viernes, 26 de octubre de 2018

Me casé con una bruja (1942)


En alguna ocasión he leído que el cine de René Clair no ha envejecido del todo bien. Aquí no pretendo señalar ningún error ni decir eso de envejecer bien o mal es como no decir nada, tampoco voy a discutir si el cine puede envejecer bien o mal, aunque tenga mis dudas al respecto, más si cabe tratándose de cineastas de la talla de Clair, solo que me pregunto ¿qué es lo que no ha envejecido del todo bien en su cine? ¿Una parte o el total? ¿Algunas de las innovaciones técnicas desarrolladas en títulos como Bajo los techos de París (Sous les tois de Paris, 1930)? ¿Sus temas? ¿Su estilo caricaturesco? ¿el romanticismo que se descubre en algunas de sus películas? ¿Sus burlas a las costumbres y a la idiotez? ¿O el caos que desordena el orden en sus films? La superficialidad burguesa en Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d'Italie, 1928), la pérdida de la libertad individual expuesta en la satírica Viva la libertad (A nous la liberté!, 1931) o los problemas socio-políticos derivados de la crisis económica en El último millonario (Le dernier milliardaire, 1934), son temas que pueden encajar tanto el ayer como en el hoy, como también encajan los aciertos de la fantasía romántica Me casé con una bruja (I Married a Witch, 1942), que todavía posee el encanto de quien habla sin afán de transcendencia y emplea los recursos a su alcance para crear imágenes, emociones y situaciones caricaturescas que trasladen al espectador a espacios irreales como la Norteamérica puritana del siglo XVII, donde, como décadas después haría Graham Chapman con sus productos en el circo de La vida de Brian (Life of Brian; Terry Jones, 1979), un vendedor ambulante ofrece maíz inflado al público que se congrega alrededor de la hoguera donde se consumen los cuerpos de Jennifer (Veronica Lake) y de su padre (Cecil Kellaway). Estamos ante el gentío que se reúne para disfrutar de la pira que, salvando las distancias y las llamas, remite a espectáculos que, desviando la atención hacia lo ajeno, se observan en la actualidad y sirven para hacer negocio. Pero este no es el único rasgo actual de Me casé con una bruja; hay un hecho incontestable del ayer, del hoy y, al parecer, del mañana: la importancia de la imagen pública. El magnate de prensa JB Masterson (Robert Warwick) es capaz de alterarla a su gusto: así vende a sus lectores el próximo gobernador del Estado, del mismo modo que puede hundir la reputación de aquel a quien pretendía encumbrar por el mero hecho de romper el compromiso que lo ataría a su insoportable hija (Susan Hayward). Estamos ante el poder de los medios de comunicación, un poder solo superado por el hechizo electoral de la bruja, y ante la incapacidad crítica del lector que recibe la información a la hora de recapacitar y reflexionar sobre la validez de la propaganda y de las medias verdades mediáticas que pueden llevar a Wallace Wooley (Fredric March) de lo más alto a lo más bajo (y viceversa). Este candidato desciende de aquel puritano que, enamorado de Jennifer, la acusó de brujería en el siglo XVII, lo cual desató la maldición que la acusada lanzó sobre la estirpe Wooley: el mal de amores. Los años se suceden y los siglos transcurren hasta el XX para confirmarnos que ningún Wooley ha sido feliz en su matrimonio y todo apunta a que Wally no será una excepción. Sin embargo el orden se trastoca cuando los espíritus de la bruja y de su padre se liberan para sembrar el caos y la infelicidad en el candidato, a quien pretenden hacer sufrir las consecuencias de las decisiones de su antepasado, aunque, como comedia de enredo, es Jennifer quien, en su intento de seducirlo (y lo consigue) para vengarse, cae rendida ante su oponente, cuyos encantos son potenciados por el filtro amoroso que ella ingiere sin ser consciente.

1 comentario:

  1. Instalada en el podio de los clásicos, hablamos de una exitosa comedia romántica con toques de fantasía, seminal en muchos de sus elementos estilísticos y argumentales. Diseñada y realizada con una considerable dosis de sensibilidad y encanto, se echa a faltar, sin embargo, un mayor grado de malicia y un ritmo más vivo. En cualquier caso, pese a las apariencias, poco o nada que ver con la maravillosa y embelesante comedia de Richard Quine "BELL, BOOK AND CANDLE" (Me enamoré de una bruja).

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