miércoles, 3 de octubre de 2018

Sueños (Los sueños de Akira Kurosawa) (1990)


Nada tenía que demostrarse Akira Kurosawa a los ochenta años de edad, menos aún a la crítica y al público. A esas alturas de su vida y de su carrera cinematográfica, el responsable de Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) era considerado uno de los pocos grandes maestros vivos del cine. Pero más que ese merecido reconocimiento a sus películas y a su incontestable talento, lo importante era que su libertad creativa sí estaba liberada de cualquier tipo de condicionamiento que no fuera el propio realizador o el encontrar la financiación necesaria para materializar un proyecto como Sueños (Yume, 1990). Así, pues, el primer escollo estaba en el dinero, pero gracias a la intervención de Steven Spielberg y al acuerdo de distribución a nivel mundial con Warner Bros., el cineasta pudo obtener el crédito para realizar un film que puede verse como una ruptura con su obra anterior y una apertura a la posterior. Sin embargo, Sueños no rompe con el Kurosawa de la etapa previa, ya que a lo largo del metraje y de los ocho fragmentos que lo componen, descubrimos que parte de lo expuesto con anterioridad está ahí: 
el intimismo y la naturaleza de Dersu Uzala (1975), el miedo nuclear de Notas de un ser vivo (Ikimono no Kiroku,1955), el tono espectral de Kagemusha (1980), el colorismo visual de Ran (1985) o la ensoñación de Dodes’ka-den (1970), título que sí puede considerarse un cambio radical en la carrera y en la vida del cineasta.


De modo que la ruptura del Kurosawa de Sueños con su yo creativo precedente quizá solo sea la evolución lógica del realizador que asume con el paso del tiempo una perspectiva más intimista y subjetiva que deja atrás la espectacularidad visceral que sobresale en películas como Yojimbo (1961). Este nuevo paso profesional del autor de Rashomon (1950) es una ventana hacia su interior, aunque dicha apertura plantea el inconveniente de no introducirnos en la subjetividad liberada a través de la cámara, de los encuadres y de los planos que los componen, sino en una premeditada y estudiada, lo cual elimina el onirismo que se presupone a un film que asume como título Sueños
Pero ¿se pueden plasmar los sueños en una conversación, en un folio o en la pantalla? No, al menos, no como fluyen en el subconsciente, donde uno ni controla ni observa, donde uno solo vive (sufre o disfruta) la experiencia que será o no recordada por el consciente. Aquí entramos en el terreno del recuerdo y por lo tanto de la imagen que puede reproducirse, pero no tal como se produjo el sueño. Kurosawa lo sabía y por ello, al dar forma en la pantalla a sus ensoñaciones, destacan la plasticidad y el pictorismo visual y no el onirismo que se presupone a historias que nacen en el subconsciente de un cineasta que se objetiva y se representa en la pantalla como el observador de las pesadillas y de las fantasías, en ocho instantes que nos acercan a su idea del ser humano, a su esperanza en El pueblo de los molinos y a su pesimismo en El monte Fuji en rojo o en El demonio.

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