martes, 7 de febrero de 2023

Parranda (1977)

<<Galicia y lo gallego pasan a ser el motivo profundo de una racionalidad que consiste en reírse ante la muerte. De algún modo, el tema transciende a lo universal. La generación a la que yo pertenezco, en cuanto a “concienciación” de lo gallego, trabajó para no contentarse con los apriorismos de nuestros devanceiros: Galicia postrada y mártir, víctima de un signo histórico y de una domesticación psicológica a lo largo de casi seis siglos sin presencia histórica. Yo suelo decir que todos los siglos, desde la aparición de la imprenta hasta muy entrado el siglo XX, no hay impreso que configure literatura de invención. Nosotros no partimos de una Galicia implorante de comprensión ante los pueblos hermanos españoles. Nuestro lema —y así se escribió— era “Galicia, célula de universalidad”, La parranda dirigida por Gonzalo Suárez, llega, quizá sin saberlo, a la realización de esta premisa. Si las cosas resultan como deberían resultar, nadie podrá ya evitar que una de las películas más representativas de un cine español desmitificador y maduro haya encontrado su célula en un texto escrito inicialmente en gallego.>>

Eduardo Blanco Amor, declaración recogida en Entrevistas con E. Blanco Amor.

En 1959, en Buenos Aires, Eduardo Blanco Amor publicaba su primera novela en gallego: A esmorga, cuya traducción al castellano fue asumida por el propio escritor, obligado por su apurada situación económica. A principios de la década de 1970 se habló de una adaptación cinematográfica; es probable que existiera un primer guión hecho por el propio autor de la novela, pero no sería hasta la Transición cuando Gonzalo Suárez la adaptó a la pantalla en Parranda (1977). Por entonces, el cineasta y escritor asturiano ya se destacaba en literatura y cine como un creador diferente, con universo propio, del mismo modo que difieren ambos medios de expresión, aunque con puentes que los conectan. El cine de Suárez es un híbrido entre cine y literatura, mientras que el Suárez creador cinematográfico es un narrador que escribe su cine en imágenes que generan la sensación de ubicarse entre lo real y lo fantasioso. Por su parte, la obra de Blanco Amor posee una espléndida capacidad de visualizar ambientes y personajes. Cabe recordar que durante años fue periodista y reportero en diferentes lugares y situaciones, y que, como narrador, nunca fue realista; es decir, que aun usando realismo en sus páginas, existe la sensación de fantasía, de un halo mágico de raigambre gallega. En este punto, el universo creativo de ambos conecta. Esa sensación de ubicarse entre la realidad y fantasía, en Suárez se aprecia en toda su dimensión en Remando al viento (1988) y El detective y la muerte (1995), y en el autor ourensano ya se aprecia en su primera novela La catedral y el niño (1948). Aunque en el guion también participó Blanco Amor, era de esperar que alguien con ambiciones creativas realizase su propia historia, aun siendo la misma trama. Suárez introdujo su perspectiva y se alejó de la novela, como años después también haría Ignacio Vilar en su adaptación de A esmorga para acercarse a ella y guardarle mayor fidelidad. Así realizó una película que logra ser entidad cinematográfica propia, que, salvo en los personajes y el recorrido hacia la tragedia, no es deudora de la obra literaria. El recorrido es similar, acompañamos al trío de crápulas protagonista a lo largo del desenfreno que solo puede conducirles al trágico final que se intuye en los instantes en los que Parranda inserta el presente durante el cual Cibrán (José Sacristán) está siendo torturado e interrogado sobre sus desfases junto a sus dos amigos: Bocas (José Luis Gómez) y Milhombres (Antonio Ferrandis).

La expresión principal del cine es la imagen y la de la novela, la palabra. Esto lo sabe perfectamente Suárez, debido a su doble condición y contribución artística. No obstante, la obra de Blanco Amor también habla en imágenes, las que se generan en la mente del lector. Se trata de un escritor que visualiza al tiempo que narra; por ejemplo, su uso de los fenómenos atmosféricos (lluvia) y de las sensaciones térmicas (frío), la analepsis… La precisión y en apariencia sencillez narrativa de A esmorga chocan con la complejidad trágica expuesta en sus páginas; trágica para Cibrán, un joven que desea cambiar de vida, lo promete, y está decidido a hacerlo hasta que Bocas y Milhombres se cruzan en su camino. Estos llevan dos días de alcohol y desenfreno por tascas y prostíbulos, juerga que continúan ese lunes que marcará sus existencias y la de aquellos que se crucen en sus caminos. No son conscientes de su caída en el abismo; Cibrán, sí; y ahí reside su sino trágico, en esa consciencia que se suma a la distancia que, haciéndose insalvable a lo largo de la jornada, le separa de su deseo de una existencia junto a Rajada (Charo López), su amiga, y el hijo de esta. La diferencia entre novela y película es clara. Esta última asume el testimonio del narrador-guía-personaje novelístico de modo distinto, concediendo menor importancia a las palabras, y más a la agresión física y presión psicológica a la que constantemente es sometido. De cualquier modo, en ambos casos, Cibrán es el único del trío que comprende estar cayendo en ese pozo del que ya no podrán salir.

La juerga deja de serlo, para ser brutalidad y la estupidez humanas en el bar donde Bocas acuchilla a otro cliente. Ese instante marca el inicio del fin. A pesar de la violencia de Bocas y Milhomes, Suárez asume que ninguno de los tres son peores que el resto de personajes que asoman por la pantalla; por momentos, mira al trío como víctimas de deseos reprimidos, de obsesiones, de su baja condición social y cultural. Con sus encuentros con el escribiente del juzgado interpretado por Fernando Fernán Gomez, personaje en quien recae cierta dosis de humorismo y humor negro —en la obra literaria, en la original en gallego, el humor irónico y amargo siempre está presente—, con el aristócrata (Fernando Hilbeck) que, tras descubrir la infidelidad marital, mantiene a su mujer (Isabel Mestres) encerrada en el pazo donde la humilla y la usa de muñeca-prostituta, queda claro que el trío de “esmorgistas” no son peores elementos que aquellos con quienes se encuentran durante su desenfrenada juerga hacia la muerte, sobre todo aquellos personajes que pertenecen a la clase dominante, incluida la mano que, una y otra vez, golpea a Cibrán durante el interrogatorio al que le somete un juez invisible —nunca lo vemos en la pantalla, ni le escuchamos en la novela— que en la obra narrativa y en el film de Vilar adquieren mayor presencia en su ausencia de voz.



No hay comentarios:

Publicar un comentario