lunes, 29 de octubre de 2018

Hamlet (1948)



Han sido muchas la veces que en la pantalla del cine o de la televisión hemos visto a Hamlet representar la mascarada con la que muestra su despecho a la podredumbre que le rodea mientras se debate entre <<ser o no ser>>, pero, de todos ellos, quizá sea el de Laurence Olivier el más famoso y prestigioso, gracias a los numerosos premios que cosechó su película, aunque esto no implica que se trate de la mejor adaptación cinematográfica de la obra de William Shakespeare, cuestión discutible si recordamos la poética Hamlet (Gamlet, 1964) de Grigori Kozintsev o la descarada comedia negra Hamlet va de negocios (Hamlet liikemaailmassa, 1987) que Aki Kaurismäki realizó inspirándose en el texto original. Hamlet (1948) de Olivier es al tiempo narcisista y fiel al texto del autor isabelino, lo cual genera cierto desequilibrio entre el afán del cineasta por dejarse notar (tanto delante como detrás de la cámara) y su intención de romper las distancias entre cine y teatro shakespeariano, dos medios que conocía a la perfección y que ya había intentado aproximar cuatro años antes en su Enrique V (Henry V, 1944) -cuyos logros significaron un antes y un después en las adaptaciones de Shakespeare-, y volvería a intentar fusionar en Ricardo III (Richard III, 1955). Este acercamiento lo consigue empleando movimientos de cámara que recorren el castillo de Elsinor o envuelven a los personajes durante la representación de los cómicos, poetizando el suicidio de Ofelia (Jean Simmons), insertando planos del rostro de la reina (Eileen Herlie) cuando su hijo se enfrenta a Laertes (Terence Morgan) o la secuencia retrospectiva del abordaje que Horacio (Norman Wooland) lee en la carta que el príncipe danés le envía para anunciarle su regreso a Elsinor, de donde Hamlet se ausenta tras dar muerte a Polonio (Felix Aylmer). Con sus aciertos y fallos, Hamlet es contradictorio como sus personajes, todos ellos con su rostro público y su rostro privado, por un lado quiere ser una película, pero por otro no quiere o no puede dejar de ser teatro, pues, al contrario que sucede en las adaptaciones de Macbeth y El rey Lear de Akira Kurosawa, la palabra y la exageración se imponen a la imagen, lo cual provoca atracción por la entrega de los interpretes y rechazo por el exceso y la pesadez de algunos de sus pasajes. La puesta en escena, espectral, fría y oscura, denota el afán del cineasta por dejar constancia de sus conocimientos y de su admiración por la obra shakespeariana y, como consecuencia, quien contempla los hechos que se suceden, lo hace sin mayor opción que dejarse llevar por la senda señalada por el actor y director, sin opción a acercarnos a su personaje escuchando sus silencios, pues no los tiene, a sentir su dolor (más allá de lo que él mismo declama), a vislumbrar la interioridad herida y desorientada en su enfrentamiento a sí mismo, a los sentimientos que en él despiertan su madre u Ofelia, a la presencia de la muerte y al exterior donde desata su venganza y libera su desequilibrio interior. Culpabilidad, ambigüedad, dudas, locura, venganza, traición, ambición, fingimiento, son rasgos humanos que se suceden a lo largo de la tragedia del príncipe que desea vengar la muerte de su padre, pero más que nada, necesita encontrar el equilibrio existencial en un entorno donde el espectro paterno le exige que acabe con quien le dio muerte.

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