viernes, 27 de octubre de 2023

El tormento y el éxtasis (1964)


Si no el más grande, Miguel Ángel sí es uno de los más grandes artistas de la Historia. Escultor, arquitecto, poeta y pintor ocasional y excepcional, su legado artístico continua brillando en Florencia, Roma y en cualquier lugar donde haya quien se adentre en la obra de este toscano que priorizó su libertad creativa e inspiró e inspira a tantos. ¿Cómo era Miguel Ángel, el hombre y el artista? ¿Tal dualidad se complementaba o vivía en conflicto? Es difícil saberlo, ya no por una cuestión de datos o de evidencias, sino porque es complicado saber cómo son los demás, una complejidad pareja a la de conocerse a uno mismo sin ocultarse ni justificarse. Es más fácil decir “conócete a ti mismo”, que lograrlo. Imagínense si se trata de conocer a alguien que vivió cinco siglos antes. Imposible. Ni los biógrafos pueden hacer un retrato perfecto del biografiado, pues, aparte de la interpretación de los datos, la subjetividad puede que inconsciente, y de las licencias “poéticas” que puedan tomarse los autores, siempre se escapa algo o mucho; de ahí que sea más acertado no obsesionarse con afirmaciones categóricas y dejar que, sobre todo en medios como el cine y la novela, la realidad no sea castradora de la historia a contar ni de la verdad que se busca plasmar. Por ejemplo, habrá quien no encuentre en Charlton Heston a Miguel Ángel Buonarroti, pero, debido a su rostro pétreo, sí vea en el actor a un modelo para una de las esculturas del artista, quizá para El Moisés. Cierto es que no descubro nada, si escribo que Heston no poseía la sensibilidad artística del escultor, aunque ¿quién podría presumirla, ya no digo poseerla? Lo que el protagonista de Ben-Hur (William Wyler, 1959) aporta a su personaje en el film de Carol Reed El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ecstasy, 1964) es la carnalidad tras la que se esconde la sensibilidad del artista, el espíritu libre, conflictivo y controvertido, constructivo y destructivo, que no se debe ni a sus mecenas ni a la crítica ni a los estudiosos de su arte. Su obra obedece a fuerzas mayores: conocimientos, emociones y sentimientos, a la belleza, al sufrimiento, a lo humano y lo divino en comunión, a las ideas neoplatonistas que adopta en su evolución, a la búsqueda de una libertad en las formas nunca vistas con anterioridad.


El dejar inconclusas algunas de sus obras o la supuesta lentitud con la que llevaba a cabo sus trabajos son nada cuando se contemplan sus frescos sixtinos o sus esculturas de mármol, de humanidad viva, cuyas líneas corpóreas son la piel marmórea que reviste las emociones. Su pintura y su escultura parecen cobrar conciencia de ser. Despiertan a su plenitud humana, más allá de los sentidos, tanto al sufrimiento como a la victoria, el ideal: el tormento y el éxtasis al que alude la novela de Irving Stone y la película que Reed realizó a partir de la misma (con guion de Philip Dunne). El acierto del director británico y de su guionista fue concentrar la historia del genio florentino —y en Miguel Ángel, “genio” adquiere sentido pleno— en los cuatro años durante los cuales pinta la Capilla Sixtina (1508-1512). Reed aprovecha ese periodo para introducir y dar prioridad a la conflictiva relación entre Miguel Ángel y el Papa Julio II (Rex Harrison), hombre de armas tomar, más político y guerrero que religioso. Su elección permite unir en la pantalla el arte (el proceso de creación del fresco sixtino), el espíritu del artista y el choque de personalidades en constante erupción y lucha como son las de Buonarroti y Julio II, dos “colosos” que se enfrentarán y se admirarán durante los cuatro años que Miguel Ángel dedica a su obra Sixtina. Reed muestra la dificultad del artista para llevar a cabo el encargo que inicialmente rechaza y que luego hace suyo. En una situación similar estaría el director; una cineasta nada pedante, sin ínfulas de genialidad, pero con genialidad suficiente para lograr que algunas de sus películas fuesen piezas geniales. Aquí realiza un film de brillo intermitente y con varías lecturas. La primera es la evidente. Una segunda asoma en la relación entre el arte y el poder que lo controla; es decir, entre el artista y quien pone el dinero. El mecenas resulta determinante: puede dar o impedir la libertad creativa del artista, siempre necesitado de protección económica, de alguien que le pague por su trabajo, a menudo plegándose a exigencias y demandas que nada tienen que ver con el Arte.


Hollywood, donde la creatividad, el arte y el artista deben someterse al dinero, no es como el Julio II a quien da vida Rex Harrison, belicoso, pero justo admirador del escultor, a quien da vía libre para que pinte el techo de la capilla. Aunque se impaciente ante la tardanza del pintor —<<¡¿Cuándo terminarás?!>>, exclama en varias ocasiones; y tantas más recibe la misma respuesta: <<cuando termine>>—, pero nunca duda de que la obra será magistral, pues valora en su justa medida el arte del florentino. En Hollywood, muy pocos cineastas tendrían la libertad que el pontífice ofrece a Miguel Ángel para desarrollar su creatividad y plasmarla en su famoso fresco. La relación entre los cineastas y la industria cinematográfica se decanta por esta última. Y Reed no fue una excepción en Hollywood. Allí no encontró una relación profesional amistosa como la que había mantenido en Inglaterra con el productor Alexander Korda, con quien pudo hacer y deshacer con mayor libertad. En California se trabajaba distinto. Allí, el director no era más que un empleado al servicio de las empresas y de las estrellas. No obstante, el director de El ídolo caído (The Fallen Idol, 1949) intenta hacer suyo el proyecto sobre el toscano y hacer una biografía que se aparte de la común sucesión de hechos que se amontonan sin que ninguno llegue a desarrollarse. No es el caso de El tormento y el éxtasis. Podría decirse que Reed y Dunne prescinden de los datos biográficos y se centran en ese instante de agonía y creación, con telón de fondo el instante histórico en el que Julio II lucha contra la influencia francesa en la península itálica. Así, el británico dota a su película de plasticidad —el momento mas evidente, cuando Miguel Ángel huye de las tropas del Papa y haya la inspiración en el horizonte, contemplando el cielo, las nubes y el sol en una comunión de belleza serena, divina— y busca equilibrar el proceso artístico y el duelo interpretativo; en el que Heston, más limitado como actor, no desmerece ante Harrison, ni este ante aquel.



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