domingo, 25 de agosto de 2019

Miedo súbito (1952)


A diferencia del cine hollywoodiense, en el que los guionistas no suelen ser los máximos responsables de las películas que escriben, entre las bambalinas de Broadway, los autores de las obras teatrales tienen la última palabra sobre la puesta en escena de sus piezas. Nadie pone en duda su autoría. Para ellos suelen ser los mayores elogios o las críticas negativas, ni se les niega el acceso a los ensayos ni la posibilidad de eligir a los directores escénicos o al elenco que conformará el reparto. Sin entrar en materia, <<cuando escribes para el teatro, los derechos de autor te pertenecen. La obra es tuya, y nadie puede cambiar una palabra sin tu permiso. Cuando escribes para el cine, eres un empleado al que se contrata para que entregue un producto, y ese producto puede ser modificado según el capricho de quienes te han contratado>>1. Esta diferencia, señalada por David Mamet en Una profesión de putas, solo es una entre tantas. El cine y el teatro difieren desde sus orígenes, el uno basado en la imagen en movimiento y el otro en la palabra escrita. Pero tampoco habría que olvidar que el guión es una parte más de la película, mientras que en el teatro el texto es principio y fin, pues ¿cuál sería el sentido de representar obras de Shakespeare, Lope de Vega, MoliereIbsen, PirandelloLillian Hellman o Mamet dejando de lado sus escritos? Las distancias entre el cine y las palabras son más grandes que las estas mantienen con el teatro, donde la autoridad del escritor o de la escritora resulta indiscutible, y así lo descubrimos al inicio de Miedo súbito (Sudden Fear!, 1952), individualizada en Mayra Hudson (Joan Crawford), la exitosa dramaturga que asiste al ensayo de su última obra. En ese instante, el productor y el director escuchan sus peros y aceptan sin apenas discusión que Lester Blane (Jack Palance), el actor que ellos han elegido, no es el adecuado. Mayra impone su criterio y, consecuentemente, Blane pierde su oportunidad de triunfar en la ficción, aunque, fuera del ámbito teatral, que no de la actuación, encontrará una más lucrativa en el tren donde se reencuentra con la escritora, y heredera de una fortuna considerable. La casualidad los ha reunido, y Lester se encargará del resto: prolonga su viaje más allá de Chicago, su destino inicial, se muestra encantador y despierta la ilusión en su acompañante. Es un inicio luminoso y un viaje idílico. El rostro de Mayra cobra esplendor cuando ve en el hombre a su príncipe azul. Irremediablemente se enamora, quizá porque desea la felicidad, de la cual habla a su abogado cuando decide cambiar su testamento, una felicidad que existe hasta que sufre el desengaño y el despertar al pánico que supone la terrible realidad a la que tiene acceso mediante la grabación accidental de la conversación entre quien ya es su marido e Irene (Gloria Grahame), la amante de este. Hasta entonces, Blaine era su ideal de felicidad, de ahí que le resulte más terrorífico descubrir su verdadero rostro, su relación clandestina con Irene y las intenciones criminales de ambos. <<Tiene que parecer un accidente, un accidente perfecto y creíble>> concluye la pareja, inconscientes de que su intención ha sido revelada y de que ellos se convierten en las víctimas del crimen perfecto que la desengañada idea y escenifica para salvar su vida. Tras dominar el miedo y la decepción, Mayra toma la iniciativa, crea una nueva trama, manipula a los personajes, actúa como parte implicada pero también como la marionetista que mueve los hilos de la fantasía del crimen perfecto. Aparte de ser una película para el lucimiento de Joan Crawford, Miedo súbito funciona como thriller gracias a la subjetividad por la que apuesta David Miller y al suspense que se genera al transformar a los supuestos verdugos en víctimas de la fértil inventiva de la escritora. El desarrollo del film avanza en relación a ese subjetivo, el de la protagonista. De la luz -el romance del que ella no duda durante la primera media hora de metraje- a las sombras que la amenazan, tanto las exteriores como las internas, que apuntan a la posibilidad de que cualquiera, en este caso una mujer desesperada y desencantada, puede ser un asesino. Dicha posibilidad parece factible en la intención criminal de Mayra, y se corrobora en su mente, lugar donde ya ha cometido el homicidio prefecto (una supuesta disputa entre los amantes), pero más complicado le resultará llevarlo a cabo en la realidad, quizá porque ella es la heroína y, vista desde la perspectiva del Hollywood de la época, la heroína no mata a sangre fría, aunque encuentre justificación y motivos para interpretarlo como un acto en defensa de su vida, pues eso es lo que pretende al poner en marcha su inventiva: sobrevivir a las intenciones mortales de Lester e Irene, y quizás, solo quizás, también resarcirse del engaño sufrido.



1. David Mamet. Una profesión de putas (de la traducción de Juan Manuel Ibeas y Jordi Mustieles). Debate, Madrid, 1995

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