sábado, 2 de septiembre de 2023

Yo vigilo el camino (1970)

La ambigüedad moral es la fina línea en la que lo que se supone moral y lo que se señala inmoral dejan de ser reconocibles a simple vista; ahí, prácticamente, moralidad e inmoralidad caminan sin dejar demasiado claro cuál es la una y cuál la otra; si es que no son ambas el mismo cuento, pero visto con ojos situados en puntos opuestos del camino. Ahí, una pequeña fuerza es capaz de decantar la balanza, como le sucede a los protagonistas de Yo vigilo el camino (I Walk the Line, John Frankenheimer, 1970), que caminan sobre dicha línea empujados por el interés familiar, en el caso de Alma McCain (Tuesday Weld), que acata el mandato paterno con el que pretende proteger a su familia, y la necesidad existencial que determinan que un lado sea el otro (y viceversa), tal como le sucede al shérif Henry Tawes (Gregory Peck) tras obsesionarse con la joven cuya presencia espanta su amargura y su cansancio vital. Esto no sucede cuando se establece una moral militar o una religiosa, que son categóricas, inamovibles e intransigentes, al menos por un largo periodo de tiempo, aunque esto no implica que en este tipo de moral no pueda encontrarse ambigüedad. La hay, al menos en el uso de sus códigos, igual que la hay en la línea que demarca el límite entre la legalidad e ilegalidad que cruzan los McCain al fabricar su whisky.

En ocasiones, por algún interés o cortocircuito en las mentes que las dictan y las interpretan, las leyes establecen un espacio legal que desfavorece a unos y protege a otros, situando a los desfavorecidos como la familia de Alma en la ilegalidad en la que ganan unos dólares que les permite mal vivir sin el menor lujo: su casa es apenas una chabola y su automóvil, chatarra. Todo lo que poseen (ellos mismos, su destilería y algún utensilio herrumbroso) lo pueden cargar en su vieja furgoneta. El padre (Ralph Meeker) asume que si les quitan la destilería clandestina <<nos quedaríamos sin nada. Estaríamos como los negros>>. Sus palabras apuntan cierto racismo sureño y dos situaciones de exclusión social, la de su familia y la de una comunidad entera a la que no pertenece y sitúa por debajo, pero a la Ley no le importa nada de eso, pues no siente ni padece, ni ambiciona, al contrario que sus representantes: el shérif, Hunnicutt (Charles Durning), su ayudante, o Bascomb (Lonny Champman), el agente federal que llega al pueblo persiguiendo a los destiladores clandestinos y preocupado por la falta de prostíbulos donde divertirse. Son tres modelos ambiguos, pues cada uno se presenta desde la ambigüedad acorde a sus personalidades, sus vivencias, sus carencias y sus querencias. Lo mismo valdría para la familia de delincuentes, que podrían no serlo si las leyes fuesen otras.

Más de las que se llega a reconocer y a saber, transitamos a la deriva sin saber hacia dónde nos empuja o si permanecemos en la inmovilidad, en la apatía creciente, sin saber qué hacer para ser y dejar de sentirse cansado como el protagonista de este “policiaco” rural, uno de los mejores films “country” que ha dado el cine producido en Hollywood. Las comillas son para llamar la atención sobre el género, pues no se trata de un policiaco al uso, sino del drama de un policía de mediana edad, shérif de una pequeña, aburrida y tranquila localidad de Tennessee. Drama porque, apunto de ahogarse en la desesperación, se encuentra ante su última esperanza. La halla en esa joven que tiene la orden paterna de entregarse a él para evitar que descubra la destilería clandestina y sustento familiar. La película fue mal distribuida y mal recibida por la crítica de su época, lo que explica, en parte, que pasase desapercibida en su estreno estadounidense, a pesar de contar con una banda sonora compuesta por canciones de Johnny Cash, una de ellas, la que da título a este amargo y espléndido film de John Frankenheimer.

El fracaso de Yo vigilo el camino quizá fuese debido a la crudeza con la que Frankenheimer aborda la desesperanza, la madurez, el transitar de sus personajes por la línea de lo moral y lo inmoral. No hay héroes, no hay personajes con los que el público mayoritario quiera identificarse, y la atmósfera del film pesa como una losa. Su inicio, en cierto modo, resume el sentir y el cansancio vital del “país” (entendido como el espacio rural donde se desarrolla la trama, similar a otros lugares del país) y de la propia película, pero no se trata de un cansancio que canse, al menos no al público más reflexivo, sino que resulta parte inherente al sentir de los personajes y de su historia; mérito que se debe a la magistral dirección de Frankenheimer y al guion de Alvin Sargent, por entonces uno de los escritores cinematográficos con mayor proyección de Hollywood. Esa sensación de cansancio contagia en un “country” que abandona su juventud para vivir una madurez sin el optimismo que pudiese haber sentido en el pasado. Ahora, la amargura domina ese espacio humano e impregna el exilio de sí mismo del shérif Tawes, triste, desilusionado, perdido en la infelicidad en la que se ha convertido su cotidianidad de agente de la ley y de hombre casado con una mujer (Estelle Parsons) que es a la vez su víctima y su victimaria, padre de una hija adolescente, e hijo de un hombre ya anciano, en quien tampoco se descubre rasgo alegre alguno. Parece que Henry ya no se encuentra, si alguna vez lo hizo y estuvo a gusto con sigo mismo. Quizá lo estuviese en su juventud, pero ahora no parece encontrar más razón a lo que hace que el hacerlo porque es lo que señala el camino. Así de simple y así de complejo. Entre otras cuestiones, Tawes es contradicción y conflicto, es un hombre amargado, al borde de la desesperación que silencia hasta que encuentra un espejismo de felicidad en Alma, en quien todavía no ha hecho mella esa sensación de derrota que domina en la fotografía de David M. Walsh, una mujer que, a pesar de su juventud, acumula una vida de cargas y experiencias.



3 comentarios:

  1. El grisáceo purgatorio de la resignación a medias, del vacío y el hastío, del fracaso cotidiano, es momentáneamente iluminado por la tardía e inesperada llegada de un último tranvía al que el protagonista de esta historia, el sheriff Tawes, un hombre bueno, se aferra con desesperación en un patético esfuerzo por subirse y escapar de la mediocridad acogotante, de la vida sin sentido. Las poderosas imágenes del film, cargadas de emoción y enriquecidas con las baladas de Johnny Cash punteando la historia, saben transmitir con noqueante fuerza esa sensación angustiosa y terrible.
    Estamos seguramente ante la mejor, la más inspirada realización de John Frankenheimer (para mí, lo es) en la que cabe destacar, además, la estremecedora composición llevada a cabo por un Gregory Peck inusualmente implicado y sincero, llegando, por momentos, a colocarnos un nudo en la garganta (el rostro congestionado y anhelante, un grito agónico llamando a Alma y una desesperada y arrasadora carrera tras el espejismo irremediablemente perdido). Finalmente, en un cierre desolador de la película, la cámara se detiene ante rostros vaciados, congelados, de los que esperan la muerte biológica sentados en el porche.
    Un saludo.

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    1. Magnífico texto, Teo. Muchas gracias por compartirlo aquí.

      Un saludo

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  2. El amor tiene caminos que poco tienen que ver con la razón y en esta grandiosa película vemos que un hombre pierde toda la razón por un enamoramiento que lo enfrenta con todo lo que es correcto, una historia narrada con genialidad, un argumento que nunca decae, con actuaciones llenas de inteligencia.

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