Producida para lucimiento de Tom Cruise y para reventar las taquillas de los cines de medio mundo a base de recaudar dólares, euros, libras, yenes y demás monedas sin discriminarlas por el grosor o el radio, Top Gun: Maverick (2022) presenta más zonas comunes que un parque municipal. Pero ¿qué hay de malo en los parques de las ciudades? ¿A quién no le gusta, en algún momento de su vida, pasearlos, tumbarse bajo uno de sus árboles, jugar o comer sobre la hierba? Lo que aquí prima son espacios recorridos con anterioridad por otras aeronaves, suma de vuelos ya vistos en la pantalla: pienso en La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), en Top Gun (Tony Scott, 1985), su referencia principal, claro, y a la que remite y homenajea directamente al inicio, incluso en Águila de acero (Iron Eagle, Sidney J. Furie, 1985), de la que ahora, en las décadas que me alejan de mi niñez, solo aprecio One Vision, en películas y telefilms de padres e hijos distanciados que acaban acercándose o en cualquier producción cuya imagen heroica responda a la imagen Tom Cruise; imagen, sí, pues, para bien y para mal, más que al actor, desde hace años se ve en la pantalla el icono de quien se espera responda a esa imagen suya que ya forma parte del imaginario popular. Poco más necesita el actor y productor para ofrecer entretenimiento y lucirse desde que aparece en la pantalla. Su rostro, más que conocido, colega y familiar, asoma en el hangar donde sus manos acarician la cazadora de los ochenta, antes de subir a la moto y encender el motor. Con la chupa y las gafas de sol puestas, sin casco, por supuesto, con sonrisa de ir por libre, no corre si no vuela cuando acelera y alcanza velocidad de crucero… Es Maverick, el personaje que sin quizá y sin competencia de Ethan Hunt, que estará entretenido en hacer posible su enésima misión, es el más icónico de Cruise. No hay duda, ni guionistas, ni director ni resto del reparto que le haga sombra, Cruise/Maverick es quien parte y reparte, quedándose con lo más sustancioso, y el montaje y los aviones los que crean el espectáculo, o aquello que el público afirma espectacular y cataloga de espectáculo cinematográfico. Que lo es, pues, en su elemento, la cosa funciona. Mav es el héroe, el que se niega a envejecer y a rendirse, quien no claudica ante el paso del tiempo ni renuncia a su esencia. Por mucha amenaza que escuche de sus superiores o por muy difícil que sea la misión encomendada, Maverick se impone y gana; que para eso es su película. Pero su hazaña sería imposible sin los fuegos artificiales y efectos que el film sabe aprovechar mediante el uso del montaje, que da ritmo, velocidad y unidad a la acción. Todo cuanto se observa es humo, tras el cual poco queda salvo el instante en el que se ha saboreado la aventura y el reto. En esa inmediatez, la del impacto, Top Gun: Maverick gana, pero de ahí a que sea una gran película, o una que deje poso, existe una distancia que su vuelo no logra recorrer.
No voy a poner en duda su valía como producto de consumo, ¿para qué iba a hacerlo, si es evidente que vista así, el resultado es redondo? Pero tal vez haya que recordar que el producto de consumo no alcanza el éxito por su calidad, sino precisamente por su consumo masivo, que se logra con promoción, apelando al gusto del consumidor, guiándolo, generando expectativa y con el nombre de la casa que lo fabrica. En este caso, unánimemente, se habla de una película de Cruise, no de Jerry Bruckheimer, ni de Joseph Kosinski, ni de sus guionistas. Aparte de aprovechar la presencia de la estrella, de la nostalgia que pueda generar aquel héroe juvenil de los ochenta y de conectar con las nuevas generaciones con la inclusión de “Gooseito” (Miles Teller), Phoenix (Monica Barbaro) y el resto de jóvenes pilotos, que apenas difieren de los Iceman, Mav y otros pipiolos del ayer, una de las bazas que mejor juega Top Gun: Maverick se encuentra en su acabado, en su rapidez de acción, en tomar una trama simple y tratar sus temas —paternidad, amistad, coraje, superación de límites, de la pérdida, del dolor y de la culpa, compromiso, rivalidad— sin detenerse en ellos; no tiene tiempo, necesita velocidad y ruido, así como emociones prefabricadas que conecten de inmediato y en superficie con gran parte del público, siempre ávido de héroes en quienes descubrir rebeldía, aunque sean devotos del sistema que les permite ser rebeldes, pero nunca marginales ni marginados. Maverick es este tipo de héroe; y esta segunda entrega de Top Gun, al igual que la primera, es su película. La industria del cine siempre ha necesitado de este tipo de personajes y de películas. Son las que levantan el negocio, las que hacen que el público acuda en masa a las salas de los centros comerciales donde alguna familia pasea, otro grupo come en rápida comunión, alguien escucha las notas y voces de moda, que suenan en los pasillos y en el interior de las tiendas, mientras un par de cientos se cortan el pelo y pintan las uñas o aquel millar de allí compra cuanto producto innecesario le permita el sueldo o, si sabe cómo, hay quien se los lleva sin pagar o con intención de usar y devolver. Como cualquier espacio exagerado cuya caricatura refleja realidad, el mundo y el cine están llenos de zonas comunes mucho peores que los parques municipales y que una película como Top Gun: Maverick, en la que, aparte del reclamo de Cruise y de la adrenalina que corre por ella, su éxito también reside en la nostalgia de quien vio en el cine la primera entrega y la posibilidad de reencontrarse en esta segunda con un héroe de su juventud: quizá sería algo así como la breve ilusión de recuperar a un amigo y una parte de sí mismo que nunca se fue, que despierta al reencontrarse con este piloto de rebeldía mil veces vista, pero no por ello menos atractiva y jovial. En definitiva, la aventura dirigida por Joseph Kosinski, treinta y siete años después de la muerte de Goose, depara la enésima historia de superación cinematográfica, una nueva misión imposible, más poses chulescas, más personajes condicionados por conflictos emocionales en superficie, más homogeneidad en la variedad y otra oda a la victoria, una más entre tantas pretendidas y ofrecidas por la industria de la pirotecnia y el conformismo que es la que domina en el Hollywood de las últimas décadas, sobre todo desde la de 1970 en adelante.
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