En otro momento y en otro país, La torre de los siete jorobados (1944) pudo haber sido el punto de partida para un cine fantástico y de terror español que no tuvo continuidad ni presencia hasta la década de 1960, por lo que se trata de una película atípica para su época, que mezcla sin complejos y con gran acierto el fantástico, la intriga, el humor y el costumbrismo, tan característico en la filmografía de Edgar Neville. Esta obra fundamental, de un realizador fundamental dentro de la cinematografía española de la posguerra, toma prestados aspectos del expresionismo alemán para enfatizar la sensación de irrealidad y amenaza que Neville introdujo de manera eficaz, sin que se resienta su tono castizo, lo cual confiere a la película un aire divertido al tiempo que opresivo. La presencia de influencias expresionistas se observan en el magnífico decorado de la ciudad subterránea donde se desarrolla parte de los hechos, en el empleo de las luces y sombras, así como en el personaje de Sabatino (Guillermo Marín), el líder del clan de jorobados que da título a la película. Pero el protagonismo recae en Basilio (Antonio Casal), un hombre dominado por la superstición y por la sensibilidad emocional que le permite observar situaciones paranormales ajenas a todos cuantos le rodean. Esta última circunstancia posibilita su contacto con Robinsón de Mantua (Félix de Pomes), un espíritu que se muestra ante él para exponer sus preocupaciones. En un primer momento, Basilio no quiere creer que se trate de un aparecido, porque esto le produce miedo, sin embargo, no le queda más remedio que aceptarlo y realizar la petición del profesor Mantua, un hombre que fue asesinado, aunque la policía determinó que su muerte fue un suicidio.
A partir de este hecho sobrenatural, la película da paso a la intriga, que proporciona al protagonista la oportunidad de conocer a la sobrina del finado, Inés (Isabel de Pomes), una mujer de la que se enamora y a quien debe proteger de una amenaza inminente, pero de la que desconoce su naturaleza. La primera parte del film transcurre en el Madrid de siglo XIX, donde el costumbrismo campa a sus anchas y se muestra en los hábitos de sus locales y de sus calles, rúas que todavía no han sido conquistadas por el bullicio que Edgar Neville mostró años después en El último caballo, excelente comedia de influencia neorrealista. Es en la parte vieja de la urbe por donde Basilio deambula en busca de una pista que le pueda aclarar en qué consisten los hechos que investiga. Poco a poco, este héroe a la fuerza, anteriormente dominado por sus miedos, adquiere una seguridad que se basa en la sensación amorosa que le produce Inés y que, tras la desaparición de ésta, desvelará una valentía, hasta entonces no mostrada, que le impulsa a encontrarla. Con la colaboración de un amigo policía descubre una entrada secreta que le conduce hasta unas cuevas subterráneas, donde siglos atrás los judíos construyeron una enorme ciudad de piedra para poder continuar con sus vidas en un país, el suyo, que pretendía expulsarles. Los decorados, la escalera de caracol y la ambientación de esa caverna, no tienen desperdicio, y es en ellos donde Basilio pretende encontrar la resolución del misterio.
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