La disparidad en las causas de los movimientos migratorios no cambia que, mayoritariamente, quien abandona su hogar lo hace obligado. En su imposibilidad presente, siente que solo lejos del lugar de origen —donde las circunstancias sociales, políticas, religiosas, económicas, o todas juntas, le niegan las necesidades básicas— podrá aspirar a tener un futuro. Cierto que la promesa no es lo mismo que la tenencia, pero la esperanza de mejora determina el movimiento, y dicha esperanza nace en la desesperación. La mayoría de las veces surge de la apremiante necesidad de dejar atrás situaciones tan insostenibles como las sufridas por Khaled (Sherwan Haji) y su hermana Miriam (Niroz Haji). Salvo por aventura o placer, nadie abandona su entorno, si es confortable y promete plenitud. Ni Idrissa, el niño inmigrante de Le Havre (2011), ni Khaled en El otro lado de la esperanza (Toivon Tuolla Puolen, 2017) dejan Gabón y Siria, respectivamente, por gusto o aventura. Tampoco lo hacen por fastidiar al prójimo del otro lado, como todavía creen los más ignorantes, descerebrados y extremistas, caricaturizados en el trío neonazi que ataca a Khaled por ser extranjero. “Judío”, le dice quien le apuñala; cuando, en realidad, el sirio es un exiliado musulmán que ha sufrido el bombardeo de su hogar y la violencia y el rechazo de las democracias, entre otras situaciones que le acercan al agnosticismo. Para quien nace donde la desesperación obliga a la esperanza, resulta lógico que haya una idealización del paraíso en alguna parte, sea el Londres idealizado en Le Havre o cualquiera de los puntos de Europa recorridos por Khaled hasta llegar a la ciudad portuaria finlandesa donde pide asilo y le dan esperanzas, pero no la confirmación de una nueva vida. Aki Kaurismäki busca la esperanza, pero no la falsea, ni evita, ni lo intenta, que sepamos que lo que estamos viendo es una representación, pero, precisamente, por eso mismo El otro lado de la esperanza suma un plus de sinceridad a cuanto el cineasta cuenta con humor, ironía, contención, crítica y absurdo. Pero la lucidez de Kaurismäki no es absurda, lo absurdo es la realidad que parodia. Precisamente, es ese humor negro el que permite hacer hincapié en la desolación, en la insolidaridad del sistema y en la desesperanza que se observa también al otro lado, donde todos los personajes fuman y fuman, porque ¿qué problema puede causarles el tabaco en un mundo donde la deshumanización, la ausencia de compasión y la falta de generosidad pueden dañar seriamente la salud?
Las democracias europeas, incluida la finlandesa, por las que ha pasado, huyendo del infierno de la guerra y más adelante buscando a su hermana, no le tienen en cuenta; como descubriremos poco después de que abandone la carbonera del barco donde se había ocultado. Ya en tierra firme, Khaled busca una ducha pública, se asea y se presenta en la comisaría donde busca legalizar su situación solicitando asilo —como su hermana hará avanzado el metraje, pretende hacerlo según las normas, pues la legalidad le permitiría conservar su identidad. Al contrario que Idrissa, perseguido por la policía debido a su condición de inmigrante ilegal, para Khaled todo parece ir bien con los agentes; le toman los datos, alguna foto para el archivo, le miden y pesan y lo encierran en una sala donde se produce su encuentro con Mazak (Simón Hussein Al-Bazoon), el iraquí que en su país era enfermero y que ahora vive una situación similar a la suya. Posteriormente, se produce su entrevista con la funcionaria que le pregunta <<¿cómo ha podido cruzar tantas fronteras? Con un esclarecedor y contundente <<nadie quiere vernos. Somos un problema>> contesta sin ambigüedad posible. Para las democracias que ha pisado resulta más fácil ignorarle y, en este caso, negar el problema de los refugiados que huyen del conflicto sirio que buscar una solución que temen desequilibre el estado de bienestar, su funcionamiento, su comodidad, su solidaridad de boquilla. Khaled no pretende favores, ni que le mimen con un trato exquisito o que le reciban con la fanfarria de ¡Bienvenido, Mister Marshall! (Luis García Berlanga, 1952); sencillamente, desea encontrar a su hermana, la única familiar que sigue viva, y vivir lejos de la guerra y de las bombas. Para ello está dispuesto a trabajar de lo que sea, a escapar cuando le esposan con la intención de repatriarlo, a vivir en un basurero o a renegar de su identidad. Para él, Finlandia es un lugar tan bueno como cualquier otro, no lo escogió por algo especial. Los pasos dados le han llevado hasta allí, igual que le llevan hasta Wikström (Sakari Kuosmanen), la otra historia que Kaurismäki narra cómo solo él puede y sabe hacerlo. Son momentos y personajes totalmente suyos. Las escena de la presentación de Wikström y la del casino donde juega al póker, y consigue el dinero para comprar su restaurante, apuntan contención de emociones y humor, un humor que desborda en silencio en las desarrolladas en el local, donde la comicidad roza lo surrealista. El esperpento funciona cual movimiento armónico que, al tiempo, aleja la realidad y la atrae con mayor fuerza a nuestras mentes, donde acude sin disfraz, pues, aunque deje un final abierto al optimismo, aunque sin la feliz conclusión de Le Havre, Kaurismäki no la idealiza, consciente de la deshumanización del sistema y de las carencias del paraíso donde, a pesar de las muestras de solidaridad de Wikström, de sus empleados o de la chica que le ayudó a escapar, prima la desesperada esperanza de encontrar ese otro lado donde vivir sin miedo a regresar a casa y encontrarse la familia bajo los escombros de un edificio que poco antes habían sido un hogar.
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