sábado, 11 de junio de 2011

Ran (1985)



<<En una ocasión le pregunté a Akira Kurosawa por qué se decidió por un determinado encuadre en un plano de Ran. Me respondió que si hubiera girado la cámara un poquito más a la izquierda, una fábrica de Sony habría entrado en cuadro; y si la hubiera girado otro poquitín a la derecha, nos habríamos topado con el aeropuerto; ni una ni otra se correspondían mucho con una película de época. Solo quien hace la película sabe lo que se esconde tras las decisiones tomadas a lo largo de su realización. Pueden estar motivadas por cualquier cosa, ya sea por exigencias presupuestarias o por inspiración divina.>> (Sidney Lumet) Las decisiones dependen de numerosas circunstancias y factores, pero la inspiración divina no entraba en los planes de Akira Kurosawa. Era un cineasta que mantenía sus rodajes bajo su atenta mirada de general. Planificaba su estrategia y manejaba sus ejércitos en una batalla que concluiría con la derrota o la victoria, con el fracaso —apenas podría citar alguno y sería relativo, por ejemplo El idiota (Hakuchi, 1951), su adaptación de la novela homónima de Dostoyevski—, o victorias monumentales como Ran (1985). 


¿Alguna vez existió un Japón así? No, ¿y qué? Existe en esta épica trágica y colorista, un monumento cinematográfico de un cineasta que, tras la también magistral Trono de sangre (Kumonosu-jo, 1957), en Ran regresaba a Shakespeare y al feudalismo para crear un mundo de emociones, sentimientos, vida, guerra, sangre y muerte, no para recrearlo.  Monumental es un buen adjetivo para alabar la forma cinematográfica que Kurosawa dio a su visión de la tragedia shakesperiana El rey Lear. Y lo es porque Ran es un acierto visual y narrativo donde todo encaja y todo obedece a un equilibrio que va desde sus personajes hasta su fotografía, cuyos colores enfatizan la tragedia de la familia samurái Ichimonji desde que su líder, Hidetora (Tatsuya Nakadai), acosado por la edad, decide entregar el mando del clan a su hijo mayor, Taro (Akira Terao). Del mismo modo, ofrece los dos castillos restantes (junto con sus tierras) a Jiro (Jinpachi Nezu) y Saburo (Daisuke Ryu), sus otros vástagos. El benjamín, Saburo, se niega a aceptar la decisión paterna, trata de advertirle de la locura que está a punto de realizar. Se opone abiertamente, algo que le enfrenta directamente con su padre y señor. Su sinceridad, raya la impertinencia, pero sus palabras no dicen más que verdad, no como las de sus hermanos, que buscan, mediante la adulación, su propio beneficio. Ante ese descarado arranque de honestidad, Hidetora no encuentra más alternativa que repudiar a Saburo, a quien deshereda y expulsa de sus tierras. El hijo menor, triste y preocupado por el futuro que correrá su progenitor, encarga a su más fiel guerrero, Tango (Masayuki Yui), que lo vigile y proteja. Toda la película es un auténtico regalo sensitivo, los colores en los que se dividen los ejércitos, las imágenes de los cielos, que presagian ese hado negativo que les perseguirá hasta alcanzarles, la grandeza y hermosura de los espacios exteriores o la música, que parece conseguir un alejamiento de la realidad que se observa, así como la ambientación interna, reflejada en esas majestuosas fortalezas medievales, donde se desarrollan las traiciones y se gestan las venganzas.


El dramaturgo inglés y el cineasta japonésShakespeare y Kurosawa, dos artistas, dos concepciones culturales, la occidental y la oriental, alejadas en el tiempo, se igualan y unen en la humanidad de sus personajes, en el seguimiento de un hombre avejentado, desamparado, confundido, desilusionado y arrepentido, consecuencia de la decisión que ha marcado su presente de desilusión y locura en un espacio por donde deambula como un paria, sin hogar, sin familia, alejándose de sí mismo. A medida que el largometraje avanza, vamos conociendo el pasado de este caudillo y guerrero que ha construido su imperio con sangre y muerte. Así pues, no extraña que su recompensa sea sufrir el mismo trato; sin embargo, no se trata de un personaje a quien juzgar, sino de quien apiadarse —su situación es caótica, miserable, trágica, más aún por estallar en su relación paterno-filial. Se reconoce en Hidetora a la víctima de la ambición desmedida de unos seres desagradecidos y letales, que no dudan en enfrentarse entre ellos con tal de conseguir aumentar su poder. El motor de los hechos, además de la ambición desmedida, se encuentra en Kaede (Mieko Harada), la esposa de Taro, una mujer sin escrúpulos (se los han arrebatado) y con un único deseo, ver cumplida la venganza de su familia, asesinada a manos del señor de los Ichimonji. Sin duda, Kaede es un personaje shakespeariano (todos lo son) que recuerda a lady Macbeth. Utiliza artimañas similares, sus artes y su propio cuerpo para alcanzar el fin deseado; lo demás no cuenta. Sin embargo, ninguno de ellos es consciente de que sus destinos se encuentran ligados y que no es posible terminar con los otros, sin acabar con uno mismo. Son parte de un todo que se resquebraja sin posibilidad de vuelta atrás; el caos se desata y precipita la caída de los Ichimonji y la locura de un padre que ya no siente como tal. Ni siquiera las buenas intenciones de Saburo podrán restablecer el orden que aleje la tormenta que se ha gestado dentro de una familia, antaño poderosa, que se encuentra inmersa en una lucha parricida y fraticida. Las batallas, externas e internas, se suceden magistralmente, destacando, sobre todo, los enfrentamientos bélicos como el asalto a la tercera fortaleza, en un sangriento y lírico fresco donde traición y muerte se transforman en imagen y música que cobran el protagonismo del momento para transmitir la sensación de imposibilidad y desesperación que impera en la batalla que en sí es la totalidad de Ran de Kurosawa, una obra que alcanza grandeza épica y trágica en los exteriores donde el acero, el fuego, la sangre y la muerte se imponen, pero la tragedia se gesta desde la interioridad de sus personajes, en sus dramas y sus fracasos, en sus emociones, conflictos y ambiciones, las cuales se exteriorizan en esta colosal visión del ser humano en la que el cineasta hace suya la tragedia escrita por Shakespeare y filma caos, honor, muerte, traición, mezquindad, amor, locura, relaciones de familia y contradicción tan común como humana.



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