<<Si todos los huecos se cubren con palabras, a veces puede ser demasiada información>>, dice uno de los personajes de Hacia la luz (Hikari, 2017). Esos huecos y la necesidad de dejarlos tal cual, vacíos en apariencia, de no pretender rellenarlos con explicaciones que limiten posibilidades o de no tener explicación con que llenarlos, salvo la subjetiva de cada uno, cineasta incluida, son la esencia del cine de Naomi Kawase. Esto lo observamos en El bosque del luto (Mogari no mori, 2007), a medida que se afirma su forma subjetiva sobre imágenes y no sobre palabras. Lo hace a través de momentos que señalan la añoranza y la ausencia, pero también la búsqueda y, quizás, la esperanza; son imágenes en las que la realizadora japonesa plasma sentimientos, emociones y relaciones humanas. La certeza de no necesitar palabras para transmitir cuanto observamos a lo largo de su obra fílmica, capturas de naturaleza, personas o tiempo, remiten al subjetivo de la propia realizadora, un yo que en El bosque del luto camina a la par que lo hace la relación que se establece entre el anciano (Shigeki Uda) y la joven (Machiko Ono) protagonistas. El primero resulta fundamental para liberar a la segunda, para abrirle los ojos, para enseñarle a recordar sin dolor, quizá sin la culpa que siente, a aceptar la pérdida y la soledad como parte de la vida. Pero, por encima de todo, se trata de una simbiosis que permite a ambos avanzar hacia la luz desde las sombras, desde su aislamiento y su negación emocional a dejar descansar a las figuras ausentes de una esposa fallecida treinta y tres años atrás y del hijo que Machiko vio morir. El cine de Kawase encuentra parte de su atractivo en la certeza de que <<vivir es tener sensaciones>>, frase que escuchamos de la voz del maestro que habla con los residentes del geriátrico donde se inicia El bosque del luto. Son las sensaciones de la propia directora, aquellas que intenta expresar sin presunción y sin imponerlas, las expresa con su cámara, con la sinceridad de alguien que busca conocer y conocerse. En la residencia accedemos a la añoranza de Shigeki y al dolor silenciado de Machiko ante la pérdida. También se intuye que guardan aspectos comunes que, como su necesidad de sentir, precipitarán su posterior conexión; al principio, complicada. Sin embargo, el acercamiento se confirma durante su tránsito por el bosque donde se establece una segunda conexión: la del individuo con la naturaleza, una relación que les recuerda la fragilidad humana (ella calienta con su cuerpo desnudo el del anciano, uniéndose así en un solo ser frente a lo que no pueden controlar), lo efímero de la existencia (son una gota en el océano del tiempo) y la presencia invisible de la muerte, de la no existencia que acompaña a los personajes en su búsqueda de superar la pérdida, el temor y la aflicción. Kawase atrapa el mundo físico por donde caminan Machiko y Shigeki al tiempo que acaricia la senda espiritual que ambos recorren como si pretendiese fundir ambos espacios en uno solo. La cámara no lo explica, ni los determina, pero abre una ventana a través de la cual se vislumbra el contacto entre lo físico y lo espiritual (aquello que no vemos, pero sí intuimos su presencia). Son dos mundos que se tocan en ese espacio natural, en ese bosque del luto donde la materia (árboles, el sonido del viento, los haces de luces que se cuelan entre las altas copas, el barro que pisan y el agua o mismamente los cuerpos de los protagonistas) y las emociones de los personajes, que apenas las exteriorizan, se encuentran en cada plano y en cada movimiento de la cámara. Están en la mochila que Shigeki transporta cual tesoro o en el caminar sobre la tierra de esa naturaleza física que despierta al nuevo amanecer, al periodo que se abre tras la simbólica despedida de la que Machiko es testigo -Shigeki dice adiós a su esposa, treinta y tres años después del fallecimiento, quizá porque ante la vejez sea consciente de que debe hacerlo antes de que la muerte lo impida- y al tiempo objeto de liberación; la libera de la necesidad de continuar aferrada a la aflicción, como si esta pudiese acallar la culpabilidad y ocultarla de la sombra que le persigue desde su pérdida. De principo a fin, la película es ese bosque de sensaciones, de luces y sombras, de emociones, de las intimidades que se intuyen y que por momentos asoman, dos intimidades que nacen en el subjetivo de la realizadora de Nara y que fluyen por esos resquicios que se convierte en imágenes que no buscan explicar, ni comportamientos ni incógnitas, quizá solo busquen la experiencia de vivir entre dos mundos: el visible y aquel que habita en cada uno de nosotros.
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