El neorrealismo ya era un eco en la distancia cuando Roberto Rossellini y Vittorio De Sica (dos de los máximos responsables de aquel esplendor cinematográfico de posguerra) unieron sus talentos para crear una magnífica obra cinematográfica que se alzó con el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia. Pero la grandeza de El general de la Rovere (Il generale della Rovere, 1959) no reside en los premios o en los aplausos, sino en su historia —basada en la novela homónima de Indro Montanelli, quien participó en la escritura cinematográfica con Sergio Amidei y Diego Fabbri—, en la magistral e inolvidable interpretación de Vittorio De Sica y en la dirección de Rossellini, quien, aunque nunca la contó entre sus mejores películas, quizá porque no lo consideró una experiencia personal, hizo un trabajo excepcional, dominando todos los aspectos y momentos del film: los espacios, la ambientación —que le devolvía a un periodo ya por él retratado con anterioridad—, los personajes y el ritmo de una narración que dividió en dos partes separadas por la captura del protagonista. La primera presenta al coronel Grimaldi (De Sica), mentiroso, jugador y estafador, que no duda en engañar a aquellos desgraciados que han acudido a él en busca de ayuda. Aparentemente, se trata de un hombre que huye de cualquier posible conflicto entre lo que es justo y lo que no lo es. Rossellini no lo juzga, solo desvela el comportamiento y la situación que rodea a Grimaldi, quien varía de valores para poder sobrevivir en una Genova ocupada por los alemanes.
En cuerpo y alma, la actuación de De Sica en El general de la Rovere es una lección dramática que no cae en el exceso ni en la palabrería para exteriorizar las emociones, las sensaciones y los sentimientos que embargan a su personaje. Son sus gestos corporales, su mirada, sus hombros, el rictus de su rostro las que transmiten sus sensaciones e intenciones. Lo hacen cuando se reúne con el sargento alemán o al sentarse a la mesa del prostíbulo, o en el instante en el que aborda a la madre y la esposa de un detenido y las invita a tomar un café, café. Esos instantes prueban su talento y es esa interpretación corporal, que va de la supervivencia, a la derrota y finalmente al orgullo que asume su fisonomía al final del film, las que posibilitan la cercanía de un personaje a quien llegamos a comprender, a creer e incluso a querer y admirar. La transformación de Manuel Grimaldi en general admirado exige el sacrificio de su vida, pero, contrariamente a la pérdida que implica, le posibilita la victoria moral y humana. Así, quien ha sido un embaucador y un jugador sin suerte, asume recuperar su dignidad y su libertad. Su postura, su decisión y su entrega o heroicidad también podría ser la victoria de la humanidad frente la barbarie; aunque esto lo es en un plano idílico, quizá romántico, pues lejos de su romanticismo se trata de una muerte y, como tal, no es útil ni inútil, es el final que separa al yo de sí mismo y de los demás para siempre. Pero en su estado, para él es diferente, puesto que en su convicción ve en ese final su liberación del miedo y su redención, justificada en la primera parte del film, cuando Rossellini expone el vivir del personaje, o mejor decir su modo de sobrevivir entre el juego, el timo y la sensación creciente de ser lo que vende, fruto de su contacto con esas personas a las que engaña, hombres y mujeres preocupados y heridos por los arrestos y la ausencia de noticias de sus seres queridos. Únicamente al final del metraje, se ofrece la dimensión del espíritu de este ser perdido que convierte su mentira en la aceptación de un ideal más allá de sí mismo.
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