miércoles, 31 de octubre de 2018

Pigmalión (1938)


Un bloque de mármol nada objetaría, ni se enamoraría, ni arrojaría una zapatilla, a cualquiera que lo esculpiese y le diera forma humana, como tampoco nada censuró aquel que fue esculpido por el legendario Pigmalión para crear a Galatea, su ideal de belleza femenina, que cobró vida tras los ruegos del rey chipriota a su venerada Afrodita. De ese modo la estatua dejó de ser materia inerte y se convirtió en inteligencia, emociones, sentimientos, sueños y deseos. Tanto el mármol como el monarca podrían asegurar que la hermosa escultura carecía de vida antes de la intervención divina y, por tanto, que carecía de la consciencia (habrá quien prefiera decir alma, espíritu, razón o cerebro) que le permitiese sentir, pensar e interpretar su interior y su exterior. Al cobrar vida y consciencia, Galatea superó sus limitaciones pétreas y entró en el plano de la existencia (noción de ser) y coexistencia (relación con los demás). Pero el mito poetizado por Ovidio en Las metamorfosis es una cuestión de forma (el Pigmalión mitológico trasforma la piedra en su ideal de belleza física), mientras que el señalado tanto en la obra teatral de George Bernard Shaw como en la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Anthony Asquith y Leslie Howard implica un problema de fondo, ya que su heroína "es" antes y después de la transformación que experimenta. Como consecuencia, la metamorfosis de la vendedora callejera, <<insulto personificado a nuestra lengua>>, en la distinguida y elegante dama que conquista a propios y a extraños en la recepción aristocrática implica una alteración total de su naturaleza, y dicha alteración origina el enredo propuesto por Pigmalión (Pygmalion, 1938), al tiempo que nos acerca a una realidad cotidiana: las relaciones diarias, sean personales o profesionales. Como el altivo profesor Higgins (Leslie Howard), queremos transformar y, como a la infeliz Eliza Doolittle (Wendy Hiller), a todos nos trasforman, incluso inconscientes de estar sufriendo cambios en nuestros pensamientos y en nuestros comportamientos. De tal manera, somos al tiempo pigmaliones y galateas que deseamos cambiar a quienes nos rodean, mientras quienes nos rodean nos transforman, pues el contacto humano implica una dirección de doble sentido. Nada hay de extraño en ello, salvo que la voluntad del uno se imponga a la fuerza sobre la del otro, lo cual implicaría el sometimiento y la pérdida de la esencia individual que experimenta Eliza durante el proceso que inicialmente dista de ser aprendizaje, evolución o maduración. La relación entre profesor y alumna cae en el desequilibrio entre quien somete y quien es sometida. Esto sucede en buena parte el film de Asquith y Howard e implica que del mito pasemos al drama o, en su caso, a la comedia, una de las más elegantes y prestigiosas del cine británico anterior a la Segunda Guerra Mundial. El film ironiza sobre la lucha de clases y de sexos, sobre el esnobismo dominante en la clase media alta y sobre esa realidad transformadora que, aunque consentida por Eliza (ella acude a casa de Higgins para que este le enseñe a hablar con corrección), implica su adiestramiento y su sometimiento. Y escribo adiestramiento y sometimiento porque cuanto sucede en pantalla no es un proceso educativo-constructivo, ni una relación entre iguales, es la constante tortura que la alumna sufre mientras se esfuerza por contentar al caballero de la alta sociedad que le obliga a repetir una y otra vez ejercicios de dicción que para ella carecen de sentido. Higgins nunca tiene en cuenta las necesidades ni los sentimientos de la joven, a quien modela imponiendo su criterio y su voluntad, como tampoco se inmuta cuando el coronel Pickering (Scott Sutherland) le pregunta si <<no cree que la chica puede tener sentimientos>>. Como testigo presencial y cómplice mudo en la relación maestro-alumna, el coronel apenas se opone a la destrucción de los rasgos personales de la antigua Eliza, a quien se desnaturaliza (ya no pertenece ni aquí ni allí), y apenas forma parte de la creación de la nueva imagen (externa-interna) adquirida a la fuerza por el personaje de Wendy Hiller -espléndida en su debut cinematográfico-, una personalidad opuesta a la de aquella joven <<deliciosamente vulgar>> a quien Higgins no consideró mujer, sino un bloque de mármol que pulir, aunque sin ser consciente de los cambios que él experimenta durante el proceso.

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