Las diferencian significativas y formales entre las escenas ambientadas en Crimea durante la revolución bolchevique y la trama parisina que le sigue son tan notorias que tientan a pensar en separar ambas y proyectarlas por separado. ¿Cuál sería el resultado? La primera sería una excelente película de pasiones en tiempos de guerra, de traiciones y ruinas urbanas, de tiempo de represión y de separación; mientras que la segunda no dejaría de ser una propuesta que, por momentos, cae en estereotipos y se pierde en su intento de equilibrar melodrama, romance y suspense. Unidas forman El amor de Jeanne Ney (Die Liebe der Jeanne Ney, 1927), quizá, debido a esas diferencias tan marcadas, el film mudo más irregular de Georg Wilhelm Pabst. Pero, por fortuna, aunque no se trata de una cuestión de suerte, dicha irregularidad no empaña el conjunto, pues su arranque resulta tan atractivo que compensa los momentos en los que decae su intensidad narrativa. Las escenas en esa península en la costa del mar Negro son tan atractivas como sórdidas y oscuras. Son el reflejo del momento que corre, de confusión e intereses, de espías en la sombra, de violencia, traición y muerte. En ese primer momento de film, en esa Crimea amenazada por la guerra, los rebeldes soviéticos espían y preparan el asalto en la clandestinidad, mientras los oficiales zaristas disfrutan de la nocturnidad, de alcohol y compañía femenina. Lejos de locales donde se citan espías, soldados, timadores, Pabst muestra a su heroína: Jeanne (Edith Jehanne), que sueña con regresar a París y recuerda a Andreas (Uno Henning), de quien se enamoró sin conocer su condición de espía bolchevique. Pabst presentaba a este personaje masculino en la taberna, en una escena que se cuenta entre lo mejor del film, donde también se descubre a Khalibiev (Fritz Rasp), el villano de la función, que encaja a la perfección en el lugar y con la atmósfera creada por el cineasta. Aunque más que un villano, se trata de un individuo sin escrúpulos, rastrero, cobarde, que no descarta ningún medio —engaño, robo, asesinato— para alcanzar sus fines. El tono de esta parte es oscuro y amenazante, Pabst pretende un retrato realista de la situación histórica y no cae en el exceso ni en la repetición. La despedida de Jeanne en la estación, entregando una nota con su dirección en París, después de ver morir a su padre y de sufrir el interrogatorio del comisario bolchevique, sería una excelente final abierto. No obstante, la película prosigue su curso y traslada la acción a la capital francesa donde cobran protagonismo Gabrielle (Brigitte Helm) y Raymond Ney (Adolf E. Licho), la prima ciega y el tío de Jeanne, dueño de una agencia de investigación privada. Al contrario que su hija, ingenua y bondadosa, Raymond es codicioso y depredador, atributos que se muestran en dos escenas —en la que sueña con la recompensa que le entregarán por recuperar una joya y el momento en el que pretende abusar de su sobrina. Iniciada la segunda parte, el suspense se agudiza, al incluir un falso culpable de asesinato, Andreas, la (im)posibilidad de que el romance entre los dos enamorados no triunfe, las apariencias y engaños, un viaje en tren, de nuevo Khalibiev, y momentos de alta tensión... ingredientes que podrían apuntar influencias de un film Hitchcock, salvo que por aquel entonces el cine de Hitchcock todavía no poseía tales señas de identidad ni eran recurrentes...
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