La presentación que Akira Kurosawa hace del burócrata interpretado por Takashi Shimura en Vivir (Ikiru, 1952) es tan precisa como contundente, al referirse a él como alguien que apenas está vivo, alguien que solo mata el tiempo, a la espera inconsciente de que, en su indiferente tránsito, este lo mate a él. Dar un final, hacerlo real por proximidad e inevitable lo libera o resucita, lo cierto es que le da una vida extra, que, breve e intensa, saborea y siente en su plenitud. Es en ese momento, en el que se sabe sentenciado, cuando empieza a comprender nuestra contradicción de nacimiento: la de un día más es un día menos, o nacer es morir y, entre medias, vivir inconscientes o conscientes de que vivimos mientras podamos morir. Él estaba muerto desde años atrás porque olvidó sentir, ahora revive porque sabe que se muere y esta certeza le golpea y lleva, después de varias etapas —miedo, soledad, lástima, desorientación, resignación, búsqueda—, a reencontrarse con el sentir y encontrar un sentido a su existencia, hasta entonces limitada por su ausencia vital, por su inacción laboral y por la apatía personal en la que vive la brevedad que separa los dos extremos entre los cuales existimos. En esa presentación, queda claro que, para Kurosawa, el protagonista está casi muerto, puesto que no hace nada más que respirar y aparentar hacer algo, una apariencia que algunos llaman trabajo. Pero está vivo, pues todavía tiene la capacidad de sentir; y sentir es vivir y vivir es sentir. Para el cineasta japonés sentir también era hacer cine y hacer cine era vivir, por ello, sus grandes películas contienen la emotividad del cineasta que vivía para rodar, cuestión esta que quedó patente en la desbordante vitalidad artística que se descubre en cada uno de sus proyectos, dentro de los cuales se encuentra esta incontestable obra maestra del cine.
Vivir (Ikiru) se inicia con una voz de un narrador omnisciente que apunta la realidad que aqueja a Kenji Watanabe (Takashi Shimura), la de ser alguien que dejó de vivir tiempo atrás; además, la voz, introduce el detonante del despertar: nos habla de que el burócrata sufre cáncer de estómago en fase terminal, aunque todavía lo desconoce. Watanabe se ha ido momificando lentamente, así se le observa en su trabajo, donde cada jornada se sienta tras su mesa, sin otro objetivo que dejar que el tiempo se consuma sin más. Pero este individuo, jefe del departamento de ciudadanía, no desentona con su entorno, pues la cámara no tarda en mostrar a un grupo de mujeres a quienes, en lugar de ofrecer una solución al problema que les preocupa, se las ningunea a enviándolas de un lugar a otro del edificio público, sin que ningún funcionario se responsabilice del asunto que las ha llevado hasta allí.
Aparte de la espléndida interpretación de Shimizu, que sin palabras ni histrionismo desborda emociones y sensaciones (que contiene en su rostro o en la postura de su cuerpo) que nosotros recibimos directas y sensibles, o de la precisa crítica a la burocracia administrativa que ningunea a la ciudadanía —manda a las madres de aquí para allí, sin que en ninguna parte les presten atención real o les ofrezcan una solución a su problema—, Vivir brilla por su mensaje vitalista, similar (aunque opuesto en su planteamiento) al expuesto por Frank Capra en ¡Qué bello es vivir!, película a primera vista más amable —pero, en realidad, más pesimista— que esta humanista reflexión sobre la diferencia entre existir y vivir. <<Si no te quedan más de seis meses de vida, como a ese hombre, ¿qué harías tú?>> pregunta el doctor (Masao Shimizu) a uno de sus asistentes después de que Watanabe, cabizbajo, asustado y desilusionado abandona la sala donde le han dictaminado una leve úlcera de estómago. Pero el paciente comprende que, tras las amables palabras del doctor, se esconde una realidad muy distinta, ya que aquellas son las mismas que el anciano de la sala de espera le dijo que el médico empleaba para tranquilizar a quienes sufren un cáncer de estómago incurable. Watanabe comprende su realidad, aquella que inevitablemente trae consigo la idea y la certeza de la muerte, y con ella, el miedo, la soldad y la tristeza, pero también conlleva un toque de atención en el enfermo, quien, paulatinamente, cae en la cuenta de que desea experimentar y disfrutar de sus últimos meses de vida. A medida que asimila la imposibilidad de su nueva condición, descubre que vivir no solo consiste en existir, dejando que los días pasen sin más, implica un algo más que él perdió años atrás, quizá como consecuencia de un cúmulo de circunstancias entre las que se encontraría su alienante labor dentro de un sistema que no funciona o debido a la soledad a la que se vio condenado después del fallecimiento de su esposa. Tras sufrir un primer momento de aguda tristeza, desilusión e imposibilidad, acepta la certeza de que su vida se ha escapado sin apenas saborearla. Aquello que consideraba importante: trabajo, ahorros e hijo (Nobuo Kaneko), que solo parece preocuparse por el dinero de su padre, no han sido más que las excusas a las que se ha aferrado para silenciar su desidia. Está claro que, para él, resulta terrible descubrir la proximidad de la muerte, pero más aún lo es, el reconocer que ha malgastado su tiempo sin haber hecho nada que le haya proporcionado un mínimo de satisfacción. De tal manera, el enfermo decide buscar en la diversión y en el alcohol aquello que se ha negado, sin embargo nada de lo que hace le llena, ni genera la sensación de felicidad que descubre tras la irrupción en su vida de Toyo (Miki Odagiri), la joven empleada de la oficina que provoca un cambio de actitud en el triste funcionario. La desbordante energía de la muchacha lo contagia, hasta el punto de necesitar su presencia, como si fuera posible compartir su vitalidad. No obstante, después de unos días de amistad, Toyo siente la necesidad de poner fin a la extraña y asfixiante relación, hecho que provoca que el moribundo le confiese su imperativa necesidad de hacer algo que le devuelva una última sensación de estar vivo. En ese momento, la mente de Watanabe comprende que sentir la alegría de la joven no le proporcionará su redención, entonces recuerda al grupo de mujeres que al inicio del film no supo o no quiso atender.
En este punto, Vivir rompe su linealidad y avanza cinco meses, deteniéndose en el mismo día del funeral del protagonista de la historia. Gracias a este salto temporal se comprenden los esfuerzos realizados por el responsable no reconocido de la construcción del parque que ahora ocupa el lugar donde antes se encontraba el sumidero por el que protestaban las ciudadanas. A través de breves flashbacks y de los comentarios de los compañeros del finado se perfilan los hechos omitidos con la ruptura narrativa. El debate que se desarrolla en los último treinta minutos de Vivir permite comprobar el punto de vista de los funcionarios y su desconocimiento de los hechos. Al compartir sus recuerdos logran comprender que el verdadero artífice del parque, que ahora todos alaban, cuando meses atrás nadie se había preocupado por sanear la zona urbana, fue un moribundo que se aferró a su último soplo vital para llevar a cabo su lucha, no contra su enfermedad, sino contra las negativas y los constantes obstáculos presentes en su afán por materializar el proyecto que le hizo sentir de nuevo, aunque solo uno de los presentes alcanza a comprender el significado de aquello que impulsó a Watanabe.
Leí que esta película se basa libremente en La muerte de Ivan Ilich, de Lev Tolstoi
ResponderEliminarHace años leí el relato, pero no recuerdo haberlo asociado a la película de Kurosawa; aunque, visto el conocimiento del cineasta japonés de la literatura rusa, es probable que Tolstoi le inspirara.
Eliminar