De regreso, tras despedirme de unos amigos, ya a punto de subir las escaleras de la Quintana, me descubrí rodeado de quietud y pensando en el popular ensayo de Byung-Chul Han sobre la sociedad actual, que él dice del cansancio y del rendimiento, aunque podría haberla llamado de consumo, de la imagen de cara la galería, de las deidades minúsculas —pues ya todos, en nuestra pequeñez, nos sentimos el centro del universo— y del estar en la rueda, de la cual no se pueda salir, a riesgo de quedarse fuera. Recordaba que el autor insistía en la misma idea, la de una sociedad en la que todo se ha igualado, en la que ya nada es extraño, por lo que no es necesaria una reacción contraria. Evocando a Marcuse, hamos perdido nuestro pensamiento bidimensional. Pensando en el texto, se cruzaron con el recuerdo de las líneas ideas propias, basadas en influencias y en observaciones, ideas como la de que, en sociedades que presumen de liberales y democráticas —aún peor sería en las abiertamente totalitarias—, el individuo que logra abrir los ojos (y se mira a sí mismo y a su alrededor) se descubre esclavo de todo, incluso de uno mismo, y lo que es peor, a menudo contento de su esclavitud, tal vez porque sus cadenas sean invisibles o encadenen disfrazadas de comodidad, inclusión y bienestar.
Arriba, en la de Vivos, frente a la Casa de la Parra, me planteé si el individuo ya no puede dejar de producir ni de consumir, ni de exigirse más y más trabajo y consumo porque la directriz que se ha fijado vendría a insistirle en que todo es posible si trabaja para adquirir esto y aquello, si es un ser activo, útil, productivo —lo que no dice es para quién lo es—, no pensante, que luzca en un posado, que compita en la superficie y que llegue a casa cansado, después de su jornada laboral o de su visita al gimnasio; ya tendrá el fin de semana para recuperarse, para acercarse al centro comercial, para zapatearse en el sofá o darse un homenaje, y hacerlo siempre igual. Día tras día, año tras año, hasta que llegue el momento de festejar su jubilación o su ausencia de júbilo. Además, ese espejismo de ser especial, único, un ganador nato, inconsciente de formar parte prescindible del engranaje de una sociedad estándar, homogénea, programada, aunque viva en la pérdida de su libertad, esa fantasía “positiva” juega en su contra, ya que le aleja de la realidad que implicaría el enfrentarse a esa misma realidad de ser un objeto en manos invisibles que acaricia porque le posibilita la idea de ser lo más grande; se premia la igualación, la reducción y la sustitución (y no hablo de la resolución de sistemas matemáticos), también la imitación y la repetición.
Para la sociedad moderna, ya no hay una disciplina ni una deidad controladora a la que agradecer o culpar, una que indique, a través de sus “elegidos”, qué y qué no hacer, con la promesa de una recompensa futura. Ahora, sombras manipuladoras e igual de controladoras sustituyen lo viejo y constituyen la nueva divinidad. El sometimiento y la esclavitud no han desaparecido, solo han cambiado sus formas, lo vienen haciendo desde las primeras décadas de siglo XX, y la del XXI semeja más cruel que la anterior realidad porque, vendiendo progreso y mejoras sociales, incluyo nuevas esperanzas, apenas existe en ella esperanza alguna que se concrete, ya que ha creado desesperados y desamparados, desesperanzados que se aíslan en su visibilidad —antes todos éramos anónimos, hoy creemos no serlo debido a las redes sociales y a internet— y que ya solo pueden ver su ahora, el que, apoyándose en la sugestión del miedo y la búsqueda del placer en la inmediatez, les exige “trabaja, gana dinero, gástalo, trabaja, lo necesitas para poder vivir y existir, puesto que de no tenerlo, no existes, no consumes, estarás fuera, en la miseria”. En cierto modo, se intenta huir de la realidad apostando por lo aparente, sin comprender que se huye sin posibilidad de escape, pues toda realidad se lleva consigo, y cuando uno se enfrente a ella, si es que llega a hacerlo, tal vez sea demasiado tarde o comprenda que su vida no ha sido suya.
Abandonando la plaza, regresaron las líneas en las que Byung Chul Han insiste en la ausencia de “otredad” en nuestros días, una falta que nos afecta y en la que vive la sociedad del siglo XXI. A esta idea, el filósofo germano-coreano vuelve una y otra vez, tal vez porque necesite sentir que se explica o por la tendencia que se descubre en no pocos autores a expresar una misma idea de diferentes formas, como si el lector fuese idiota, que en la mayoría de los casos no niego ni afirmo que lo sea, o puede que se gusten o lo hagan con el fin de llenar más páginas o de encontrar la mejor manera posible de comunicarse. No obstante, esto implica el riesgo de perder al lector, y que este cierre el libro y opte por hurgarse la nariz, como suele hacer cuando detiene su automóvil ante un semáforo en rojo, o que se dedique a pensar en otros libros y en otros autores en quienes leería ideas similares sobre una sociedad que, más del cansancio, cansa de tanta superficialidad e imbecilidad que premia, ensalza y eleva como si así fuese menos estúpida. En todo caso, “La sociedad del cansancio” me genera la sensación de que podría haber dado para más, me refiero a explicarse en menos o en más páginas pero con una forma más fluida y suelta a la hora de desarrollar esa idea que se repite y que ya se encuentra en otros autores anteriores a este reconocido filósofo de origen coreano que escribe sus obras en el idioma de Martin Heidegger y Walter Benjamin. Mas ya al alcanzar Cervantes, tempo atrás llamada plaza del Pan, me dije que lo pensado podría darme para un breve ensayo sobre un ensayo y unas ideas, uno que no busca tener razón solo la posibilidad de desarrollar un pensamiento que, como tal, sé incompleto e imperfecto, abierto al error y a la continua negación y corrección…
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