<<Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido.>>
Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha. Libro I, cap. 32: Los libros de caballería.
Que ya no se escriben novelas como El Quijote es innegable, pero también lo es que solo se escribió una igual, aunque fuesen dos partes; y esa una se tituló El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Pero dudo que Cervantes (1547-1616) imaginase que su Quijote sería un mito literario cuatro siglos después de su publicación: la primera parte aparece en 1605, impresa en Madrid por Juan de la Cuesta, y la segunda se publica diez años después. Incluso dudo que supusiera que su novela se consideraría una de las cumbres de la literatura universal. Y aún precisaré con mayor puntería: dudo que en ningún momento del proceso creativo fuese consciente de estar escribiendo una obra maestra que sería traducida a otros idiomas y explicada en miles de escuelas, en distintos lugares del mundo. Quizá antes la leyese más gente, pero hoy se habla mucho más de ella, pues ha pasado de ser una obra sin par a ser una leyenda, una inspiración, un objeto de estudio, un mito de la literatura y orgullo de las letras castellanas, también para quienes no lo han leído o quienes la ofrecen o consumen en antologías que trocean el arte cervantino para una deglución que pierde su sabor. Pero Cervantes lo ignoraba, también sus contemporáneos, porque en su momento ninguno sabría que su novela sería una de las culpables de La Edad de Oro —término que se emplea a partir del siglo XVIII, para referirse al periodo que comprende parte del s.XVI y s.XVII. El escritor complutense nunca supo que era punta de lanza de dorado alguno, como tampoco lo supieron el anónimo del Lazarillo (1554), Lope (1562-1635), Quevedo (1580-1645), Góngora (1561-1627), Tirso (1583-1648), Calderón (1600-1681), ni el pregonero de mi pueblo (1563-1640), que si bien no escribía, sabía leer y, llenando y vaciando pecho, a viva voz, comunicaba el orden del día que era cosa fina. Y no lo supieron porque ninguna edad lo es; de igual modo que ninguna es jueza imparcial de su momento, al carecer de la distancia temporal que le permita mirarse sin la distorsión ni exaltación del instante en el que se vive. Pretender que el hoy sea justo en su propio estudio da un resultado similar al que se obtiene de acercar las letras a la intimidad ocular, milimétrica, donde los símbolos pierden legibilidad. En ese instante de conexión irracional, en el que el ojo devora los signos, se pierde la perspectiva y su posibilidad. Lo mismo sucede al mirar nuestro hoy, carecemos de la posibilidad de perspectiva, pero esto parece común al juicio popular cuando desea ver edades de oro donde el tono dorado es el color que la posterioridad le concede. A menudo se nos escapa que cualquier periodo dorado vive el mismo tiempo que las toneladas de basura que acumula, que son las dominantes, pero también las que ya no huelen cuando, en el presente, nos referimos al momento mitificado. A veces el mito deslumbra tanto que solo se ven los destellos: aquellos que la elevan a la irrealidad desde la que se idealiza el pasado e interpreta su historia, sin ser consciente que otra historia mirará el presente, hecho pasado, cuando llegue su mañana. Medimos el tiempo desde nuestra limitada comprensión y nuestro natural olvido, y este pasa veloz, para nosotros y para todo lo relacionado con cada época humana. No viví la de Cervantes y, por tanto, no fui testigo de la primera edición de su novela, ni de los desmanes de un siglo en lo que no todo relucía, pero su riqueza artística ha sobrevivido y ese es su legado dorado. Tampoco viví el realismo, ni fui miembro de generación alguna, salvo de la cronológica que me corresponde por nacimiento, y, tanto en la literatura como en el cine, no buscó edades de oro, ni mitos, aunque quizá ya comprenda el del carro alado, ni contemplo ídolos, ni me deslumbran más estrellas que la solar que ilumina mis días de lectura en un parque cualquiera. Me ganan narradores de entonces y de después, los de ahora, quizá un poco menos, por ignorancia o falta de perspectiva. Me seducen los escritores que, como Cervantes y la lírica Rosalía (1837-1885), que más adelante etiquetaron romántica tardía, me regalan momentos que siento de oro y fuera de nuestra medida de tiempo.
Bueno, bueno, Antonio: no me digas que también eres profesor de literatura como yo...
ResponderEliminarEn todo caso, si el Quijote se ha convertido en una obra inmortal es, sobre todo, a partir de la idealización de que fue objeto por parte del Romanticismo decimonónico. Anteriormente a esa fecha era considerado, básicamente, como un libro humorístico.
Saludos.
Gracias por tu apunte, Juan. Lo considero un lujo para el blog.
EliminarEn mi caso, solo soy un aficionado, enamorado de la literatura, aunque ese amor se intensifica en obras como “El Quijote”, pero también en muchas más. Reconozco que no soy amante de un solo libro…
Saludos.