domingo, 14 de octubre de 2018

Los amantes de la noche (1947)


El cine negro estadounidense vivió su época dorada durante la década de 1940 y su mejor año fue 1947. Así lo corroboran Cuerpo y alma (Body and Soul; Robert Rossen), Retorno al pasado (Out of the Past; Jacques Tourneur), Senda tenebrosa (Dark Passage; Delmer Daves), El beso de la muerte (Kiss of Death; Henry Hathaway), Fuerza bruta (Brute Force; Jules Dassin) o Encrucijada de odios (Crossfire; Edward Dmytryk), entre otras películas fundamentales rodadas entonces. Pero también fue el año del Plan Marshall, del Plan Molotov, del inicio de la Guerra Fría, de la inestabilidad geopolítica que marcaría la segunda mitad del siglo XX, de la primera lista negra de Hollywood y del debut de Nicholas Ray con un título clave en la modernización del género. Los amantes de la noche (They Live by Night, 1947) es sin duda alguna un excelente debut para un cineasta que, como Orson Welles, gozó de libertad creativa para realizar su primer largometraje y, como aquel, se convirtió en un cineasta que nunca llegó a encajar dentro de la industria hollywoodiense. En su primer film, Ray demostró madurez y personalidad creativa al introducir constantes temáticas (soledad, violencia, búsqueda y rebeldía) que reaparecerían en posteriores trabajos y un personaje recurrente en su filmografía: el joven marginal y rebelde dentro de un sistema que lo empuja hacia la violencia y el desencanto, a la pérdida de su lugar y a la trágica búsqueda del imposible al que se aferra.


Lo dicho ya sería suficiente para destacar a Los amantes de la noche, pero el realizador poetizó la fatalidad en el romance de los dos enamorados protagonistas que, siguiendo la senda de Solo se vive una vez (You Only Live Once; Fritz Lang, 1937), abren el camino a las parejas de fugitivos de El demonio de las armas (Gun Crazy; Joseph H. Lewis, 1949), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) o Malas tierras (Badlands; Terrence Malick, 1973). Bowie (Farley Granger) y Keechie (Cathy O'Donnell) se rebelan contra su presente y comparten el suspiro de ilusión, inocencia y amor, inconscientes de no ser dueños de su trágico destino. Para ellos no existe la tierra prometida, solo ese destino sellado que inevitablemente los conduce hacia caminos transitados por la violencia y por la certeza de que persiguen un imposible, aunque este parezca factible en la primera secuencia, cuando la cámara de Ray interrumpe la intimidad de los amantes. Son dos jóvenes de quienes nada sabemos. Podrían ser como cualquier pareja, aunque no lo son, como descubrimos después de que el realizador los abandone y viaje al pasado para insertar el plano aéreo que observa un vehículo en fuga. Esta oposición de idilio y violencia será constante a lo largo de la película, pues la intimidad compartida es el estado deseado por los jóvenes y la brutalidad es la realidad a la que se ven empujados por fuerzas externas que no pueden manejar: los dos socios de Bowie, las delaciones de personas derrotadas como el padre de Keechie (Will Wright) y Mattie (Helen Craig), la irregularidad en el juicio que condenó al muchacho cuando tenía dieciséis años o la prensa que lo convierte en el enemigo público número uno.


La escena del automóvil que nos descubre a Bowie y a sus dos compañeros de celda nos introduce a tres personajes que acaban de escapar del correccional donde el muchacho ha pasado los últimos siete años de su vida, arrancado de la juventud por irregularidades en su juicio por asesinato. Aquella sentencia marcó su rumbo y le arrebató la inocencia que descubre en Keechie. Ellos son hijos de hogares rotos, de adolescencias perdidas, el uno en un presidio y la otra en un ambiente de delincuencia. Son los desheredados y los parias en un país donde los valores han sido sustituidos por la ambición y el dinero, porque, como dice el juez de paz (
Ian Wolfe) que los casa en una ceremonia rápida de veinte dólares, con dinero todo puede comprarse, aunque no un futuro para ellos. Bowie y Keechie son excepciones que no encajan en el medio por donde transitan, salvo en su mundo de dos (aquel que se observa en la secuencia de apertura y en la intimidad que comparten a lo largo de su huida), porque son soñadores perdidos sin hogar, condenados a no hallar un lugar lejos del infortunio que les incapacita para cambiar la suerte que depara su tragedia.



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