lunes, 15 de marzo de 2021

Dodes’ka-den (1970)


El varapalo y el desengaño sufridos al verse apartado del proyecto
Tora! Tora! Tora! (1970), precipitaron que Akira Kurosawa centrase su atención y sus esperanzas artísticas y profesionales en su asociación con Kon Ichikawa, Keisuke Kinoshita y Masaki Kobayashi, con quienes, en 1969, había fundado Yonki no kai (El club de los cuatro caballeros), la compañía con la que pretendían producir sus proyectos e intentar devolver el nivel y la esencia perdida al cine japonés, que malamente sobrevivía a la competencia de la televisión y a los estrenos hollywoodienses. El film que iba a inaugurar la aventura de los cuatro iba a ser colectivo, cada uno se encargaría de una historia, pero el alto coste de producción descartó tal idea y se decidió que Kurosawa abriese el camino con Dodes’ka-den (1970), que lograron financiar tras conseguir un préstamo bancario. Por diferentes motivos, el resultado cinematográfico luce como un punto y aparte dentro de la filmografía del autor de Rashomon (1950), aunque, donde aparece “luce” puede escribirse “destaca”, “brilla”, incluso “desluce”, pues habrá quien así lo interprete, pero en ningún caso deja de ser un film único, que se gesta condicionado por agentes externos y emociones internas, respectivamente fruto de las dificultades por los que atravesaban el cine japonés y el propio realizador, que llevaba cinco años sin estrenar una nueva película y había sufrido el revés de ver cómo su trabajo en el guion y la preparación de Tora! Tora! Tora! se fueron al traste.


Colorista, pictórica, por momentos onírica, la estética visual elegida por
 Kurosawa quiere huir de la realidad en la que viven los personajes, pues, bajo el colorido empleado para intensificar la irrealidad, así agudiza e intensifica la realidad que afecta a los protagonistas de Dodes’ka-den, película en la que logró un imaginativo retrato humano de la marginalidad y de sus desheredados, un retrato coral cargado de pesimismo, uno como nunca antes se había visto en sus trabajos, ya que nada, ni siquiera la pausada y equilibrada presencia del señor Tamba, invita al optimismo que sí puede hallarse en la toma de conciencia de personajes como el funcionario de Vivir (Ikiru, 1952) o el joven de Barbarroja (Akahige, 1965).


El título escogido, dodes’ka-den, refiere el sonido del tren, onomatopeya infantil que vocifera el adolescente que fantasea conducir una locomotora existente en su mente, con la que circula por los arrabales y alrededores de la chabola donde vive con su madre. Roku-chan (Yoshitaka Zushi) fantasea y escapa de la marginalidad conduciendo el tranvía, y quizá en otra marginalidad se reconociesen Kurosawa y los otros maestros que en el presente de 1970 todavía mantenían la ilusión por hacer buenas películas, pero eran marginados por la industria y por las demandas de un público cada vez más infantil y reacio a films que suponían complejos o, dicho de otro modo, que prejuzgaba que no les entretendrían. Lejos de la suposición anterior, la realidad de Dodes’ka-den es la de una película de cambios; que no de transición, pues parte de los temas de Kurosawa se encuentran ahí, igual que su humanismo, y vuelve a encontrar su fuente literaria en una novela de Shugoro Yamamoto —suyas son las novelas que inspiraron Sanjuro (1962) y Barbarroja. Se enfrentaba a su primera película en color, también era la primera que desde El ángel ebrio (1948), con la excepción de Ikiru, no contaba con Toshiro Mifune, y lo que se suponía que iba a ser el inicio de una época, acabó siendo el final de otra. El fracaso en taquilla de Dodes’ka-den impidió que “el club de los cuatro caballeros” existiese más allá de este film notable, incomprendido y rechazado en su momento, al que solo le faltó que la comprendiesen y la valorasen en su complejidad para pasar de obra notable a sobresaliente, puesto que sobresale en su exposición visual del espacio físico marginal, chabolas, suburbios, pobreza, basura, y su marginalidad humana, la de personajes mezquinos, espectrales, egoístas, pintorescos, ingenuos, pobres, ignorantes y, sobre todo, desheredados que viven en la derrota y en la condena de la que se evaden soñando o escapando como el “loco del tranvía”, perdiendo contacto con la realidad y prefiriendo el engaño, como el chico prefiere el viejo tren que conduce por vías que solo existen en su fantasía.

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