miércoles, 24 de octubre de 2018

El diablo dijo no (1943)



Las comedias de Ernst Lubistch son fantasías irónicas, ingeniosas, rítmicas y elegantes que al tiempo muestran y ocultan, pero la única que podría inscribirse dentro del género fantástico es El diablo dijo no (Heaven Can Wait, 1943). Esto solo forma parte de su apariencia y no trastoca lo esencial del cine del realizador berlinés: el sutil enfrentamiento de opuestos en espacios en su mayoría idílicos que invitan a la ensoñación y a la complicidad generada por las diferentes trivialidades que dan pie a momentos de elevada comicidad. Lo mismo podría decirse del uso de la fotografía en color, innecesaria en alguien como Lubitsch -era la primera vez que la empleaba y también fue la última, si exceptuamos la parte que rodó de La dama del armiño (That Lady in Ermine, 1947)-. Como cualquier otra de sus películas, El diablo dijo no podría funcionar en blanco y negro, de hecho, ganaría con la oposición bicromática que domina en su obra fílmica. Por ello, el ser su primera película en technicolor, se me antoja anecdótico e insustancial, quizá fruto de una exigencia comercial que le posibilitase un éxito tras el sonado fracaso de la satírica y brillante Ser o no ser (To Be or No to Be,1942). El uso del color no aporta a lo expuesto por un cineasta que narra en retrospectiva la vida del díscolo Henry Van Cleve (Don Ameche), pues lo importante en el cine de Lubitsch lo encontramos en la fluidez, en la elegancia y en su gusto por el detalle, tres características que dan forma a su estilo nada narcisista, y que nunca solapa aquello que deseaba enseñar u ocultar al público. Su estilo, sus formas y su narrativa se reafirman en este título que se desarrolla en dos planos opuestos: el visible y el omitido. Al inicio comprendemos que el narrador-protagonista de la película está muerto —circunstancia que Billy Wilder llevaría a su máxima expresión en la magistral, oscura y desmitificadora El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950)—, aunque nunca somos testigos presenciales de fallecimiento alguno; ni el suyo (sucede tras una puerta) ni del resto de personajes que aparecen y desaparecen en el transcurso del tiempo. Algo similar sucede con el comportamiento del protagonista masculino, pues, durante la fogosidad juvenil de Henry y de sus primeros años de matrimonio, todo se omite, salvo las quejas paternas y la pregunta materna <<¿a quién ha salido en esto?>>. Una posible respuesta señala al abuelo Van Cleve, una vez más impagable la pícara presencia de Charles Coburn, quien no llega a expresar con palabras el rechazo que le generan los comportamientos anodinos de su hijo Raymond (Louis Calhern) y de su nieto Albert (Allyn Joslyn), a quienes quiere, lo dice, pero con quienes no simpatiza ni empatiza, lo comprendemos por omisión. Encontramos en las insinuaciones otra película, aquella que nos remite a los deseos de los personajes, a la vida marital, a las posibles infidelidades que llevan a Martha (Gene Tierney) a abandonar a Henry o al dolor y a la felicidad que suponen las muertes y los nacimientos de los distintos miembros de la familia Van Cleve.


La primera secuencia de El diablo dijo no nos lleva hasta el inframundo, donde el protagonista busca el lugar que le corresponde, al menos, el lugar que él se asigna al calificar su vida de fechoría. Sin embargo, a lo largo de la conversación que mantiene con "Su Excelencia" (Laird Cregar) comprendemos que la suya solo ha sido la existencia de alguien que busca disfrutar del momento, de la vitalidad de la juventud y de la pasión por el sexo opuesto, sobre todo su pasión por Martha, con quien se escapa el día de su vigésimo sexto cumpleaños. Pero antes de introducir al personaje clave que lo transforma en sedentario y quizá monógamo (como también lo transforma el paso del tiempo), Henry nos hace partícipes de las mujeres que marcaron su infancia y su juventud, desde su nacimiento hasta la aparición de la prometida del aburrido y antagónico primo Albert, que se define a sí mismo como alguien que no da mucho calor en verano y protege del frío invernal. Martha no lo dice, pero no desea esa aburrida seguridad, prefiere el riesgo que conlleva Henry, un riesgo que disminuye con el paso de las tartas y de las velas de los cumpleaños en los que se desarrolla gran parte del film. Los años se suceden de forma vertiginosa y nada de lo mostrado por 
Lubitsch cae en lo sensiblero, ya que no necesita expresar la sensación de vacío de Henry ante la pérdida de su juventud y de sus seres queridos, sea el abuelo, cuya imagen se perpetúa en la sala donde cuelga su retrato, o Martha, a quien añora más que a ningún otro, como descubrimos cuando sujeta sobre sus manos el libro que los unió y en su rostro se agudiza la soledad y la nostalgia predominantes en la parte final de su vida.

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