lunes, 7 de octubre de 2019

Hamlet (1964)


Las emociones en los personajes de William Shakespeare están a flor de piel. Nacen en sus luces y sombras, en su humanidad. Desvelan su existencia, ese ser y no ser en el que Hamlet se debate porque la duda y el conflicto pertenecen a su naturaleza humana. Son psicologías complejas, tienen apariencia y sobre todo tienen esencia y, como consecuencia, actúan condicionados por el torrente emocional que encierran en sus mentes y fluye imparable en sus actos. Esa fue y es la grandeza de Shakespeare, conferir complejidad y contradicción a las emociones e impresiones de sus personajes, concederles alma y vida más allá del estereotipo y del paso del tiempo. Sobreviven a las modas, las vencen, y sin perder su capacidad de sorprender e influir en otros autores, como corrobora que los cineastas, sin importar su procedencia, regresen a ellas porque encuentran en los dramas y comedias shakespearianos abstractos propios del hombre y de la mujer, intangibles que se repiten o se intercambian siguiendo las particularidades de los personajes. Una de las mejores adaptaciones cinematográficas de la obra shakespeariana fue la realizada por Grigori Kozintsev —suyas también son las espléndidas El rey Lear (Korol Lir, 1970) y Don Quijote (Don Kikhot, 1957), de las más logradas versiones de la novela de Cervantes—, a partir de la traducción que Boris Pasternak hizo de Hamlet. El resultado fue una película vigorosa, bella y emocional, espectacular en su despliegue de medios, que abraza la desesperación que se apodera del protagonista al descubrirse más allá de la venganza, al verse rodeado de inmundicia y al descubrir su impotencia ante la gran duda que se plantea.


La trama no varía, su puesta en escena o la forma de contarla, sí. Y es aquí donde destaca el Hamlet (Gamlet, 1964) de Kozintsev, en su forma (por supuesto, también en su fondo). En su decisión de no filmar teatro, en su búsqueda de dinamismo y plasticidad. Busca ambas en los movimientos de la cámara, en continuos cambios de plano, en la profundidad de campo, en el uso del espacio como otro personaje sensible (a veces sombrío, espectral, amenazante, moribundo,...) o en la iluminación que se ensombrece en el interior del castillo o durante la noche que anuncia el final de la inocencia del príncipe danés. Las encuentra desde el inicio, que en sí mismo es un alarde cinematográfico. El mar (siempre presente en su ondulante ir y venir) y el fantasmagórico reflejo de Elsinor en el agua preceden a los títulos de crédito, que se impresionan sobre la pared de piedra donde una antorcha, llama y humo, arde y se consume. Las imágenes regresan al exterior. Banderas negras se despliegan fuera de las ventanas. Un grupo de jinetes galopa hacia el castillo. Más banderas de luto se hacen visibles en el interior. Alguien ha muerto. Lo corrobora el afligido abrazo de un recién llegado y la mujer que lo recibe. Son Hamlet (Innokenti Smoktunovsky) y su madre (Elsa Radzina), la reina viuda. Así narrado, estos primeros minutos nada parecen tener de especial, pero vistos en pantalla, la ausencia de la palabra da paso a cine, puro cine, cine que expresa con imágenes y que se apoya en el montaje de Kozintsev —
no olvido que se trata de uno de los grandes cineastas del silente soviético. La escena de la aparición del espectro paterno confirma que la adaptación del cineasta soviético es un despliegue de su capacidad técnica, también lírica: planos del mar en la noche, sonidos, música que anuncia inquietud, las olas rompiendo en las rocas, la aparición del fallecido, la voz ultratumba, su petición de venganza por el crimen sufrido y el rostro de Hamlet, sus gestos, su caída en el abismo.


No voy a comparar las distintas adaptaciones cinematográficas de la obra, tampoco pretendo numerar disyuntivas existenciales, porque Hamlet, lo quiera o no, es la duda en sí misma. Tiene que vengar la muerte de su padre. Se ve obligado a ello, no por la orden del fantasma, ni por su recuerdo. Lo arrastra el dolor, el deber filial y el odio a la traición cometida por su tío (
Mikhail Nazvanov), el nuevo rey, y aquella cometida por su madre, la reina de siempre. Lo empuja su rechazo a la mentira, al descubrir que vive en el engaño. Para cumplir sus objetivos, el príncipe se hace pasar por loco, pero ¿enloquece en algún momento? La respuesta, una posible entre tantas (ahí parte de la riqueza shakespeariana), se encuentra en el desequilibrio que anida en su interior. Vive en la agonía, en la sombra de la sospecha y en la obsesión que, junto a la aflicción y la ira, lo empujan hacia lo inevitable. Le sobra el ser o no ser. No es una cuestión de morir o existir. La cuestión de Hamlet es el ahora, el encontrar respuestas ya, respuestas que apacigüen su alma atormentada, que lo liberen de las ideas y de las dudas que corroen sus entrañas. El golpe psicológico sufrido por Hamlet al plantearse la idea de la muerte, no es tanto por la muerte en sí, ya que no la teme -es consciente de que está existe para todos-, como su temor a qué vendrá después. ¿Un sueño? ¿Un infierno? ¿O simplemente igualarse al cráneo de Yorick, el bufón de su infancia, y después al polvo? El fallecimiento paterno y el posterior descubrimiento de que fue fruto de la ambición y la traición despiertan a Hamlet a su nueva realidad, incómoda y, aunque siempre haya estado ahí, desconocida por su ingenuidad previa al fraticidio. Llega el tiempo de las preguntas, también el de la ausencia de respuestas. Llega el momento de replantearse su existencia, que se tambalea al comprender la podredumbre moral que le rodea, y que él desprecia haciéndose pasar por loco. Porque ¿quién en la corte tomaría en serio los insultos y el comportamiento de un joven que ha perdido la razón? De ese modo, Hamlet evidencia la hipocresía de su entorno, juega con los hipócritas, ni teme señalarlos; pero, durante el desarrollo de su farsa y de su obligación filial de vengar el asesinato paterno, se desespera, se obceca, duda, siempre lo hace, se ahoga en la sospecha, después en la certeza, en el querer y no querer hacer, mientras busca respuestas que apacigüen su ser.

2 comentarios:

  1. Rusia y Shakespeare, como Rusia y Cervantes. La simbiosis entre espíritus de Occidente y de Oriente. ¿Este es el mejor Shakespeare cinematográfico?

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    1. Dejas en el aire una pregunta interesante y de difícil respuesta. En mi caso, no puedo decir cuál es la mejor adaptación. Primero, porque no las conozco todas; segundo, las hay muy buenas; y tercero, porque igual hoy digo “esta” y mañana “aquella”. En estos momentos me vienen a la memoria Kurosawa, “Trono de Sangre” y “Ran”, la versión de “El rey Lear” realizada por el propio Kozintsev, “Campanadas a medianoche” de Welles, su “Otelo”; incluso “Ser o no ser”, que no es una adaptación, pero contiene un montaje inolvidable de la obra de “El mercader de Venecia”, similar (en la distancia) a lo que sucede en “Doble vida” con Otelo. Pero de las que he visto, esta es de las mejores. Y de los Hamlet cinematográficos que conozco —los de Oliver, Chabrol, Zeffirelli, Axel, Branagh, Kaurismäki, entre otros—, me parece la mejor versión.

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