exhibición en Cuba]. Lástima que sus ideas sobre la vida no resultaran de tanto aliento como las del cine.>> (1) La ruptura y el nihilismo son principio y fin de la película, en la cual el cineasta filma cámara en mano o abusa de los saltos de un plano a otro, sin aparente homogeneidad. Además, se aprecia que el guión es una herramienta supeditada a la creatividad cinematográfica (del director) y al desarrollo de las necesidades que surgen durante el rodaje. Así, pues, se trataría de conseguir un film vivo como sus dos protagonistas, dos personas marcadas por la incertidumbre creada por la atracción que sienten y por la sucesión de momentos que comparten. Pero ni las imágenes ni el montaje de
Al final de la escapa me transmite vida y emoción, tampoco la rebeldía de la que pudo gozar en su momento, ya que la modernidad de la que presumía entonces es ya parte de la historia y de la leyenda.
(1)
Fragmento de Julio García Espinosa. La doble moral del cine (1988). Recogido por Juan Antonio García Borrero en Julio García Espinosa. Las estrategias de un provocador. Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, Huelva, 2001.
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