jueves, 26 de octubre de 2023

Moby Dick (1956)


¿Cómo adaptar una novela de varias capas, de complejidad a priori inadaptable? Quizá un modelo a seguir sería lo hecho por John Huston y Ray Bradbury en Moby Dick (1956). No saber qué hacer y esperar a saberlo, ocupando el tiempo en burlas y en distanciarse. Dicho así, suena estúpido o a idiotez. Suena como si quien esto escribe no supiera qué decir, puede, o como si la cosa fuera sencilla, pero no hay nada sencillo en las relaciones humanas; tampoco en las profesionales. Al menos, no en la que mantuvieron escritor y guionista, en la que el segundo era víctima de las bromas del primero, que tachaba de debilidad algunos miedos del autor de Fahrenheit 451. Desorientado por el comportamiento de Huston, que iba de tipo duro y posiblemente lo fuese tanto como juerguista, pendenciero y brillante en lo suyo, Bradbury se preguntaría más de una vez ¿qué tomar de la novela de Herman Melville y ponerlo al servicio del director al que tanto admiraba? El cineasta quería contar en imágenes la historia de Melville prácticamente desde el mismo momento que empezó a dirigir. La había leído por primera vez a los dieciséis años, edad quizá prematura para enfrentarse a la magnitud de Moby Dick. No me refiero al tamaño del cachalote ni a una adaptación juvenil de la obra, sino a la novela completa tal como fue concebida por el escritor de Bartleby, el escribiente. La historia del gigante blanco y el capitán Ahab, contada por Ismael/Melville, la conocen en ambos hemisferios, pero también existe su parte menos aventurera, aquella que reflexiona sobre el propio ser humano, ser poliédrico, racional, irracional, mortal, en lucha consigo mismo y con las fuerzas que le rodean, las mismas a las que se somete obligado y a las que no quiere someterse. En sus páginas, Melville también habla de la compresión, de conocimiento como vía, de tolerancia, de igualdad, de superar la ignorancia para lograr comprender que, tras lo diferente y lo desconocido, se oculta lo similar, tal como Ismael descubre en su trato con Queequeg, tras cuya apariencia bárbara descubre a un individuo sensible, racional e irracional como cualquiera, que se convertirá en su amigo inseparable.


La de veces que se habrá escuchado al calor de los lares, leído en páginas y visto en pantallas, la lucha entre lo mortal y lo divino, entre la razón y el corazón, y las fuerzas que los superan; historias de una obsesión que rige el destino o que conduce hacia el único inevitable. La de Melville se publicó en 1851 y fue llevada por primera vez a la pantalla en el cine silente, La fiera del mar (The Sea Best, Millard Webb, 1926), con John Barrymore dando vida a Ahab, personaje que volvería a interpretar cuatro años después en La fiera del mar (Moby Dick, Lloyd Bacon, 1930). Pero qué duda cabe, la más popular es la adaptación dirigida por Huston, que llevaba años pensando en hacer su película sobre el maniaco Ahab y la ballena asesina. Ya de adulto, volvería a leer el libro y empezaría a soñar con trasladarlo a la gran pantalla. Lo hablaría con su padre, el gran actor Walter Huston, a quien su hijo dio el papel de su vida en El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), pero que aquel fuese Ahab se volvió imposible cuando el proyecto pudo llevarse a cabo en 1954 —cuatro años después de la muerte de Walter—. ¿Quién podría serlo? ¿Orson Welles, que acabaría participando en el film, en un papel secundario? Tanto Walter Huston como Orson Welles —que intentaría su propia adaptación de la obra, aunque sin la suerte de cara, pues fue otro de sus proyectos inconclusos— hubiesen sido dos Ahab para la posteridad. Mas quien pasó a la historia del cine, encarnando al obsesivo capitán, fue Gregory Peck, a priori un actor al que no le iba el papel, pero a quien Huston aceptó sin dudar porque, con la presencia de la estrella impuesta por Warner Bros, el proyecto avanzaba y, una vez en marcha, no iba a detenerse por una minucia ni por muchas trabas y obstáculos que le saliesen al paso. Podría decirse que Huston se convirtió en una especie de Ahab, pero ya sería mucho decir aunque existiese obsesión por hacer de la ballena blanca literaria una cinematográfica. Lo que estaba claro es que el responsable de Fat City (1972) no era hombre que se diese por vencido y quizá la imagen que tenía de sí mismo (la de alguien que vence al miedo y se enfrenta a cualquiera que se le ponga delante) le llevó a ver la contraria en Bradbury. El escritor admiraba al director y quiso trabajar con él. Escribió a Huston y este le propuso que viajase a Irlanda para colaborar en la adaptación de la novela. Fue entonces cuando el autor de Crónicas marcianas leyó Moby Dick por primera vez; durante el proceso de adaptación la leería otras siente veces.


Queda claro que Bradbury y Huston conocían la obra, quizá se obsesionasen con ella, como Ahab se obsesiona con la ballena de la que quiere vengarse, pero se trataba de obsesiones distintas; igual de diferentes eran sus personalidades. Eran como el día y la noche, pero, de algún modo —y a pesar del carácter del director, o precisamente debido a su carácter—, escritor y director llevaron su proyecto a buen puerto, aunque no su relación. La historia final prescinde de las reflexiones de Ismael, del didactismo de ciertos pasajes y de las descripciones relacionadas con el oficio de ballenero y con las ballenas, y de otras cuestiones que van asomando por una obra que se abre a varios frentes e interpretaciones. Uno de ellos fue el que más interesaba a Huston: el mortal enfrentado con la deidad asesina. Así, el guion fue quedándose con lo que le interesaba al realizador, aquello que podría ser cinematográfico (o expresarse cinematográficamente), descartado el resto y añadiendo lo que creyesen conveniente, como el final ideado por Bradbury; un final que Huston no dudó en decir que era el que quería, aunque otras partes no eran de su gusto y, por ello, contrató a otros dos guionistas (Roald Dalh y John Godley), que tampoco le convencieron. El cineasta era consciente de que un film no es un libro y que el tiempo del cine, aquel que el público dedica a visionar la película, difiere al de lectura. Comprendía que un espectador no es un lector, aunque aquel, alejado de la pantalla, pueda serlo. También sabía que <<trasladar una obra de esta magnitud a un guion era una empresa abrumadora>>, (1) quizá imposible. Pero alguien como él, no se amilanaba ante el reto. En su osadía y consciente de su ego artístico, Huston produjo, adaptó, dirigió, eligió la textura del color de la fotografía, y creó una aventura oscura o, como él mismo señala, <<una blasfemia>>; en todo caso, narró la historia espectral de una obsesión, de pesadilla, condena de la lucha a muerte de imposible victoria, la del individuo, Ahab, contra su destino mortal y la sumisión ante fuerzas que, como la deidad que el cachalote blanco representa para él, superan la razón. No fue un rodaje sencillo, al contrario. Huston apunta que <<fue la película más difícil que he hecho en mi vida>>. La filmación se prolongó desde julio de 1954 a marzo de 1955, filmando en estudio (Inglaterra) y en exteriores galeses, irlandeses, portugueses (en la isla de Madeira) y canarios, superando <<terribles vientos y aquellas espantosas olas>>… Huston se pregunta <<si es posible hacerle justicia a Moby Dick en el cine>>, pero no creo que sea posible responder a esa pregunta salvo desde la opinión. Lo cierto es que el director de El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941) sí hizo justicia a su cine, en el que se repite la persecución de una obsesión por parte de personajes que perecen junto al sueño perseguido…


(1) Entrecomillado extraído de John Huston: A libro abierto.

2 comentarios:

  1. La obsesión por alcanzar algo imposible es algo que el artista sabe de antemano que funciona día a día como una pesadilla. John Huston y Ray Bradbury unieron fuerzas para alcanzar la idea de un libro imposible de llevar al cine y lo hicieron palpable tanto que a más de medio siglo la película sigue funcionando. Tiene el arte tan presente que no decae, se mantiene firme, como toda pesadilla que no renuncia a aparecerse con cada sueño de alcanzar la libertad por sobre cualquier mirada atenta de dioses inventados para tratar de encajar en un mundo sin sentido.

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    1. Espléndido comentario, Marcelo. Muchas gracias por compartirlo aquí.

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